lunes, 17 de agosto de 2020

La sombra del dirigible

 

1. Leonard, el centinela ciego (fragmento del diario fonográfico de míster Crane)

Summerscale no ha vuelto de la misión que él mismo se impuso, pronto la noticia se esparce a lo largo del aeródromo de Hendon, y desde ahí a todo Londres a través de las portadas matutinas de los periódicos más amarillistas de la City. Y la desazón se va apoderando del corazón de los ciudadanos, pues entienden que ya no contarán con la protección del gran héroe que enfrentaba la guadaña alemana por ellos, pero no todos se han abandonado al terror y a la desesperación; hay quienes sienten despertar en su interior al héroe que llevan dentro, y acuden presto a los centros de reclutamiento que las Fuerzas Armadas de su Majestad han abierto para seleccionar a aquellos valientes cuyo talento y condiciones les permitan pasar la criba de los médicos del Royal Army.

Mi nombre es Leonard Crane, soy invidente y formó parte de esa fracción de gente que siente ganas de incorporarse a la lucha contra el Raid de Stiglitz (  ese es el nombre con el cual la prensa ha bautizado la invasión alemana, quizá en un intento por minimizar la repercusión del hecho en nuestra historia reciente) Desde que perdí la vista me gano la vida caracterizado como un mendigo que pide limosna en la vía pública, en realidad soy uno de mejores soplones que Scotland Yard tiene en los bajos fondos de la City, y mi disfraz me sirve para pasar inadvertido ante la plebe y los propios rufianes. Mi oído es muy fino y soy capaz de hallar lo esencial en medio de un discurso entrecortado.

Mi mente opera selectivamente, y gracias a esta habilidad se ha creído que mi habilidad puede ser útil en esta hora aciaga para el orgullo inglés, pues la antiaérea necesita de un medio más o menos certero de enterarse de que en el cielo habita algo que merece ser destruido por los proyectiles que escupen sus tubos.  Por tal motivo se me adiestra en la operación de unos grandes conos que están conectados a unos diminutos auriculares metidos en mis cavidades auditivas. Me dicen que los conos están instalados sobre estructuras encumbradas que se asemejaban a los mástiles de los antiguos navíos de vela Las partes cóncavas de los conos están orientados hacia el cielo como las grandes bocinas amplificadoras de los gramófonos, dispuestas a percibir el menor ruido que pueda suscitarse en aquella región del aire que recibe el nombre de troposfera.

Y cuando esto suceda, la agudeza de mi oído aunada a esta tecnología portentosa me permitirá descubrir su insidiosa presencia   allá por encima de las nubes, además el Alto Mando ha preparado para repeler esta amenaza: reflectores, artillería antiaérea y aviones acondicionados para disparar munición explosiva capaz de inflamar las bolsas de gas contenidas dentro de la cobertura de tela que cubre la estructura rígida de la aeronave.

Espero sinceramente contribuir a la defensa de la City, y lograr que varias de las aeronaves germanas se conviertan en grandes bolas de fuego donde arderán esos malignos hunos que siguen las órdenes de un káiser fratricida que anhela el completo dominio de Europa.

 2. Los dirigibles despegan de Eastchurch. (un relato del observador Klaus Peltz)

Una a una nuestras aeronaves se van elevando  hacia el cielo siguiendo el principio descubierto por el viejo Arquímedes, y lo hacen desde esta pista gloriosa en los anales de la aviación británica,  pronto se desprenden de los cables que momentáneamente los atan a la tierra, pero apenas se sienten libres su morro se encabrita y se deja llevar por la fuerza ascensional como si fueran grandes cometas hechas de madera y papel, y no las grandes estructuras metálicas y alargadas que son, construidas en Friedrichshafen, en la factoría de Von  Zeppelin, el Conde Loco, y ensambladas aquí en Eastchurch con mano de obra esclava procedente de las cárceles que rodean este aeródromo

Peter Stiglitz, el Amo de la Inglaterra Oriental, va a bordo de una de las tres aerodinámicas barquillas desde las cuales se controla estas potentes, pero a la vez frágiles máquinas de guerra que en caso de conseguir un bombardeo exitoso le garantizaría la tripulación una medalla Pour le Mérite de manos del propio káiser Wilhelm, además de la gloria eterna entre nuestros  compatriotas por su valentía de enfrentar al enemigo tripulando una aeronave que si bien se consideraba poderosa, no era demasiado cómoda ni segura para aquellos que tenían la tarea de llevarla al combate.

Ahora las aeronaves sobrevuelan el aeródromo de Eastchurch, su perfil oblongo se recorta sobre el cielo vespertino, y desde esa altura contemplamos el festín que las bestias tentaculares se están dando con el cuerpo crucificado de sir George Summerscale. La carne del baronet es desprendida a dentelladas por aquellos seres abominables que antaño fueron humanos, y que ahora siguen fielmente los dictados que emanan del teclado del oberst Stiglitz, el cual desde la barquilla les ha ordenado que devoren al muerto del mismo modo que los salvajes mexicas lo hacían con los cadáveres de las víctimas que sacrificaban en sus pirámides truncas, poco a poco esa imagen grotesca se aleja, y nos damos cuenta que estamos inmersos en una misión que tal vez sea decisiva para esta extraña guerra que está librando nuestro Reich contra el Reino Unido.

Entonces Stiglitz toma el teléfono de a bordo y ladra la orden de ganar altura, y los navegantes que reciben la instrucción obran en consecuencia, y las aeronaves trepan vertiginosamente rumbo al abrigo que les ofrecen una espesa capa de nubes que también se dirige hacia Londres, impelida por una fría corriente de viento, aunque las intenciones de las nubes son menos siniestras que las de las naves que las están usando como cobertura, es más volar dentro de ellas nos daba la sensación de encontrarnos en medio de una gigantesca nave nodriza desde la cual emergeremos para atacar. Esa inmersión en la atmósfera parece insuflar en mis camaradas el omnipresente espíritu de los silfos, criaturas sabias, aéreas e inmortales que habitan en el aire y se hallan más allá de ese vértigo emocional que complica la existencia del hombre, desprenderse de ese lastre nos ayudaría mucho en medio de una situación crítica como esta de llevar la destrucción a una ciudad tan grande y extensa como Londres. En realidad      esta ascensión nos fortalece: somos fuertes, somos poderosos, y sentimos que los ingleses no podrán hacer nada contra nosotros.

Rápidamente me caló las gafas de protección sobre los ojos, enrolló una gruesa bufanda en torno mi cuello para mantenerlo preservado del frío, y me introduzco en la carlinga de esta atalaya volante que desafía el frío y las corrientes de viento. Y lo hago poseído por un entusiasmo indescriptible, como si una parte de mí fuera una especie de silfo que estuviera volviendo a su hábitat natural después de un largo exilio atado a la superficie del planeta.

La barquilla de observación desciende bruscamente desde la góndola central, cual una guadaña ávida de cortar el frágil tejido de las nubes, de pronto su descenso es frenado en seco por la acción de unos fuertes cables de acero que la mantienen segura y a buen recaudo del no tan distante suelo inglés. El viento hace flamear mi bufanda y me enfría las mejillas mientras enarboló los binoculares que me permitirán escrutar el cuerpo de mi víctima, la oscurecida ciudad de Londres.

Es momento de cumplir mi propósito, y enarboló los binoculares para escrutar el cuerpo dormido de la City, no hay luces ahí abajo, y para complicar las cosas un manto de niebla pende sobre aquella oscuridad artificial puesta ahí para dificultar nuestra puntería. La niebla flota como un ser ectoplasmático sobre todas esas moles que se yerguen desde la tierra, y que están ahí para ser destruidas por las bombas que se albergan en la bodega sita en la góndola central. Mi dispositivo busca agujeros entre la masa compacta que protege a la ciudad tanto como la negrura en la que se ha sumergido voluntariamente para dificultar la precisión del ataque.

Mi teléfono suena, el oberst está esperando el resultado de mi observación para empezar el bombardeo. Sigo escrutando aquella niebla maldita que puede estropear todo el esfuerzo llevado a cabo. ¿Será necesaria la intervención de la providencia para seguir adelante con la operación?  Ansiosamente enfoco los binoculares nuevamente sobre esa vaporosa masa blanquecina que permanece ahí, en ese instante observó que ha perdido su cohesión, y que ahora presenta unos grandes agujeros que permiten cierta visibilidad para arrojar las bombas a través de ellos. ¡Loada sea la providencia por tal cosa! 

Esta vez soy yo quien coge el teléfono de campaña y transmite la buena nueva a los operadores de la bodega de bombas: es el momento de dejarlas caer y que la muerte empiece su azarosa labor.

3. Leonard Crane escucha los alaridos del cielo.

Mis compañeros y yo hemos auscultado el cielo, y no percibimos nada que pueda ser identificado como algo distinto de las habituales turbulencias propias de esa región de la atmósfera; pero somos pacientes, de hecho, buena parte de este trabajo consiste en no desfallecer de aburrimiento ante la falta de datos objetivos que pasarle al personal que se encarga de operar los cañones y los reflectores, los cuales están ansiosos de entrar en acción.

Las bocinas que están orientadas hacia el cielo nos traen toda clase de ruidos, pero todavía ninguno ofrece ese carácter constante y artificial que permita su identificación como un sonido atípico que active las alarmas. Ante esa falta de noticias por parte nuestra, los que operan los reflectores no saben bien si continuar esperando o saltarse esa orden y empezar a barrer el cielo confiando en atrapar la silueta de algún dirigible con sus potentes conos luminosos, y que la Triple A se encargue del resto con sus disparos inmisericordes.

Por suerte recapacitan, y la indisciplina no germina entre ellos, pues eso solo significaría poner trabas al plan que el Alto Mando ha concebido para enfrentar a aquellas grandes aeronaves que se van acercando subrepticiamente; sin embargo, soy consciente de que es necesario restaurar el ardor guerrero de aquellos soldados patriotas pero impacientes.

De repente percibo un ruido que me parece completamente anormal respecto a los que venía escuchando antes: es un sonido ululante y pavoroso que parece emerger de la garganta de algún gigante ansioso por revelar su existencia mediante esa peculiar modulación que inunda mis oídos y los del resto de escuchas con una intensidad realmente insoportable en medio de la eterna oscuridad en la cual existimos desde siempre.

De golpe el ruido se transforma en estruendo, es como si el sonido que hemos percibido fuera una especie de conjuro que tuviera la facultad de hacer que las cosas entren en colisión. Así las sillas y escritorios se tambalean, los audífonos se desprenden de mis oídos, y mi mano no puede encontrar la tecla del telégrafo especial que me habría permitido transmitir el suceso a la instancia correspondiente.

 La explosión sacude y lo trastorna todo, en mis oídos resuenan un montón de ruidos caóticos que me desconciertan, en eso yo mismo soy proyectado contra el suelo por esa fuerza destructora que me derriba de la silla como un caballo encabritado lo haría con su jinete, al igual que el resto de operadores. Somos un montón de brazos y piernas entreverados buscando deshacer los estorbos que impiden la salvación de aquellos que resultan aplastados.

La temperatura principia a caldearse, y el humo se expande brutalmente asfixiándonos, en eso oigo el naciente crepitar de las llamas devorando todo lo que resulta combustible con sorprendente celeridad. Todos los intentan, pero nadie sabe si podrá escapar de esta maldita trampa caliente. El futuro es incierto y la perdición muy cercana. ¡Malditos hunos!¡ Os odio con todo mi corazón!¡Vosotros habéis hecho diana primero!

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Bristol en la Batalla de Chulmleigh.

    1-Anhelo de muerte.   George Rogers quería matar soldados ingleses.   Era un deseo primitivo y bestial, era como si hubiera nacido odi...