domingo, 15 de noviembre de 2020

El tren blindado, los náufragos del aire y la cosa tentacular.

 




1- El triunfo de Smigly.

Stefan Smigly se encontraba exultante, la inmensa alegría que invadía su ser no se disipaba todavía  pues el hecho que la provocaba se encontraba muy fresco en su mente; y no era menos pues la artillería antiaérea montada en los vagones de su tren blindado acababa de hacer pedazos a una de esas  grandes y extravagantes máquinas más pesadas que el aire,  repletas de barquillas externas y  motores fuera de borda  que pretendían sobrevolar impunemente los cielos polacos como enormes monstruos ansiosos de descargar sus  bombas sobre los pueblos y aldeas de esta   mortificada tierra que era escenario de una guerra salvaje que recién se había iniciado.

 La aeronave había reventado como una maldita piñata casi encima del tren blindado cuyos proyectiles habían contribuido a destruirlo en un santiamén, y del interior de aquella ruina brotaron un montón de cuerpos y fragmentos de metal que cayeron sobre los artilleros que iban en los vagones traseros como las terribles flechettes que los franceses habían inventado para diezmar a las tropas de tierra desde el aire, sin embargo la reacción de los mismos ante esa inesperada lluvia de esquirlas fue tan rápida como eficaz, pues se agacharon para ponerse a cubierto detrás del ancho  escudo blindado que protegía la pieza a la que servían, mientras las ametralladoras principiaron a disparar contra unos hombres que habían saltado al vacío sostenidos por unos curiosos hongos de tela que ralentizaban su caída, convirtiéndolos en unos blancos realmente perfectos para las cuatro ametralladoras Maxim, dispuestas en afuste antiaéreo también instaladas en el vagón.


Era todo un acto de justicia ametrallar a los tripulantes de la aeronave que se había tenido la osadía de enfrentarse a ellos, e intentado destruirles mediante ese demencial e infructuoso ataque suicida; y para más inri de aquellos desdichados, podían ser considerados como los verdaderos autores de tamaña atrocidad. La nave simplemente obedecía la voluntad del hombre que mandaba sobre todos los demás, y la vesanía de aquella decisión recaía sobre cada uno de los subordinados que venciendo su miedo a morir habían llevado a la práctica algo que nadie en su sano juicio haría. 

Precisamente por eso, aquellos náufragos del aire merecían la muerte más ignominiosa que podía recibir un soldado,y el mejor modo de llevar a cabo esa sentencia era matarlos ahí en pleno espacio, colgando de su paracaídas, completamente indefensos, y a merced de  la miríada de proyectiles que brotaban de los cañones de las Maxim.

Stefan Smigly pensaba todo eso, y mucho más cuando algunos de los paracaídas resultaba acribillado por la precisión de sus tiradores, pero como bien se sabe todo lo que empieza tiene que acabar, y llegó el momento en el cual no quedó ningún paracaidista a la vista de los artilleros de su victorioso tren blindado, pero no era cuestión de acabar con el festín de muerte que las ametralladoras habían empezado.

Si bien el cielo había dejado de proveer cuerpos a los cuales abatir, la tierra estaba repleta de ellos, y era posible que algunos  todavía estuvieran vivos, y eso daba pábulo a que las armas blancas de los secuaces de Smigly tuvieran algo que hacer para desgracia de los sobrevivientes, si es que alguno lo había logrado resistir las balas y el impacto contra la tierra.

Por tal motivo ordenó que un pelotón descendiera ordenadamente del tren, con la bayoneta ya calada en sus fusiles Mosin Nagant, y con la mirada atenta a lo que pudiera suceder en aquel prado encajonado entre colinas, un paisaje habitual en esta comarca nombrada Masuria.

El mismo Smigly quería participar de la matanza, y abordó su automóvil blindado para acompañar la marcha del pelotón sobre el campo de batalla, pues le agradaba seguir el devenir de los acontecimientos directamente, y el camarógrafo que también iba a bordo tenía la misión de empezar a filmar la hecatombe cuando las bayonetas empezaran a hundirse en los vientres de aquellos desgraciados que habían caído del cielo.

Los esbirros de Smigly tenían los fusiles cargados, pero la idea que usaran las bayonetas para rematar a los paracaidistas moribundos, y que solo abrieran fuego si detectaban la presencia de algo raro, pero no era cuestión de asustarse, nada insólito podría ocurrir, todo estaba bajo control. No en vano acababan de borrar del cielo una de las aeronaves mercenarias más poderosas que se habían inmiscuido en el conflicto germano ruso. Smigly estaba en contra de cualquier imperialismo, ya viniera del este o del oeste, pero en este momento, lo único  que perseguía era tener un registro fidedigno del completo aniquilamiento de aquella nave mercenaria que tanto daño había hecho entre patriotas que luchaban por la restauración de Polonia como nación. soberana.


2. Wilhelm Stiglitz abre los ojos de nuevo.

Stilglitz estaba herido, pero la fortuna y la mala puntería de los artilleros del tren blindado se habían conjugado para evitar su muerte. Ahora estaba tendido sobre aquel prado verde masuriano, con el paracaídas todavía unido a él, como la luenga capa de un caballero cruzado, la cual cubría bajo su albo manto las briznas de hierba que se extendía por todas partes.

Entonces alzó la cabeza y vió que unos hombres uniformados descendían de uno de los vagones del tren que había querido destruir, aquellos soldados vestían ropajes grises, y se tocaban la cabeza con una gorra con visera, adornada con una águila con las alas extendidas, el símbolo de los nacionalistas polacos, y eso solo quería decir que eran unos fanáticos a ultranza que odiaban a cualquiera que tuviera la osadía de desafiar sus románticos ideales libertarios.

Stilglitz no era un hombre que se dejará llevar por semejantes ideologías, él se consideraba servidor de un poder mucho más antiguo y trascendente que ese primitivo amor hacia una patria perdida. William había tomado contacto con un poder semejante allá en la antigua parte francesa de la isla de Santo Domingo, ahí había aprendido los rudimentos del arte de controlar las mentes y los cuerpos de los hombres, algo sin lo cual no hubiera podido ensayar el más supremo de los sacrificios. 

Ahora bien, había fallado en eso, pero todavía estaba vivo, y tenía otra oportunidad para extender el reino de la muerte sobre los campos de este planeta, pues esa era la visión de aquella portentosa criatura extraterrestre que había conquistado su pensamiento durante sus viajes entre Nueva Orleans y Cabo Haitiano, por eso la palma de su mano se aplastó una y otra vez sobre la mullida superficie de aquel prado de Masuria, como si la tierra fuera una especie de gigantesco tambor, capaz de convocar a toda la gente viva de los alrededores; sin embargo el sonido que brotaba de aquel esfuerzo podía confundirse con el sonido que hace la hierba cuando alguien la pisa; pero aún así, ese ruido sútil era suficiente para despertar a los cuerpos quietos que yacían por todas partes.

Era necesario hacerlo, era la única manera de convocar un poder inaudito pero disperso, en ese instante un olor asqueroso y nauseabundo empezó a salir de la tierra, era como si de repente una fosa común hubiera sido abierta, liberando el hedor de los restos pútridos que ahí contenía, pero eso no era todo, los cadáveres parecían haberse reanimado y reptaban lentamente a lo largo y ancho del prado, como si estuvieran buscándose mutuamente.

Eran las partes de un rompecabezas macabro que se estaba ensamblando en una cosa más grande y proterva, contra la cual no serían suficientes ni las balas de los fusiles, ni la de los cañones.

La pestilencia era tan insoportable que varios soldados de Smigly soltaron sus fusiles y se taparon la nariz para protegerse de aquel agresivo y maldito olor que lo estaba invadiendo todo,convirtiendo aquella porción de campo en una sucursal del cementerio.

 Desde la ventanilla de su automóvil blindado, Smigly advirtió el desconcierto de sus hombres, y quiso saber qué estaba pasando. Se le informó de la inesperada pestilencia que se había desatado ahí afuera, y de lo mal que lo estaban pasando esos hombres que estaban cumpliendo sus órdenes. El retraso lo enfureció, pero la cólera no haría que sus hombres resistieron mejor aquella pestilencia repentina. No quedaba más remedio que distribuir las máscaras antigás para que esos subordinados pudieran cumplir con el cometido que se les había asignado.

Stiglitz no podía creer la buena suerte que estaba teniendo, la pestilencia le estaba haciendo ganar un tiempo precioso y necesario para que la criatura que se estaba gestando sobre el prado asumiera su forma, y pudiera ejercer todo su ominoso poder sobre aquellos pobres mortales uniformados. Poco a poco, esos cuerpos en carne viva, se arrastraban como grandes gusanos, para acudir a un llamado fraterno y secreto que fundirá en una sola esos pedazos de carne, en un protervo remedo de lo obrado por el doctor Frankenstein en la ficción creada por la señorita Shelley.

Las máscaras cubrieron los rostros de los soldados, y la espantosa pestilencia que reinaba se mitigó un poco, las cosas volvían a parecer normales; excepto por aquellos rostros cubiertos de caucho, con unos grandes orificios acristalados para que los ojos, y un enorme cilindro a la altura de la boca, que hacía las veces de filtro para la máscara. El aditamento desfiguraba tremendamente los rostros de quienes lo portaban, y los hacía parecer menos humanos, casi como si fueran criaturas de otro mundo.

Stilglitz estaba eufórico, su monstruo carmesí ya estaba completo, y ansioso de empezar su tarea, solo tenía que esperar que la bayoneta de cualquiera de esos hombres se hundiera en el vientre de unos de los pocos cadáveres que no habían servido de materia prima para la conformación de la criatura. Cuando eso sucediera, su monstruo entraría en acción.

Smigly, descendió de su automóvil, vio el cuerpo tendido de un paracaidista, y decidió que sería el objetivo perfecto para principiar la masacre, y le ordenó a su camarógrafo que se pusiera en posición para que filmara lo que iba a venir, pero lo que sucedió no fue exactamente lo que el caudillo polaco había previsto.

Algo rojo y tremendo pareció surgir de la verde quietud de aquel prado, tenía la forma y el aspecto de un gigantesco tentáculo, en cuya superficie podía apreciarse cientos de ventosas que se contraen una y otra vez. como grandes bocas hambrientas que precisaban alimento, y el alimento estaba muy cerca, encarnado por aquel soldado enmascarado que se estaba agachando para ensartar su bayoneta en el vientre del infeliz paracaidista elegido como víctima.

Sin embargo, eso no llegó a suceder, y en vez de ello la cámara registró otra cosa peor aún: el tentáculo se enroscó en torno al soldado, y lo izó hacia el cielo como si fuera una especie de proyectil a punto de ser lanzado por una poderosa catapulta, pero en vez de hacer eso, el tentáculo liberó una sustancia anestesiante en el torrente sanguíneo, antes de empezar a chuparle la sangre hasta dejarlo totalmente seco, convertido en un despojo arrugado que guardaba mucha semejanza con alguien envejecido de golpe.

 El camarógrafo tembló de miedo y arrojó la cámara, temiendo ser la próxima presa de ese monstruo cuasi clandestino cuya presencia empezaba a hacerse evidente, Smigly se dió cuenta del peligro que corría, y le ordenó al conductor del automóvil blindado que arrancara y se alejara de aquel maldito lugar lo más rápido que pudiera.  El gerifalte polaco tenía el miedo impreso en su corazón, y no estaba tan seguro de conseguir escapar hacia la aparente seguridad que le brindaba su tren blindado, pero en realidad no tenía nada que temer pues Stiglitz quería que huyera y esparciera por donde fuera el horror hacia la recién nacida cosa tentacular.

Y aquella muerte se repitió en muchas partes a la vez, y varios tentáculos surgieron por aquí y por allá, como los troncos de un bosque siniestro que brotaba al conjuro del redivivo Herr Wilhelm Stiglitz.





Bristol en la Batalla de Chulmleigh.

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