jueves, 30 de abril de 2020

LOS HOMBRES AZULES

El ruido del altavoz nos despierta indicándonos que otro día ha comenzado; de pronto aquella ominosa verdad se hace tangible cuando el alcaide vocifera una y otra vez que nos pongamos de pie. A continuación los acólitos que le siguen penetran atropelladamente en nuestro dormitorio con la intención de retirar las frazadas que todavía cubren los cuerpos de aquellos que permanecen acostados. Ciertamente la  amenaza de recibir un latigazo consigue despabilar por completo a esa pequeña fracción de reticentes que se han negado a abandonar sus camas .
Mientras tanto, los que obedecieron la orden abandonan el dormitorio para encaminarse hacia el recinto de las duchas, y de esta manera mis compañeros y yo comenzamos a recorrer el largo pasadizo que comunica ambos recintos. Y como para agobiarnos más, se nos ordena guardar silencio mientras dure el trayecto, no es necesario que la orden se repita pues si alguien se atreviese a quebrantarla sería enviado algunos días a uno de los tantos cepos que tiene esta prisión, por tanto a nadie extraña que la evocación de esta posibilidad disminuya las ganas de charlar que puedan existir  entre nosotros. En vez de eso preferimos imaginar lo que ocurrirá después que salgamos del recinto dedicado a la higiene. Quince minutos después levanto mi mirada para encontrarme con un minúsculo destello carmesí que nos indica que las duchas se encuentran desocupadas, entonces las puertas se abren y la luz deja de emitir su parpadeo hipnótico, mientras un grupo de ancianos, como nosotros ,emergen del interior ostentando sobre sus cuerpos el ominoso sambenito azul que señala su condición de sociópatas. Ellos han efectuado la primera ablución del día, y se disponen a encaminarse al refectorio; sin mayor expectativa contemplo su monótono transitar que es dirigido por la imperiosa voz del acólito que los conduce. Envueltos en un silencio, ciertamente macabro, nuestros predecesores desaparecen, eclipsados por el recodo que empalma este pasadizo con el siguiente.
Ahora la voz del alcaide nos conmina a despojarnos de los piyamas que vestimos, y la orden nos parece tan perentoria que nadie se atreve a desoírla, en un santiamén nos encontramos tan desnudos como recién nacidos, y nuestra indumentaria yace en el suelo formando un montón irregular cuyo centro es un individuo apergaminado por la desnutrición y la edad. Como suele ocurrir, la visión de la magra anatomía de mis colegas suscita una oleada de burlas entre los acólitos que forman parte del séquito del alcaide; a pesar de la crueldad de sus risas no siento el más mínimo rencor hacia aquellos jovenzuelos cuya educación ha sido orientada a establecer un profundo abismo entre su condición y la nuestra, como lo demuestra toda esa parafernalia intimidatoria que llevan encima.
 Inesperadamente sus insultos se acallan contenidos por la autoritaria voz del alcaide, basta un solo gesto de la autoridad para al siguiente paso del ritual que nos ocupa. Ahora se nos ordena franquear el umbral de recinto donde están las duchas, dócilmente nuestro grupo obedece y se distribuye según su antojo entre los límites de aquellas paredes enlosadas. Luego, las puertas se cierran y nos quedamos a solas, aunque sabemos que seguimos a disposición de lo que se le ocurra a la mente del omnímodo alcaide de esta prisión .De pronto, una hilera de mangueras monstruosas, semejantes a gusanos, emergen de una serie de orificios excavados en las paredes del recinto, y el terror que inspiran aquellas cosas se hace patente pues se agitan de arriba hacia abajo como si estuvieran dotadas de vida. En eso, la fila de mangueras se endereza bruscamente, apuntando contra la masa desnuda que somos, mientras chorros de agua gélida nos arremeten con la fiereza de un géiser desencadenado.
 La embestida inicial consigue derribar a quienes se encontraban más cerca del alcance de las mangueras, una segunda andanada vence la resistencia de los que habían conseguido mantenerse en pie, y así las andanadas continuaron hasta que una pálida alfombra de cuerpos vetustos se extendió sobre el aséptico suelo del recinto, semejando ser las víctimas de una batalla demasiado cruenta. Solo en ese instante, las mangueras que nos acosaban detuvieron su chubasco ocultándose detrás de las paredes. Y aunque el primer suplicio del día ha pasado, las puertas de este lugar continúan cerradas ¿Acaso el alcaide ha introducido una variante dentro de su esquema de tortura?, de hecho la experiencia sobre estas cosas me lleva a suponer que así debe ser, pues de otra forma ya nos encontraríamos camino al refectorio. Ahora que las cosas se han calmado, la mayoría de mis camaradas ha podido incorporarse y me atrevo a conjeturar sobre lo que nos espera más tarde.
De repente, un violento remezón sacude el recinto, y todo se pone a temblar; la mayoría de mis camaradas vocifera aterrada ante la posibilidad de quedar atrapado en este lugar demasiado pequeño, mientras algunos empiezan a farfullar alguna olvidada plegaria aprendida durante su lejana infancia. Entonces, el suelo que pisamos se abrió convirtiéndose en una especie de pozo sin fondo, y algo parecido a un cubo emergió de aquella oquedad ante nuestro asombro. A continuación la sección frontal del mismo empezó a abrirse, descubriéndonos su funesto contenido. Instintivamente nos damos la vuelta como si quisiéramos pasar por el alto el momento que se avecina, pero la alternativa resulta ilusoria: el espacio es demasiado corto para encontrar un refugio seguro contra la furiosa acometida de los acólitos que han surgido, en tropel, del cubo con las armas en ristre y dispuestos a asesinar a cuantos pudieran.
Los acólitos abren fuego en un alarde del poder que tienen sobre gente como nosotros, y la descarga se cobra varias víctimas, cuyos cuerpos empiezan a volatilizarse por efecto de la radiación que emana ahora emana del suelo. Los que sobrevivimos, recibimos la orden de ingresar al cubo, y vestir el infamante uniforme azul que indica nuestra condición de sociópatas. Cuando no queda ningún recluso desnudo, los acólitos se acogen al amparo del extraño vehículo que los transporta, el cual vuelve a recuperar su condición hermética, recordándonos por enésima vez que vivimos encerrados. Y el cubo se hunde en el subsuelo, produciéndonos la increíble sensación de estar cayendo a través de un abismo sin fin; mientras dura el viaje, una micropantalla se desprende de una de las paredes del cubo anunciándonos que pronto recibiremos un mensaje del alcaide, luego de unos instantes la pantalla nos muestra la ceñuda fisonomía de aquel hombre, de mirada torva que parece meditar el efecto que tendrán sus palabras sobre la treintena de hombres que han logrado sobrevivir a la matanza que dispuso.
Tal como lo suponía, el alcaide nos revela algo que no produjo ninguna muestra de alivio entre nosotros: ocurre que no están llevando fuera de la prisión en la que hemos permanecido desde que perdimos la autoridad que ejercíamos sobre este país, o para decirlo más explícitamente: nuestro destino es el corazón de la ciudad que gobernamos antaño. A mi entender, esta variación de la rutina constituye un signo más de la crueldad de aquel hombre que ahora frunce el ojo sobre el cual lleva ese monóculo, que parece servirle para escudriñarnos como si fuésemos alguna especie de microbio. Al rato, la micropantalla se ha replegado, y la travesía continúa sin más interrupciones. El cubo vuelve a emerger del subsuelo, mientras sus puertas se abren de par en par. Ahora los acólitos que nos custodian nos ordenan que descendamos. De manera obediente, mis colegas y yo ponemos pie entierra y nos encontramos con un paisaje desacostumbrado para quienes han vivido años en confinamiento. Nos encontramos sobre una avenida cubierta de malezas que le otorgan un aspecto agreste, hacia los flancos de la vía se divisa una mole de edificios dañados por obra de la guerra civil, y que sirve de albergue a las tribus de apátridas que le dieron la espalda a eso que solíamos llamar identidad. Más lejos, se perfila la enmarañada alambrada que rodea la plaza donde se hallan los antiguos edificios gubernamentales. La avenida donde estamos carece de faroles, y solo la luz de la luna se encarga de iluminar el lugar confiriéndole un aspecto de sordidez espectral, que puede inspirar temor entre aquellos que lo observen por primera vez, como es nuestro caso; sin embargo, los moradores del lugar parecen estar acostumbrados a esa penumbra, y más bien se sienten poseídos por la maligna curiosidad de saber quiénes son los hombres que invadido sus dominios; como era de esperar un concierto de ladrido anuncia nuestro arribo, añadiendo más miedo al miedo que ya sentimos. Sin embargo, los acólitos no tuercen el rumbo de la obediente fila que conducen, y al parecer su intención es enfrentarnos con aquellos apátridas que antaño fueron nuestros súbditos, tal vez exista un acuerdo entre los que habitan estas ruinas y los que nos guían para darnos muerte. De golpe, siento que el valor vuelve a mí y doy un grito de alarma para despertar el embotado instinto de supervivencia en quienes me acompañan, pero veo que es demasiado tarde. Los apátridas ya nos reconocieron, y han soltado sus canes contra la desvalida hueste azul dela que soy parte. La cacería ha comenzado, engendrando una andanada de gritos y lamentos que desgarraría los oídos de un ser piadoso, pero no creo que haya nadie así entre la turba que azuza a sus perros contra nosotros.
A mí alrededor sigue desarrollándose el aperreamiento ante la expectativa de los apátridas que se entretienen apostando en cuanto tiempo la mandíbula de un can puede destrozar con un hombre azul. Y así, todos mis compañeros perecen destrozados por la poderosa dentadura de aquellas dentaduras sin intentar siquiera defenderse, casi como si estuvieran esperando el momento de entregar lo poco de vida que les quedaba en el cuerpo .Ahora un circulo de cancerberos me rodean ansiosas de probar mi carne vestida con este malogrado ropaje azul, al cabo de unos segundos ya no será necesario correr, ni hacer nada para preservar mi vida ; sin embargo es cierto que algo extraño está ocurriendo con mi cuerpo, y no tiene nada que ver con el dolor de las mordidas de esos animales horribles; de repente me siento más torpe de lo que soy, y termino desplomándome sobre el suelo, mientras el mundo se torna oscuro y despoblado de bestias amenazantes .Cuando vuelvo en sí, me doy cuenta que me encuentro vivo, y que esto sentado ante la prolija mesa que adorna el refectorio. Lo extraño del caso es que soy el único presente en el aposento, y que no tengo frente a mí la exigua ración de alimento que me corresponde, sino un ordenador portátil que parece invitarme a expresarme después de tantos años de silencio. La oportunidad es demasiado tentadora para dejarla pasar, y me animo asentarme para elaborar un esbozo de lo que fueron los primeros años de mi confinamiento .Cierro los ojos para imaginar aquel momento pretérito, en el que todo parecía menos ominoso para la gente como yo; pero la tarea es laboriosa, y a menudo me exige detenerme para encontrar un adjetivo que consiga rememorar la patética locura que me poseyó entonces. Paulatinamente la pantalla empieza a recoger, con docilidad, las palabras que voy pronunciando, dándole forma escrita a mis recuerdos en voz alta. De repente, el alcaide aparece en el refectorio, y se dirige hacia mí para ordenarme que le ceda el lugar que ocupaba mientras dictaba mis recuerdos al ordenador. No hago más que obedecer, y ahora el alcaide se encuentra sentado ante la pantalla, ocupado en leer lo que he dictado.
              “FECHADO EN EL AÑO XXII DE LA ERA DEL CAUDILLO”
 “Y aconteció que después de un año después de la caída de la República, el Caudillo de los Acólitos dispuso que los miembros de mi gabinete y yo fuéramos encerrados en el mismo Palacio desde el cual gobernábamos esta nación, cuando todavía este concepto era comprendido por la mayoría de los aquí presentes”.
“Ahora el palacio parece un manicomio, o una sucursal del limbo donde el tiempo transcurre atravesándote con la dureza de un cuchillo bien afilado”
“He tropezado con uno de los reclusos más singulares que deambulan por este lugar; se trata de un hombrecillo achinado, y entrado en años que me mira fijamente como si deseara destruirme, y tal vez sea así pues ha decidido avanzar sin considerar mi presencia. Con suma precaución, me hago a un lado para que el oriental pase, este lo hace e irrumpe dentro del presidio, perdiéndose entre la penumbra del pasadizo con la intención de agredir a quienes se atrevan a cuestionar las bondades de su gestión ministerial.”
 “Mientras tanto, continuo mi camino hacia el exterior, y me detengo a la vera de uno de los jardines que todavía rodean al palacio , pues acabo de reconocer a una pareja de prominentes ex ministros, sentada sobre el crecido césped del jardín, dedicados a disputar una demencial partida de ajedrez, en la que las reglas del juego han sido suprimidas pues ahora las piezas son arrojados, cual dardos, de un extremo al otro del tablero, con el evidente propósito de tocar el cuerpo del oponente.” “Y así aquellos orates blanden cualquier trebejo para arrojarlo contra su rival, imaginando que aquella pieza contenía alguna clase de fuerza aniquiladora capaz de disminuir la resistencia del otro. De esta manera, cada golpe acertado se constituye en una espantosa afrenta para el que lo recibe.”
“Cuando la partida concluye, pues todas las piezas han sido arrojadas, ambos contendientes prorrumpen en carcajadas espoleadas por la extraña emoción que los embaraza. Luego, la contienda se reanuda, con los colores cambiados, hasta que la llegada del ocaso impide la reiteración de aquella partida absurda”
“Después de pasar revista a todo esto se me ocurre que la autodestrucción es la única manera de evitar que ellos consigan anularnos. Con ese propósito me acerco a la ominosa alambrada que rodea todo el perímetro del palacio. La visión de aquella alambrada me ha despertado el incipiente deseo de trepar esas alambradas para acabar con el absurdo que ahora es mi vida; pero no me atrevo a dar ese paso tan radical. Me he habituado demasiado a la vida para atreverme a inmolarme.”
El alcaide ha terminado la lectura visiblemente molesto, resulta evidente para el no soy más que un estorbo al que su lógica le aconseja eliminar de una vez por todas después de tantos años. Sin mediar palabra, arroja la silla al suelo y se vuelve hacia con la pistola desenfundada; de inmediato extiende su brazo, y aprieta el gatillo. Y el ruido de aquel disparo se convierte en la última percepción consciente en mi vida de convicto.


CAMALEONES

Detesto francamente los ruidos, pues creo que su sola irrupción es capaz de desencadenar las peores catástrofes imaginables. Sé que resulta difícil evitarlos pues no controlo el origen de todas sus fuentes potenciales, además algunas de ellas se encuentras fuera del espacio acotado al que otorgo el nombre de " hogar" ; sin embargo hago lo posible para que dentro de mi territorio los ruidos fuertes se produzcan en menor medida.
Pero el viento se ha empeñado en contrariar mis propósitos, no sé si conscientemente o fruto de un simple capricho existencial, porque aunque ustedes crean que estoy loco, creo que el viento tiene voluntad, y pensamiento propio. Lo sé porque me he dado cuenta de que pretende invadir el espacio que ocupo yo y todas las cosas que me dan sustancia y definen mi personalidad. El viento me ha declarado la guerra, y su esfuerzo me consta pues se da en cada portazo que estremece el ambiente es una batalla ganada; el preludio de una pesadilla que francamente me desquicia y me induce a temerle a todo lo que está aquí dentro, hasta que el ruido se acalla, y el silencio vuelve; aunque siempre tengo la sensación que algo extraño ha quedado ahí, mimetizado en el ambiente como si una plaga de camaleones invisibles se hubiera introducido subrepticiamente; luego me convierto en detective pero no encuentro absolutamente nada más que los acostumbrados bichos domésticos que acompañan al homo sapiens en su travesía doméstica : es decir arañas y cucarachas.
El asedio del viento es paciente, y pasó los días meditando formas de evitar que las puertas se abran repentinamente, y todos mis métodos fracasan estrepitosamente mermando mi ánimo, pero es difícil apartarse de la rutina y continuo haciendo lo mismo para mantener la cordura y creerme que sigo en la brega.
Un día las cuatro puertas de mi habitáculo se abrieron al unísono, y cuatro ráfagas de viento entraron impetuosamente y coparon todo el espacio que he intentado defender infructuosamente durante todo este tiempo. El ruido que hicieron al cerrarse fue colosal y tan estruendoso que mi cabeza entró en órbita y pude ver cosas que no había visto antes.
 Ahora sé que no estoy solo; que, en realidad, jamás lo estuve, ellos estuvieron esperando ese momento para abrir todos los diques de mi locura ; me encuentro rodeado por cuatro formas de aspecto gelatinoso y contorneados por una serie de pequeños cilios palpitantes.Su cuerpo es irregular y cambiante, como láminas de agua al compás de la marea, son demonios del viento gestados a base de música y miedo, semillas infernales crecidas en el campo de la desazón. Ninguna es distinta de la otra, tan sólo son un nauseabundo horror multiplicado por cuatro, que ahora se yerguen y se aproximan lentamente , con sus torpes masas despojadas de su disfraz mimético, y con la misma avidez por devorarme para dar  fin a mis inmediatos pavores.

miércoles, 29 de abril de 2020

XENON EMPERADOR

Xenón penetró en su salón dorado con paso vacilante, cansino, sus ojos buscaban un trono cuya forma no alcanzaba a distinguir entre la abigarrada decoración del salón. Los signos de la senectud empezaban a aflorar de nuevo, estaba desahuciado y no le complacía saberlo, su fallecimiento se aproximaba, lo presentía, casi temía que ocurriese de repente.
Por tanto su mente no podía deshacerse de ese tenaz aferramiento a la vida, inherente a todos los mortales puestos en el trance de morir. Sin embargo, en buena lógica, su pensamiento era incongruente con su condición imperial pues su reinado era prestado. Pero había renacido tantas veces que en su mente se agitaba un barrunto de identidad que vinculaba débilmente su memoria de todas las réplicas precedentes. El Xenón actual era un clon , cuya vitalidad estaba menguando, como debía ser, para dar paso a una nueva copia genética, otro Xenón remozado y vigoroso que había esperado la obsolescencia del otro para ocupar el trono tal como lo habían hecho generaciones de clones durante el largo  milenio  transcurrido desde la instauración del régimen.
Desde su primera muerte Xenón acarreaba el recuerdo de una gran melancolía. Con él había fenecido una época que ayudó a construir. ¿Qué habría sido del país si Xenón, y sus adictos, no hubieran terminado con el caos democrático? Xenón había vislumbrado una senda feliz que trascendía las limitaciones a que estaba sujeto un presidente encumbrado al poder gracias a la publicidad persuasiva.
 ¡ Elecciones!, Ese procedimiento azaroso y cuasi deportivo no garantizaba que el candidato idóneo fuera el elegido. La tortuosa política de las alianzas y contralianzas producían verdaderos abortos que su sensibilidad cívica no podía tolerar. La horrorosa corrupción que había engendrado aquel régimen le indujo a derrocarlo sustituyéndolo por esta monarquía sempiterna que su ciencia le había sugerido. Al principio Xenón tuvo que condescender con la oposición interna, todavía devota de las formas republicanas, pero pronto advirtió que sólo su vocación para el caudillaje podía encaminarse mejor bajo un sistema imperial estructurado mesiánicamente.
Según esta doctrina el emperador concentraba todo el poder real sin confiar en las veleidades de un parlamento opositor. El papel de los mandos tradicionales, léase ejército y policía, quedaba reducido a mantener la disciplina interna, y evitar las conspiraciones. Por otro lado la burocracia civil fue condicionada con una sutil mixtura de ciencia, ética y religión. Al clásico juramento de lealtad se le unió una insistente prédica sobre la infalibilidad de los juicios del emperador, dotado, según los catecismos de uno de los atributos inherentes a la divinidad: la inmortalidad. Una vez instruido en esta fe cualquier funcionario de cierta jerarquía tenía que someterse a una operación que haría su mente accesible a la interfaz maestra que el emperador portaba en su corteza cerebral. Este artefacto permitía una comunicación casi telepática entre Xenón y sus súbditos más allegados. Así no existían incógnitas para el emperador, y todas las memorias importantes del país estaban a su disposición cuando deseara consultarlas. Y si era necesario cualquier terror subyacente podía ser despertado cuando se advirtieran signos de rebeldía en el súbdito implantado.
Esta estrategia era casi perfecta, y podía considerarse feliz por haberla ideado, sin embargo la clave de su poder encerraba una paradoja. Sobre la que siempre había cavilado. Después de cada fallecimiento, el receptáculo de su alma, la interfaz, tenía que ser removida de su cadáver anterior para dotar al nuevo duplicado del poder que le investía como Xenón, emperador. Durante el interregno que existía entre ambas operaciones los conspiradores podrían actuar. Pero ¿acaso mil años de tiranía no habían domesticado a las masas? Era descabellado suponer que alguien se opusiera a la reiteración de su poder, no cabía en la imaginación de nadie la idea de un país sin la presencia del emperador
Xenón mismo confiaba en la obsecuencia de los cirujanos que realizarían la operación, empero esta confianza era un residuo de un hábito de gobernar que estaba desapareciendo junto con todas las cosas de este mundo que ahora fluía hacia la quietud del sueño. En su carne sentía una blanda inercia que le arrebataba el vigor de la vida. Ahora su visión aparecía cribada por vastos agujeros que obstruían la percepción de los objetos que lo rodeaban. La imagen integra se estaba trasmutando en un vacío oscuro que se alimentaba de la memoria que lo estaba dejando. Poco a poco se  estaba convirtiendo en una estatua pétrea, sin pulso. La muerte estaba ocurriendo demasiado pronto, justo cuando la nostalgia le llevó a buscar su trono por última vez. Ahora invadido por la inconsciencia, dejo de percibir la realidad, y no supo más del mundo que había erigido a su alrededor
Xenón había fenecido, era un cuerpo deshabitado, sentado en un trono áureo que era el único vestigio de su persona y su rango. Su muerte había ocurrido de manera tan fortuita y solitaria que ninguno de los lacayos que lo servían se enteró. 
Nadie había advertido el intenso pulsar de la interfaz del emperador. Estaba claro que la decodificación de la señal había sido interceptada por los conspiradores. Ellos también sabían del secreto terror que atribulaba al emperador, y se habían decidido a proceder destruyendo el último vínculo de comunicación que existía entre los súbditos y su patriarcal amo. Xenón, era ahora, un cadáver más esperando su diferida inhumación

EL PREDICADOR.


El Predicador penetró en la urbe envuelto en un cauto silencio que parecía adherido a su condición de hombre errante; la causa que originaba su discreción podía atribuirse a las desagradables experiencias que había tenido con los Vigilantes, sin duda aquellos incidentes lo habían transformado en un hombre taciturno que antes de manifestarse observaba atentamente las condiciones que imperaban a su alrededor antes de iniciar su prédica, pues no deseaba que se repitieran las desagradables circunstancias que le habían convertido en un proscrito, señalado por intentar transmitir el fragmento de verdad que llevaba consigo. Sin embargo, a pesar del tiempo transcurrido su memoria todavía conservaba las imágenes de aquel episodio terrible que casi le cuesta la vida: todo había ocurrido durante una noche de plenilunio, semejante a esta, justo en el momento en el que sus dotes oratorias habían conseguido reunir una buena cantidad de prosélitos potenciales.
Para su desgracia un vigilante aeromóvil termino descubriendo aquella aglomeración clandestina, y descendió en picado del cielo nocturno para poner orden en las cosas de la tierra. La aparición de aquella nave ahuyentó a su auditorio, y pronto el vacío se hizo a su alrededor, entonces una pareja de Vigilantes enmascarados emergió del aeromóvil y avanzó impetuosamente hacia el con la intención de aprehenderlo, y aunque el Predicador intentó refugiarse entre los frondosos árboles de un parque cercano, no consiguió hacerlo y resultó alcanzado por una andanada de proyectiles incapacitantes disparados por la pareja de Vigilantes que lo había ubicado.
 En ese momento sintió como su cuerpo iba languideciendo hasta quedar completamente quieto, los Vigilantes se acercaron y lo transportaron en vilo hacia el interior del aeromóvil que esperaba el momento para volver a despegar. Cuando estuvo adentro, la conciencia volvió a él por momentos, y percibió la respiración entrecortada de los otros detenidos; de cada uno de ellos emanaba cierta desesperación ante la inminencia del encierro, y los frecuentes interrogatorios que pretendían establecer la culpabilidad del acusado, pero los Vigilantes no le habían deparado ese destino.
Y en aquel instante una venda cubrió sus ojos anulando momentáneamente su percepción del mundo exterior; a continuación una leve conmociona agito su cuerpo maniatado mientras el aeromóvil volvía a aterrizar sobre una de las tantas playas que la naturaleza había desparramado por estos lares. Entonces, el Vigilante que estaba a su lado  le arranco la venda conminándole, al mismo tiempo, para que empezara a despabilarse, y el ruido provocado por las olas que se acercaban a la playa se hizo más violento y tangible. Se hallaban cerca del mar, y pronto él se encontraría bajo las aguas del océano, porque la pareja de Vigilantes que lo tenía sujeto le obligó a sumergir la cabeza bajo aquel líquido salobre que empezaba a penetrar insidiosamente a través de sus fosas nasales.
 Realmente soportar todo aquello significaba una prueba que estaba obligado a pasar si deseaba seguir viviendo pues su cuerpo había sido  adiestrado para imitar la apariencia de la muerte, de ese modo consiguió  engañar a los Vigilantes encargados de torturarlo, quienes amedrentados por su aparente deceso arrojaron su cadáver a las frías aguas del océano. El Predicador esperó pacientemente a que el aeromóvil se alejase lo suficiente hasta convertirse en un punto brillante más del cielo, para emerger de las aguas y encaminarse nuevamente hacia los dominios dela urbe cuya policía lo había tratado con tanta vesania. Desde el cielo, y casi perdido entre el diminuto fulgor de las estrellas, las toberas del aeromóvil parecieron emitir un tímido guiño de sorpresa ante aquella inexplicable resurrección.
Y ahora volvía a recorrer las avenidas de esta urbe escudriñando, con cierta desconfianza, aquella masa de rostros heterogéneos, pálidos, cobrizos y aceitunados que llenaban todos los ámbitos de la ciudad con el rumor de su conversación. Aquel abigarrado mestizaje, característico de esta parte del mundo, le recordó la complejidad de su tarea, pues debía dirigirse a personas que pertenecían a un mundo monolítico que carecía de contradicciones. 
En aquel momento, el Predicador decidió detenerse para iniciar nuevamente su labor de adoctrinamiento, pues había sentido que la verdad que habitaba en su mente empezaba a aflorar, y precisaba comunicársela a todos los humanos capaces de entenderla; sin embargo la indiferente acogida de los circunstantes modero su ímpetu, pero era necesario no amilanarse y seguir adelante para transmitir su conocimiento acumulado a esa turba de cráneos rapados que lo miraban como si fuera una entidad extraña al mundo en el cual vivian. Definitivamente aquel argumento basto para convencerlo de que era imperioso ponerse a predicar de nuevo.
Eligió para tal fin lo que su memoria recordaba con el arcaico nombre de Casa de la Cultura, el solar que ocupaba aquella fenecida construcción se presentaba ante sus ojos como una palpable ruina colocada en medio de un océano de arquitectura vanguardista. Para los citadinos aquel terreno rememoraba un episodio de la Gran Revuelta contra el Estado durante la cual el paroxismo de la turba había destruido los jardines que rodeaban la antigua casona en su pretensión de arrancar las placas conmemoratorias de los pedestales que sostenían aquellos bustos inertes que miraban al infinito.
 Después aquellos vándalos habían procedido a desfigurar los retratos de los arquetipos de la cultura académica: una hoguera había oscurecido el abigarrado mural que presidia la explanada donde se efectuaban las ceremonias protocolares dejando sobre la pared la sinuosa huella del fuego que había incinerado todos los libros arrancados de las bibliotecas de la ciudad. Mientras hacían esto, el cabecilla de los inquisidores había proferido palabras despectivas para justificar la dureza de su acción: “Los libros-decía el-solo sirven para conservar el pensamiento de un individuo embelesado por sus propias utopías. Por tanto consideramos nocivo para la sociedad en general que un ciego quiera ponerse a la cabeza de un rebaño de gente tan ciega como el “
En su fuero interno, el Predicador concedía un poco de razón a este argumento, pese a la cantidad de años que habían transcurrido desde el triunfo de la Gran Revuelta; ahora se vivía en una época en la que las teorías de antaño se habían simplificado para ponerse al alcance de la masa que acudía en tropel a las terminales de navegación que la Criptarquia había puesto a disposición de todos para modelar la conciencia de sus súbditos. El propósito de esta medida era evitar el afloramiento de pensamientos díscolos ente aquella generación nacida bajo su férula, así sentados ante la holopantalla los cráneos rapados podían confirmar, sirviéndose de los datos en línea, una imagen convincente de la estabilidad del sistema que habían surgido después dela Revuelta, es más parecía que aquellas mentes inexpertas solo anhelaban permanecer en esa burbuja de inmediatez que eludía el cuestionamiento de aquel éxtasis casi permanente. Viendo las cosas desde esta perspectiva, era evidente que el abismo que divorciaba a la especie humana de la información que la hacía libre se había hecho más profundo.
Y ahora mismo, el Predicador se encontraba un tanto avergonzado de contemplar los alardes eróticos de los cráneos rapados a los que pretendía dirigir su mensaje; realmente aquellos hombres parecían más preocupados en organizar su próxima orgia que en prestar atención a las palabras del anciano que se había puesto ante ellos como si pretendiera convencerlos de algo que estaba fuera de su entendimiento .Pese a todo, el Predicador se animó a pronunciar las primeras palabras de su discurso: “La gran Utopía de los pensadores del pasado radicó en propiciar la instauración de una sociedad justa apelando a la modificación del equilibrio político a favor de los estratos más bajos de la pirámide social. Y aunque, en la actualidad, las tensiones han desaparecido sustituidas por esta seductora ilusión de sensualidad en la que viven me dirijo a ustedes para revelarles que todo no es más que una ficción hábilmente urdida por ese Estado al que les enseñaron a aborrecer, y que todavía maneja el hilo de sus existencias desde la sombra. Deben saber que simplemente la autoridad ha mutado asumiendo una forma menos evidente, de acuerdo a los tiempos que se viven; pero su intención sigue siendo la misma que perseguía en el pasado: perpetuarse en el manejo de esta realidad sirviéndose de un sutil mecanismo de coacción…”
Mientras hablaba el Predicador sentía que sus palabras lo estaban transformando en el catedrático que había sido antes de que la Gran Revuelta destruyera enteramente los cimientos del antiguo sistema educativo, sin embargo lo que más lo emocionaba era suponer que su prédica podría dar fruto en las mentes de aquel rebaño semidesnudo de hombres y mujeres que lo miraban con curiosidad. Y aunque no podía afirmarlo, la enigmática expresión de sus rostros pareció indicar que algo estaba ocurriendo dentro de sus mentes, en ese momento el Predicador quiso encontrar un adjetivo lo suficientemente versátil que reflejara la emoción del triunfo que sentía venir después de años de fracasos. La longitud del suspenso le produjo, a su vez, una enorme turbación que no pudo disimular pese a que, en apariencia, se encontraba concentrado en lo que estaba diciendo.
De manera inesperada, advirtió que los sonidos de las palabras que estaba pronunciando no eran percibidas por su oído ni por nadie más, y empezó a desesperarse pues entendió que los malditos Vigilantes estaban estropeando su capacidad para transmitir su pensamiento pues ahora toda la zona donde se enclavaba la ruina se había convertido en un lugar silencioso por obra de los Vigilantes que lo monitoreaban desde las sombras .La sensación de peligro le aconsejó que se dispusiera a huir, pero sus reflejos no fueron lo suficientemente agudos para hacerlo, pues de nuevo sintió como su cuerpo volvía a adormecerse por obra de los proyectiles lanzados por algún francotirador vigilante .Cuando volvió en sí, se encontró nuevamente en el interior de otro aeromóvil, y por la conversaciones que alcanzó a escuchar se había enterado que le esperaba un destino ciertamente horrible, pues el Coordinador de los Vigilantes no solía perdonar a quien se atrevía a poner en ridículo a sus hombres; sin embargo nada de eso le importaba pues sabía que lo estaban llevando directamente a la cámara de incineración. Había advertido de que su pensamiento se hallaba desfasado en este mundo adicto a las comunicaciones mediáticas; jamás encontraría ninguna mente dispuesta a escucharlo, incluso los Vigilantes que lo rodeaban estaban condicionados para admitir como un dogma la senda rigurosamente vertical que la Criptarquia había diseñado para alejarlos delos discursos de pensadores del milenio anterior.

jueves, 16 de abril de 2020

LOS APATRIDAS.


Es viernes aquí debajo del domo, y por coincidencia es el día de mi cumpleaños; para mi desdicha la computadora que me acompaña durante mi encierro ha puesto esa estúpida canción del “Happy birthday to you ”, con la intención de producirme nostalgia hacia una lejana infancia que ya olvide por completo. Sin embargo, lo único que consigue esa melodía es aumentar la aversión que siento hacia aquella máquina, en este momento deploro que este maldito ordenador sea el único medio disponible para comunicarme con el exterior, pues si no tuviera esa función hace rato que me hubiera deshecho de él arrojándolo por el ducto que transporta los desperdicios que produzco a diario.
Influido por esa imagen me acerco a los monitores que me rodean por doquier, mostrándome la visión de la heterogénea acumulación de residuos que bordea los contornos de la urbe cupulada, la imagen sugiere un fugaz vislumbre de aquel ambiente sometido a la radiación del sol enloquecido, y esa visión siniestra me conturba haciéndome recordar las lecciones de historia que recibo cada noche mediante un proceso hipnopédico que se asemeja a una especie de confidencia susurrada al vacío: “ Hoy, cinco siglos después de la desaparición de la capa de ozono, continuamos padeciendo los efectos que semejante perdida trajo a nuestro planeta. Precisamente el domo que protege a nuestra ciudad se erigió con el propósito de preservar la vida de todas las criaturas vivientes que lograron escapar de las inundaciones que se abatieron sobre las costas de los antiguos continentes…”
Estas palabras son suficientes, no es necesario recordar el resto de la historia; cualquiera sabe que afuera del domo impera la asfixia, producida por los gases venenosos que polucionan la atmósfera, y que resulta imposible transitar por aquellas zonas si no se tiene la protección de una escafandra, que no puedo pagar por falta de crédito y de buenos antecedentes que avalen la autorización para usarla.
Todo esto me recuerda que, por ahora, no puedo salir del campo de fuerza que limita mi paso hacia el resto de la casa. ¿Qué puedo hacer entonces?, estoy seguro que no podre seguir soportando la canción que ahora invade el aire, y que me proporciona un momento de alegría que no deseo, pero que la Oligarquía proporciona a sus súbditos para evitar la expansión del desaliento entre todos sus súbditos, aunque estos permanezcan exiliados dentro de sus casas, pese a ser mayores de edad.
Personalmente me disgusta tener un onomástico, es decir, una fecha de inicio que necesariamente prefigura mi fin. Claro está que podría consolarme diciéndome que mis tres décadas de vida cumplidas merecen celebrarse acudiendo al casco de inducción que, por ahora, permanece ocioso sobre la consola de mi ordenador. Y aunque se, por experiencia, que aquella virtualidad resultaría grata para mis sentidos, me digo que recurrir a ese placebo me excluiría todavía más del curso de la realidad. Y no tengo el temple de Harry Haller para continuar por aquella senda.
Estoy convencido de que, a estas alturas de mi vida, preciso de alguien que sepa escucharme, que sea capaz de sostener una conversación coherente bajo el peso de esta horrible angustia alojada en el cerebro. Solo así, creo, conseguiré exorcizar al Asphix que me ronda a diario, pues la práctica del dialogo alivia, distrae, y sobre todo aleja, la tentación del suicidio.
Casi por inercia recuerdo el nick de alguien, una exiliada femenina claro está, y la emoción me impele a decirle al ordenador que silencie la difusión de aquella melodía odiosa para mí. Y el silencio aparece como ordenado por el mismo dios, ahora me acerco al teclado, y digito con vehemencia las letras que componen aquel seudónimo. Luego aquellos signos aparecen sobre la pantalla, semejando una fulgida procesión que le otorga una esperanza a mi soledad, cuando el ordenador me indica que el mensaje se ha enviado.
De pronto, la espera encoge mi corazón , pues esta vez no deseo ser rechazado; con lentitud, debido a la deficiencia de las comunicaciones con otras ciudades cupuladas, la conexión empieza a establecerse, pues ella ha aceptado mi invitación Unos segundos después su imagen se me presenta llenando por entero la pantalla de mi ordenador.
Se trata de Cleo, una mujer joven, a la que conocí justo por la época en la cual la Oligarquía considero necesario exiliarme por mi actitud antisocial, y que se interesó en mí precisamente por ese rasgo de mi personalidad. Tanto Cleo como yo, gustábamos de pasar el tiempo entablando conversaciones etéreas, y esa preferencia le valió ser exiliada cuando la evidencio demasiado. Después de siete años de exilio, Cleo todavía conserva incólume la gracia de su primera juventud, pues tiene el porte y los rasgos de una madona del siglo quince, mientras la contemplo siento que su belleza núbil emana una cuota de sensualidad que me atrae todavía, aunque se me ocurre que ha acudido a la mano de la cirugía para seguir ostentando el aspecto lozano de una adolescente.
Y esta característica suya me permite advertir que ambos abrigamos el mismo temor a la incertidumbre que afecta a los de nuestra condición, por eso hemos preferido cobijarnos en este presente sin cambios, dentro del cual nos permiten comunicarnos bajo la supervisión de los dispositivos de censura instalados por la Oligarquía.
Nuestra conversación fluye haciéndose torrentosa y variada, discurriendo en medio de las cortapisas que nos envuelven, pero aun así sabemos llevar el dialogo por senderos placidos para ambos; pues, en realidad, lo que decimos carece de importancia para los que nos espían. Simplemente el procedimiento se mantiene vigente como una forma de recordarnos que no gozamos de libertad absoluta para decir todo lo que nos gustaría pues somos considerados individuos nocivos cuya existencia debe permanecer bajo la inspección de las psiquiatras.
Ahora me pongo reflexivo, y te digo como si no lo supieras, porque me he convertido en un apátrida, es decir, en alguien que vive aislado pues no siento apego alguno por las controversias de la vida, pues francamente me aterran las condiciones existentes más allá del campo de fuerza. Afuera, en la realidad adyacente, mucho tiempo del cataclismo, la población superviviente fue organizada por sus patrones en una serie de ciudades estado, gobernadas dinastías de magnates locales, que compiten ferozmente por controlar los recursos que quedan sobre los continentes del planeta; mientras tanto los apátridas, esparcidos en todas estas urbes, nos servimos de la red que vincula a todos estos lugares donde la humanidad ha logrado preservarse, para manifestar nuestra inconformidad hacia este sistema de cosas, gestando ante la narices de los represores un hedónico ciberpais que nos otorgue la posibilidad de segregarnos de un sistema que definitivamente nos odia.
Tal vez esta labor subterránea sea el inicio de una mítica Edad de Oro, para el género humano, en suma el fin de su antagonismo con el espíritu, todo lo que he dicho resume para mi interlocutora la ficción de aquel mañana en el cual seremos libres de manifestarnos sin recurrir a un lenguaje críptico para hacernos entender entre nosotros.
Lamentablemente, Cleo no parece compartir plenamente mi punto de vista y se limita a sonreír , como una forma cortés de manifestar su incredulidad ante el cambio, pero no la culpo, y soy capaz de comprender su escepticismo, pues yo mismo ignoro cuando se decantaran las cosas, pero estoy seguro que el ese cisma se producirá tarde o temprano pues cada día que pasa los esfuerzos del régimen por asimilarnos a su sistema de cosas se hacen más evidentes, pese a todo creo difícil declinar de mi condición; cuando uno ha vivido tantos años como apátrida resulta imposible concebir una versión diferente de la realidad, pues esa libertad de moverte dentro de tu habitación, lejos de las obligaciones impuestas por el régimen resulta un paraíso comparado con mi antigua condición.
Le digo a Cleo sino ha percibido como el tiempo parece detenerse a su alrededor creando un clima propicio para imaginar las condiciones que pueden existir en el más allá; sin embargo ella cree que llegara el momento en el que los parias clamaran desesperados por la necesidad de un amo que los libere de la condena de la soledad. Y los psicoinductores que también nos acompañan en nuestra reclusión preconizan, después de cada sesión, la inminencia de ese divorcio con su prédica tenaz y seductora, llena de placeres holográficos interactivos.
Pero te replico diciéndote que rendirse ante ese alarde de fantasía seria envilecerse, y admitir debilidad ante nuestros carceleros; sin duda la superchería es atrayente y oculta una pérfida celada que puedo discernir sin dificultad, eso es lo que pienso, y te lo digo para que también adviertas la sutileza del señuelo empleado para destruir tu convicción, sin embargo, otra vez percibo la incredulidad en tu faz cuando me atrevo a pedirte que me jures que nunca abdicaras de nuestra mutua condición, y que siempre permanecerás dispuesta a hablar conmigo cuando lo necesite, sin que nada altere la majestad de nuestros rostros, sintiéndonos perfectos en medio de un mundo imperfecto, escapando así de quienes pretenden engullirnos.
No obstante me dices que todo sería más sencillo si estuviéramos bajo la férula de un amo, desde esa perspectiva tendríamos acceso a esa fracción de felicidad que el sistema le permite a sus súbditos más obsecuentes, y el transcurrir del tiempo se presentaría más auspicioso. Te vuelvo a decir que obrar de esa manera implicaría aceptar su seducción, y percibo tu molestia por intentar convencerte de mantenerte en esta condición que también es la mía, con sutileza me dejas entrever que has considerado la posibilidad de rendirte al sistema para mitigar así el sufrimiento que te condena a una vida sin mayores emociones.
Tus palabras me hacen sentir la proximidad del peligro de quedarme realmente solo, ¡ jamás pensé que Cleo se dejara persuadir por la misma voz omnipresente que intenta seducirme desde hace siete años, y para colmo me dices que el régimen siempre ha brindado oportunidades a los súbditos descarriados ofreciéndoles una posibilidad de vivir satisfactoriamente mediante un dispositivo instalado permanentemente en el hipotálamo: un milagro tecnológico que, sin duda, disiparía nuestra angustia si nos atrevemos a ceder ¿ Acaso no sería mejor eso a esta charla monotemática y meditabunda?
Sin poder ocultarlo más me dices que el psicoinductor te ha convencido de que te alejes de mí, por tu propio bien para convertirte en una reintegrada, pese a todo me atrevo a digitar mi replica, pero ya no me respondes y otros mensajes interfieren la comunicación. Pronto tu imagen termina diluida entre una vorágine de propaganda enviada por los censores que siempre nos vigilan, poco a poco la resolución se pierde, desvaneciéndose entre una tormenta de pixeles. Un mundo destruido me contempla desde la pantalla. Game Over, finalmente las soledades se alejan como olvidándose, ahora un silencioso abismo se instala entre nosotros definitivamente, y otra vez la desazón del desaliento me invade, mientras la canción del Happy Birthday resurge como si deseara infiltrarse insidiosamente dentro de mi conciencia.
Sin embargo, no deseo escuchar más esa canción estúpida. Estoy decidido; saldré de mi ostracismo, y descenderé a la calle para huir del domo, aunque carezca de la escafandra que necesito para sobrevivir entre el metano que infesta el ambiente. Desde mi monitor diviso el sol como un frágil disco emergiendo subrepticiamente sobre la montaña de desperdicios que rodea esta ciudad llena de miserias. La madrugada ha terminado, y debo ponerme manos a la obra; mi mirada ansiosa descubre un cortador de plasma entre el montón de cachivaches que cubre mi cuarto. Me envuelvo en mi gabán y me atrevo a destruir el dispositivo que controla el campo de fuerza que limita mi acceso a otros sectores de la casa. El sabotaje funciona, el campo cede y puedo salir. Paso como un bólido ante el asombro de mi madre, acostumbrada a verme encerrado, con la mirada enfocada sobre una pantalla brillante donde pululan los seres invisibles que se comunican conmigo, y me encamino hacia la calle.
Hace mucho tiempo que no respiraba el aire de la ciudad, y hacerlo me llena de ánimo para la tarea que tengo entre manos; sigilosamente me acerco a una de las áreas no vigiladas del domo, justo allí donde nacen las arcadas donde se guarecen los orates y mendigos que son perseguidos por la policía. Una vez allí, pongo el cortador a trabajar, y mi artefacto se encarga se quebrar la resistencia del vitrolux, pronto la despresurización afectara el interior del domo, y el aire envenenado hará estragos entre todos los imbéciles que esperan el despertar. Entiendo perfectamente que la catástrofe también me alcanzara, pero no me importa, pues el único vínculo que me ataba a esta existencia mórbida ya no existe. Sin la compañía de Cleo, la senda fúnebre me atrae definitivamente,  por fin he vencido el temor a morir  larvado en mí. Ahora soy libre.


EL PRIMER VUELO


  
Hoy a primera hora contemplé el mar desde lo alto del acantilado, sentí su aliento en mi cara, y percibí su rugir en mis oídos; todo él parecía estar bramando con furor, y su voz reverberaba por toda la cueva como un reclamo eterno que me enfada un poco.
 Mis padres quieren que haga uso de mis alas y vuele por vez primera, dicen que el abismo me llama, que junto al viento es nuestro amigo, y que los alados no podemos recorrer una senda mejor que esa, pues estamos hechos para adivinar los sutiles caminos que existen en el viento, y que me estoy perdiendo la oportunidad de hallar el mío mientras permita que el miedo gobierne mis actos.

 Sé que tienen razón, pero mi carne conserva el recuerdo de un miedo pretérito y antiguo que corroía a los hombres cuando no tenían alas, pero soy un atavismo joven que guarda la esperanza de cambiar, de ser igual o mejor que ellos. 
Todos me alientan a hacerlo, sus voces son las manos que me impulsan a encaminarme hacia la salida de la cueva para enfrentarme al abismo, a mi propio destino, y avanzó hacia aquella entrada por donde entra el sol, ellos dicen que es momento de resarcirme por todo el tiempo que he perdido andando como un bípedo, en vez de aprovechar mis alas plenamente. 
Estoy frente al abismo, el velo de niebla se ha disipado por entero, el sol llena con su resplandor la bóveda del cielo, el mar ruge debajo de mí y sus olas peinan una y otra vez aquella cabellera líquida. Sé que nadie me empujará, pero me siento como aquellos hombres que los piratas echaban al mar. 
Vuelvo la mirada, todos me sonríen y me alientan a ser como ellos, a compartir la experiencia común y ser feliz como ellos lo son.Pero eso es algo que yo debo averiguar por mí mismo, hay muchos signos aleccionadores en torno mío, pero quiero hallar muchos más antes de decidirme a volar, en eso veo unas gaviotas alegremente volando sobre las olas concéntricas, sus formas gráciles se acercan y se alejan armoniosamente, mientras sus picos se tocan amorosamente .
No necesito más, la naturaleza me llama a ocupar mi lugar en ella; por eso agitó mis alas y emprendo una breve carrera para conquistar ese abismo al que ya no temo.  



miércoles, 15 de abril de 2020

DESDE LA TORRE DEL ACANTILADO,



Me llamo Samuel Orgill , soy corresponsal de un periódico de Londres,y escribo estas líneas en una de las tantas libretas de tapas gruesas en las que registraba los sucesos más relevantes que producía el diario acontecer del puerto de Folkestone cuando telegrafiar una noticia a Londres era un acontecimiento tan normal como saludar a  cualquier prójimo en la calle, beberse una cerveza junto a un amigo, o pasear con una chica hermosa por los parques de la ciudad, o tal vez estirar un poco las piernas en los acantilados que proporcionan una bonita vista a las aguas del canal de La Mancha.

Hace cuatro semanas todo eso era factible de suceder, y de hecho ocurría como parte del curso natural de las cosas. Hoy, la situación ha variado radicalmente y así lo resaltó en mis apuntes indicando que situación que actualmente se vive en Folkestone, y en todos los pueblos y condados de Kent,  supera ampliamente el impacto que produjo en la sociedad local el descubrimiento de la tumba de Santa Eanswith ocurrido en la Iglesia del Acantilado allá por junio de 1885.


Así pues, han tenido que pasar casi tres décadas para que en  Folkestone ocurra algo que supere con creces la trascendencia de  aquel hallazgo arqueológico.pues ahora no se trata de sacarle lustre a nuestro ancestro anglosajón,ahora lo que cuenta es intentar sobrevivir y evitar que Folkestone desaparezca del mapa de Inglaterra por falta de habitantes, o de alguien que cuente la historia de los que nos está sucediendo ahora mismo.


Estamos en medio del verano de  1914, pero la ciudad luce desolada como si todos hubiéramos muerto víctimas de algún arma maravillosa; de alguna manera esto es así pues el inflexible decreto del Oberst Peter Stiglitz nos ha obligado, bajo pena de muerte,  a recluirnos en nuestras viviendas , y para lograrlo se ha valido tanto de sus ulanos, como de las bestias reptiloides que los obedecen a cambio de la carne de los humanos que infrinjan el aislamiento social.


 El propósito de esta medida es supuestamente preservar la vida de los habitantes de los pueblos y condados de Kent de las vicisitudes de la guerra, eso no es totalmente cierto: Stiglitz nos ha condenado a un confinamiento puro y duro sin posibilidad de abastecernos de víveres; tenemos que arreglarnos con lo que tenemos  y eso significa que los ciudadanos tendrán que competir por las provisiones existentes, lo cual puede puede conducir a la gente al duro extremo del canibalismo cuando se acabe lo que hay, y eso no tardará mucho en suceder.


Ese malhadado incidente  fue la punta de lanza de una secuencia de sucesos que han  convertido a la región en una especie de gueto en el cual estamos custodiados por un montón de monstruos que tienen bien entendido que deben devorarnos si  nos pillan fuera de nuestras casas, es como si una extraña e insana frontera caída desde el cielo hubiera decidido separarnos, de manera totalmente arbitraria, del resto de Inglaterra; pero aclaro que no se trata de una frontera que permanezca quieta como un verdadero lindero, habló más bien de una divisoria viviente, en perpetua expansión como si fuese una especie de ameba dotada de unos seudópodos verdaderamente insaciables  que se desplazan siempre hacia todos lados.


Como dije antes los monstruos pululan por las calles de Folkestone con libertad, pero tienen “licencia” para invadir la casa de cualquier ciudadano cuando las patrullas de ulanos les  avisan de que alguno de los confinados pretende poner un pie en la calle, en ese instante una orden codificada es “telegrafiada” hacia el cerebro de esas bestias haciendo aflorar su apetito natural hacia la carne de los seres humanos.


A pesar de todo mi deber es vigilar la calle, y lo hago mediante un telescopio  cuyo lente atraviesa uno de los listones que se entrecruzan para formar la celosía de mi ventana. Debo mucha paciencia para descubrir a los infractores que osaban aventurarse en una calle donde les esperaba una muerte ciertamente horrible en caso de ser descubiertos, pero muchos hombres consideraban que vale la pena arriesgar la vida para robar un poco de la escasa comida que queda, y que permanecer en casa es condenarse a  segura una muerte por inanición.


En ese momento, un hombre  ha salido a la calle escabulléndose por una ventana, tiene la cara velada por una mascarilla  y ahora camina sobre la acera, con bastón en mano y un aire de suficiencia reflejado en esa cara rubicunda adornada por un bigote de puntas retorcidas , casualmente alza su  mano se toca la cabeza y se da cuenta de que ha perdido la gorra, se da la vuelta y advierte que se le cayó mientras su cuerpo se escabullía hacia la calle a través del vano de la ventana. La gorra  yace sobre la acera como si estuviera esperando que su propietario lo recoja y vuelva a encasquetárselo, precisamente eso era lo que el bribón pensaba hacer cuando sintió que una mole de piel verde se le echaba encima derribandolo por la espalda.


Rápidamente volvió la cabeza y profirió un grito , pues frente a él estaba una criatura quimérica y pesadillesca ; los pequeños ojos redondos de la criatura brillaban como diamantes enloquecidos, a la par que realizaba grandes saltos hacia su potencial víctima. mientras tanto el desdichado  intentaba defenderse golpeando la cabeza crestada de aquel ser con la empuñadura esférica de su bastón sin mayor éxito pues para ella esos golpes eran poco menos que nada, más bien el que llevaba la peor parte del forcejeo era el caballero mal vestido que pronto sucumbió asfixiado por los tentáculos de la bestia que pronto empezará a devorarlo ante la espantada mirada de un par de ulanos alemanes que no entienden como el oberst Stiglitz puede permitir semejante bestialidad.


Consigno el hecho en mi libreta de apuntes, sin duda será parte de una larga crónica sobre la vida en Folkestone durante el confinamiento, el cual haré llegar a Londres por vía neumática cuando me encuentre más cerca de la City, lo cual todavía no sucede todavía pues todavía tengo mucho por hacer aquí.


La carestía ha hecho que mis informantes se olviden del dinero y me ofrezcan sus valiosos informes a cambio de alimento enlatado, ellos son los que me informan, a través de la red de tubos neumáticos que enlaza a todo Folkestone, de todo aquello que no puedo ver por mi mismo, supongo que Stiglitz no ha ordenado el corte de la red para que los confinados tengan algo con que distraerse.


 De ese modo me entero que los ulanos alemanes también se ocupan de sacar los cadáveres malolientes de sus casas  para proceder a incinerarlos, lo cual parece producir cierta inquietud entre los monstruos que sirven a los alemanes a cambio de esa carne, para ellos deliciosa.


Otros se dejan llevar por la desesperación y deciden hacer lo mismo que la gente de Londres, asesinar a sus perros y gatos, pero no por una supuesta piedad hacia unos seres  a los que no podían alimentar ya, sino para ingerir la carne de las mascotas como si se tratara de animales nutricios, sin detenerse a pensar en la crueldad de lo que estaban haciendo.


Los más sesudos no han escogido ninguna de estas soluciones desesperadas ,y  han preferido buscar algún modo de escapar de la plaza; de ese modo consultando viejos planos descubrí la existencia de un laberinto de galerías de paredes rugosas y fosforescentes que las cuales conducen hacia los acantilados cercanos. 


Difundí la noticia a través de la red de tubos que todavía funciona, y consigue sembrar esperanza en los corazones de todos esos desdichados que ya no aguantan permanecer en sus casas esperando la muerte porque no se atreven a matar a nadie, hombre u mascota, para brindarse el sustento. Me piden que me convierta en su líder, lo pienso un poco antes de aceptar, y les respondo que usaré aquellos túneles para salir de Folkestone y llegar a la pequeña torre circular construida sobre los acantilados para pedir ayuda mediante el telégrafo ahí instalado.


 Mi condición de periodista me hace pensar que este intrincado dédalo fue construido en tiempos en los que se temía que Napoleón desembarcase en estas costas, pero eso ahora no importa demasiado pues lo que importa a la gente es no verse a merced de esas cosas verdes y tentaculares que surgieron a partir de la enorme contaminación generada por las bombas alemanas que cayeron cerca de los acantilados de Dover.


Emprendo el viaje  hacia la torre que he mencionado antes, dejó atrás una ciudad vacía a la cual pretendo salvar sin saber a ciencia cierta si puedo hacerlo, pero mi conciencia de buen inglés  me impele a hacerlo. Por fortuna, ni los alemanes ni los monstruos verdes han adivinado la existencia de los túneles así que llegó a la torre del acantilado sin mayor novedad.


La torre tiene forma circular y está totalmente pintada de blanco, y tiene una poterna de acceso que no resulta visible desde la cara que se ve desde el mar. Ingreso a través de ella, y gracias a una escalera asciendo hacia el techo de la torre, donde aún está la casamata que alberga el viejo cañón de veinticuatro libras que nunca abrió fuego contra los barcos franceses. Desde ahí contemplo el mar y descubro la pequeñez del hombre respecto al universo, el mar, los acantilados, la isla de Britania siempre estarán aquí, es un momento de inspiración que me permito en medio de la desesperación general. Ahora empiezo a buscar el telégrafo , según el plano debe estar aquí en la casamata, cerca del cañón o muy cerca, pues el documento que consulté no era muy preciso al respecto; pero tengo ojos y lo buscaré.


En eso estoy cuando la brisa me trae el rugido de una multitud hasta mis oídos, me pregunto si han perdido la paciencia y han abandonado la ciudad en tropel para venir al acantilado para aliviar el forzado cautiverio que padecen desde hace semanas. Asomo la mirada a través de la tronera de la casamata y me doy cuenta que  la gente que viene de la ciudad parece haber perdido el juicio.


Desde aquí puedo verlos correr como si fueran partícipes de una febril  carga de infantería que gasta su energía extendiéndose como un potente juggernaut  que arrasa con la verde hierba que rodea la pequeña fortaleza donde estoy, pronto el estruendo de voces y pisadas se va alejando como un raudo fantasma sonoro que pretende imponer su voz más allá.


Pero más allá se acaba la tierra firme, y la pendiente desciende verticalmente hacia el océano , y aquella muchedumbre enloquecida  prosigue su marcha sin detenerse ante la presencia del abismo y se precipita hacia él prefiriendo acabar con su existencia antes que darle cabida a la esperanza dentro de sus almas enfermas  por la histeria de no poder escapar de un destino que les parecía siniestro.

Bristol en la Batalla de Chulmleigh.

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