El sol se pone sobre las solitarias llanuras que se
extienden más allá de la tierra apisonada que identifica en los mapas la
sinuosa pista del aeródromo de Eastchurch, en medio de aquella campiña a medias
salvaje de esta pequeña isla británica, se aprecia de unos cuantos hombres que
visten el uniforme de faena del ejército del Kaiser: los soldados se ocupan en
una tarea que parece más propia del quehacer de un circo que de la rutina
militar, pues conducen dócilmente hacia sus jaulas a unos seres quiméricos que
parecen extraídos de una mitología perturbada por la intromisión de un demente.
Las criaturas parecen obedecer una transmisión que emana de una caja dotada de
un teclado, y no oponen la resistencia que cabría suponer en seres de un
aspecto tan bestial.
Mientras tanto la penumbra va creciendo a pasos agigantados conforme el astro rey desaparece en el horizonte del mismo modo en que una moneda se hunde en la ranura de una máquina tragaperras. De ese modo las sombras de la noche principian su temporal reinado sobre esta tierra que hoy extraña la presencia de la luna sobre el firmamento nocturno.
Pero antes que la oscuridad se apropie por un rato de
esta isla, quiero hablarles un poco del solitario crucificado que hoy ha dejado
su vida colgado de una cruz hecha de cualquier manera. Una proterva letra T
hecha de madera erigida justo a la orilla de la pista como si fuera una especie
de espantapájaros cuya presencia sirviera para recordar a los pilotos de las
aeronaves que despegaran de Eastchurch que la muerte los estaba esperando allá
en el cielo al que estaban acudiendo para guerrear y destruir a sus prójimos.
Ese crucificado es nada menos que Sir George
Summerscale, el héroe destruyó la primera incursión de la Luftstreitkrafte
sobre Inglaterra, lo cual no resulto del todo bien pues las bombas que se
desprendieron de los destruidos triplanos terminaron contaminando el sureste de
Inglaterra, preparando el terreno para una subrepticia invasión germana, que el
antiguo héroe no fue capaz de rechazar cuando luchó contra las huestes de
Stiglitz allá en los túneles que dan hacia los blancos acantilados de Dover.
Ayer fracasó su
último intento para reivindicarse ante sus compatriotas (que son los míos
también), y por eso me doy la tarea de historiar su triste final a manos de los
subordinados del coronel alemán que me ha encargado esta crónica para que, una
vez traducida, sea publicada en Berlín, para mayor gloria suya y del Reich al
que representa en estas comarcas. Ahora aporreó las teclas de mi máquina de
escribir, y ante la mustia luz de un candelabro situado convenientemente voy
llenando de letras el papel.
… Sir George salió de entre las ruinas de su biplano
como un muerto lo haría del interior de su tumba, si esta imagen tan querida
para los románticos y los autores de ficción terrorífica fuera posible en este
mundo donde el hombre ha podido conquistar el aire con máquinas más pesadas que
el aire, como la que tripulaba el antiguo héroe de los tabloides de la City, el
cual resultó derribado por la fuerza de una criatura horrible que parece un
cruce entre hombre, batracio y pulpo, y cuya mera visión perturba mi
pensamiento ante la posibilidad de que la mencionada bestia tenga su origen en
un efecto colateral de esa capacidad científica orientada a la destrucción del
prójimo.
El baronet gira su cabeza y contempla la calamitosa
condición en la que ha quedado la portentosa máquina con la que pretendía
conquistar la gloria. La hélice muerta de su biplano ha salido despedida como
una maldita cuchilla giratoria apenas la máquina tocó el suelo, y que en su
mortal vuelo acabó seccionando las réprobas cabezas de un par de bestias los
suficientemente desdichadas como para ponerse justo en el camino de aquella
cosa asesina que por suerte no mato a nadie plenamente humano antes de estrellarse
contra una colina que terminó absorbiendo toda la potencia cinética de la
hélice de cuatro palas del extinto avión inglés.
En el interín, sir George ha desenfundado un revolver Webley
y se lo ha colocado en la sien, parece que el noble héroe de los tabloides
londinenses está decidido a morir por obra su propia mano, y que ninguna fuerza
humana podrá impedir que ese hombre orgulloso se vaya de este mundo sin pasar
por la humillación de ser capturado por los soldados del oberst
Stiglitz, Su dedo está puesto sobre el gatillo, y en su rostro se puede leer
toda esa gama de emociones contrapuestas que se perciben en quien está a punto
de aplicarse la pena de muerte, pero un tentáculo se extiende más rápido que un
rayo y se enrolla en torno a la muñeca del candidato a suicida, y tira de él
con una fuerza sobrehumana que hace que Sir George abra la mano y suelte el Webley
que le ahorraría todo lo que le iba a pasar luego, si es que el tentáculo le
hubiera permitido darse muerte.
El tentáculo arrastró el cuerpo del baronet a través
de la pista del aeródromo, desgarrando su uniforme de piloto y maltratando su
cuerpo y su rostro sin piedad, como si estuviese cobrando venganza por la
cruenta y reciente muerte de sus congéneres. La violenta escena se me
representó en la mente como un parangón de la humillación que el cuerpo de
Héctor sufrió atado al carro de Aquiles después de haber sido asesinado por el
hijo de Peleo ante las murallas de Troya. Pero sir George no está frente a
ninguna ciudad heroica ni nada de eso, los testigos de su humillación son rudos
soldados de infantería, ulanos montados que miran la escena con la indiferencia
pues están acostumbrados a la violencia, y los ojos de la bestia cuyo tentáculo
lo zarandea como si fuera una especie de juguete en manos de un niño caprichoso
y algo cruel.
De repente el brazo carnoso de la bestia suelta el
cuerpo del infeliz baronet pues ahora no hay peligro de que atente contra su
vida, pues el Webley se encuentra lejos de su alcance, pero el oberst
no se confía y manda a un ulano para que le abra la boca a la fuerza, y revise si el inglés no tiene alguna capsula
de cianuro escondida entre los dientes. La revisión me recuerda el
procedimiento que usaban los dueños de esclavos para estimar el valor de una
pieza de ébano allá en las plantaciones del Brasil, cuando imperaba la
esclavitud en los tiempos del emperador don Pedro.
El examen no revela la presencia de nada raro o
postizo en las encías del prisionero, y el ulano se aleja pues ya su trabajo
está hecho y el oberst ya está enterado del resultado de la pesquisa, acto
seguido ordena colocarle una camisa de fuerza al susodicho, y dos fornidos
soldados de infantería se avienen a ejecutar la tarea lo mejor que pueden, ante
la manifiesta resistencia del baronet que intenta defenderse evitarlo con
empellones y patadas, aunque sus esfuerzos resultan totalmente vanos, y resulta
avasallado por la fuerza que despliegan aquellos gorilas uniformados.
La obra de sus subordinados complace al oberst,
y ahora siente que es su turno de intervenir, y se acerca al prisionero con
aire resuelto, mientras se acerca desenfunda su Luger P08
semiautomática, en ese momento creemos que se encuentra poseído por una furia
homicida que quiere cebarse en el ahora indefenso baronet inglés que se muestra
extrañamente apático, y sin interés por lo que pueda pasarle. o tal vez se
encuentra fingiendo indiferencia ante la adversidad que lo está envolviendo
como la prenda que constriñe el accionar de su cuerpo.
El oberst acerca el cañón de su Luger a
la cara del baronet, y recorre su fisonomía con fruición, como si fuera la
punta de un lápiz plasmando un dibujo sobre un papel en blanco, pero el delgado
cañón de la semiautomática no es precisamente eso, sino un instrumento de la
muerte que se regocija con el miedo de su víctima. Ríos de sudor descienden de
las sienes del aristócrata guerrero, en clara señal de que no es inmune al
temor que produce tener tan cerca de su rostro un arma tan potente como la
afamada Luger fabricada por la Deutsche Waffen und Munitionsfabriken.
Sin embargo, el oberst Stiglitz no tiene
intención de matarlo, más bien vuelve a enfundar la Luger, y ordena a
los soldados que aten al baronet al poste que sostiene la veleta que nos sirve
para averiguar la dirección del viento. Los subordinados despojan al baronet de
la camisa de fuerza y lo dejan con el torso desnudo, expuesto a las frías
miradas de los circunstantes, también se les quitan las botas para hacer mayor
su humillación
El cuerpo del baronet tiembla, pero no creo que
un hombre acostumbrado a la acción le tema al peligro, más bien le atribuyo eso
al frio imperante en el ambiente, y a la falta de una prenda que lo proteja de
la intemperie. El oberst se planta frente al rostro del amarrado, sus
manos sostienen algo que parece una especie de piano en miniatura, y sus dedos
empiezan a pulsar una y otra tecla, aparentemente al azar o tal vez con un
orden y concierto imperceptible para los que asistimos a la escena.
El rostro de sir George permanece tan impasible como
el de cualquiera, mientras el oberst ejecuta su concierto silencioso. De
repente, los ojos del baronet cambian de expresión, y un grito de dolor sale de
su boca cuando un correoso tentáculo se estrella contra su espalda a modo de
azote, para alejarse y volver conforme el oberst va pulsando una tecla y
otra tecla.
Veinte golpes son suficientes para lacerar la espalda
del baronet, la bestia que los propinó esta vestida con una especie de hábito
monacal que incluye una capucha que no deja ver sus rasgos inmundos, pero los
tentáculos si son visibles, y la figura me recuerda mucho a una dibujada en el
antiguo bestiario de Ulises Aldrovandi.
La cruz ya está dispuesta, los caballos de los ulanos
la han arrastrado hasta donde se encuentra el cuerpo del sufriente, al parecer
los golpes que le han propinado los tentáculos de la bestia han doblegado su
orgullo por completo, y el cuerpo que los soldados colocan sobre la cruz es
casi un cadáver el cual revela su condición de ser viviente cuando las puntas
aceradas de las seitengewehr 98 ( bayonetas o cuchillos de carnicero
como les dicen nuestros soldados) atraviesan
de un solo golpe las palmas del del baronet.
El hombre chilla, y se retuerce de dolor, mientras la
sangre brota de las heridas recién abierta en sus palmas, sus atormentadores lo
cogen de las piernas, le colocan los pies lado a lado y le atraviesan los
empeines con la punta de las bayonetas. Los tentáculos de las bestias se
encargan de elevar la cruz donde esta fijado el cuerpo del baronet a una
posición vertical donde todos pueden ver como el héroe sufre e intenta soportar
el inexorable proceso de sofocación que le espera.
Por un rato, los ulanos, los infantes, y los pocos
presos que todavía no han regresado a sus confinamientos en las cárceles
cercanas contemplan la efigie semidesnuda del baronet con los brazos extendidos
como si estuviera clamando al cielo el fin de su sufrimiento constante. El oberst
es consciente de todo eso, y afortunadamente también es un hombre práctico.
Su Reich está en guerra y la misión que lo ha traído a Sheppey va más allá que
infligirle dolor a un hombre ya vencido y humillado hasta el hartazgo. Además,
es necesario empezar a armar los dirigibles que pronto partirán hacia Londres
desde esta base capturada.
Por eso ordena a los ulanos que arrojen sus speere
(lanzas) contra el cuerpo del crucificado. Los lanceros tienen buena puntería y
pronto los pequeños banderines que adornan las puntas de aquellas armas flamean
desde distintas posiciones del ya inerte torso del baronet. John Bull ha
muerto.
Una narración cruel de una lucha por dominar el mundo. Se centra en la mente del lider y su ambiente futurista ofrece un atractivo muy singular al lector.
ResponderEliminarBrutal, si no es el final de la serie pues el destino de Sir George es tan bien narrado como crudo en acción.
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