jueves, 15 de octubre de 2020

EL ENTUSIASMO DEL KAISER

 

1-El Kaiser desempolva un viejo plan de invasión.

 Cuando, muy a su pesar, el canciller Bethmann Hollweg le anuncio al Kaiser la noticia del exitoso bombardeo que el escuadrón de dirigibles comandado por Stiglitz había ejecutado sobre Londres partiendo desde una base británica, desató el entusiasmo del Kaiser sobre el afortunado curso que estaban tomando los acontecimientos bélicos para las armas del Reich.

Se lo dije, Herr Canciller, la iniciativa de este coronel es realmente dinámica. No tiene miedo a nada. Lo haré general, se lo merece. Con gente como él conseguiremos la victoria. Una victoria más grande que la que mi abuelo consiguió sobre el fantoche de Napoleón III.

— Ahora que podemos amenazar su capital en cualquier momento es el momento de negociar con los ingleses—dijo el canciller— Necesitamos hacer la paz con ellos, para concentrarnos en acabar con la voluntad de lucha de los rusos.

 El emperador no dijo nada, su mente estaba evaluando la situación bajo la luz de los nuevos hechos: las bombas alemanas habían sembrado el terror y la destrucción en el mismo corazón del Imperio Británico. Y se estaban dando grandes pasos para edificar la hegemonía germana en Europa. Los grandes triplanos de bombardeo del Kaiser habían destruido San Petersburgo con sus terribles bombas calientes, en consecuencia, la resistencia rusa se había derrumbado en Polonia, y ahora luchaban para detener el avance alemán a través de Livonia, pues el nuevo zar se había negado a capitular a pesar que el sentido común aconsejaba hacerlo.

 Mientras tanto en occidente, el Raid de Stiglitz había conseguido someter el extremo oeste de la Gran Bretaña, y ahora los ingleses tenían el problema de combatir al enemigo en casa impidiéndoles reaccionar en el continente. Por el momento Francia se mantenía a la expectativa, pero eso no quería decir que hubiese olvidado la afrenta de 1870, y no ansiase arrojarse a la lucha que recién acababa de iniciarse. Es más, la diplomacia británica se estaba moviendo para conseguir que los franceses dejaran su pasividad y aliviaran la presión alemana sobre Inglaterra creando un nuevo frente, pero hasta el momento no había sucedido nada, y el Kaiser deseaba que las cosas siguieran así pues ansiaba consagrar los recursos militares del Reich en una empresa realmente ambiciosa que, en caso de lograrse, labraría el dominio de Alemania sobre todo el orbe. Si las cosas salían bien, era posible que los franceses no se atreviesen a luchar contra el Reich.

En conclusión, lo que pedía el canciller no tenía sentido para el emperador. Inglaterra y Rusia pronto se rendirían incondicionalmente sin necesidad de acuerdos diplomáticos, era cuestión de ir más allá, como lo habían hecho los españoles cuando la mayor parte de Europa se creía la leyenda de un mar tenebroso poblado de grandes monstruos que devoraban los barcos.

—No es momento para la paz Theobald—dijo el Kaiser, con una voz mesurada y amigable. Estamos ganando y debemos aprovechar esta racha. Hace poco visité el archivo del Ministerio de Marina, y encontré varias copias de un plan para atacar la costa oeste de los Estados Unidos. Tarde o temprano, los estadounidenses pueden involucrarse en nuestra guerra, por lo tanto, creo que vale la pena desempolvar ese plan para lanzar un ataque preventivo contra la costa este de aquel país y sacarlos del tablero antes de que sean más peligrosos.

— Recuerdo vagamente ese plan, creo que el ministro Tirpitz asesoró al teniente Von Mantey en su elaboración, pero finalmente no se llevó a cabo debido a la falta de una base desde la cual aprovisionar a nuestros barcos, en todos los efectos—dijo el canciller

—Todo eso es cierto, pero se me ha ocurrido una manera de solucionar ese pequeño problema de la manera más satisfactoria para nuestros intereses—dijo el emperador haciendo una pausa dramática como para incitar al canciller a preguntar cuál era la solución.

El ministro aristócrata entendió el juego de su soberano, e hizo la pregunta que el entusiasmo del káiser esperaba que le hiciesen.

—¿Podría su majestad compartir sus pensamientos conmigo? —inquirió el canciller, a sabiendas que el Hohenzollern sería incapaz de contener el alud de palabras que se avecinaba.

—Afortunamente tenemos un fuerte peón pasado en el Caribe— después de un breve silencio, el canciller entendió la alusión ajedrecística, y el Kaiser prosiguió— los españoles todavía son dueños de Cuba, y esa isla no está demasiado lejos de la costa este de los Estados Unidos. Necesitamos un buen puerto en la costa norte de la isla, y he pensado en el puerto de Matanzas como la base desde la cual se lanzará la posterior invasión de la costa este de los Estados Unidos. En 1898 se logró capear una situación muy crítica por aquello del hundimiento del «Maine», gracias a que España desplazó algunos de sus nuevos submarinos hacia el Caribe, eso basto para disuadir a esos yanquis. Le he telegrafiado a Van Stohrer, nuestro hombre en Madrid, para que haga ver las ventajas de nuestra alianza al ministro Dato, presidente del gobierno español en funciones.

 —Vuestra idea es luminosa, pero necesitamos un puerto europeo atlántico para concentrar los barcos que partirán hacia Cuba, si es que los españoles consienten en aceptar el arreglo que Su Majestad propone.

—Claro que aceptaran, es la mejor manera que tienen para neutralizar de una vez y para siempre la voracidad de esos yanquis sobre aquellas islas—dijo el Kaiser un tanto molesto por la duda manifestada en la voz del canciller— No lo dudes, Theobald; en cuanto a lo de ese puerto también tengo la solución.

—El ingenio de vuestra Majestad es muy grande—comentó el canciller a sabiendas de que estaba adulando la vanidad de su soberano.

—El coronel Stiglitz ha demostrado mucha capacidad durante toda la campaña que están llevando nuestras armas en la parte oriental de Inglaterra, creo que ha llegado el momento de que demuestre su competencia militar en el extremo sudoeste de la isla enemiga.

—¡La península de Cornualles! —dijo el canciller con un aire jubiloso como si hubiera adivinado alguna clase de acertijo particularmente difícil.

—¡Has acertado de pleno Theobald!, la misión del general Stiglitz será conquistar un buen puerto en aquella península. Tendrá todo el apoyo que requiera de nuestro aparato militar y científico. Desde ahí partirá el Ejército de los Cien Mil, y será el principio del fin de las pretensiones imperialistas de esos yanquis advenedizos. —sentencio el emperador dando un puñetazo sobre la mesa, haciéndola estremecer junto con todos los objetos que estaban encima.

El canciller ya no dijo nada, y tan sólo se aboco a poner de pie aquello que había sido derribado, pero en su interior pensaba que el verdadero enemigo de Alemania no era realmente ninguno de los países cuyos ejércitos estaban enfrentando a las tropas imperiales, sino ese entusiasmo irreflexivo y caótico que inducia al Kaiser a ordenar el inicio de nuevas operaciones que solo servirían para incrementar mucho más la hoguera bélica que estaba incendiando Europa, y que ahora amenazaba cruzar el océano y extenderse hacia América.

2-El rey Alfonso decide entre la paz y la guerra.

A pesar de que España no era beligerante, la prensa seguía los sucesos bélicos en el sur de Inglaterra con mucho interés pues el uso de máquinas y monstruos en los combates proporcionaba trabajo a la imaginación de los dibujantes, y portadas vistosas a los periódicos y semanarios. Era casi como estar espectando una especie de largometraje infinito producido por la realidad, una realidad dura y difícil para los que estaban viviendo directamente, y por eso mismo capaz de generar empatía a la distancia a los lectores que pagaban su peseta por leer un reportaje bien ilustrado.


Sin embargo, para Eduardo Dato, presidente del gobierno de su majestad Don Alfonso, la guerra había dejado de ser un tema periodístico para convertirse en una realidad en ciernes, pues la propuesta alemana comprometía a España en el conflicto, aunque esta acción no pareciese dirigida contra Inglaterra sino contra los Estados Unidos, por tal motivo el ministro se había trasladado al Palacio de Miramar, en el balneario de San Sebastián allá en las Vascongadas, con el fin de buscar el  favor de la Reina María Cristina, la cual como regente había conseguido evitar la guerra contra los estadounidenses en 1898.

—Recomiendo la máxima prudencia ante esta propuesta de la diplomacia alemana. A nosotros no nos conviene alterar el equilibrio en esa zona del mundo, de ello depende mantener nuestra posesión de esas islas tan preciadas para la nación española. Los alemanes en cambio quieren trastocarlo todo y ajustarle las cuentas a todo el mundo, por eso se están enfrascando en una lucha contra todas las potencias que pueden hacerle sombra. España debe negarse a prestar asistencia a los planes del Kaiser. No ganaremos nada, solo unos cuantos miles de muertos y muchas familias acongojadas por esa mala decisión—dijo el ministro Dato en tono preocupado.

La reina escuchó pacientemente al ministro, y comprendió su preocupación por el destino que podía esperarle al país, en caso de secundar la aventura del Kaiser, y de que las cosas no salieran a pedir de boca, los estadounidenses podrían montar un contrataque y en este caso no solo Cuba y Puerto Rico estarían en peligro, sino las mismas islas Canarias se verían afectadas por los azares de la marejada bélica; y en esta ocasión era posible que los sumergibles autorizados por el ministro Pezuela, y diseñados por el visionario teniente Peral no bastasen para contener a la armada yanqui.

—Señor ministro, estoy con usted, yo poco entiendo de guerras y las detesto con toda mi alma, intentaré influir en mi hijo para que no tome una decisión precipitada en aras de la guerra. Hablaré con mi nuera, es inglesa y tiene entre ceja y ceja a ese malhadado Kaiser.

De repente, el propio rey Alfonso de Borbón hizo acto de presencia, en sus manos llevaba uno de esos semanarios ilustrados que daban cuenta del desarrollo de la guerra entre alemanes e ingleses con una profusión de imágenes que llenaba la cabeza de los lectores de imágenes terriblemente morbosas y gráficas que también habían impresionado la imaginación del mismo rey, el cual parecía haber encontrado un nuevo interés aparte de la pornografía.

—Esta maquina que marcha sobre orugas y dispara como una especie de cañón volante es la cosa más horrorosa que he visto en mi vida. Es un verdadero monstruo metálico, sin duda los ingenieros que trabajan para Lord Churchill no tienen mucho sentido de la estética. —dijo el rey antes de sentarse a la mesa donde a iban servir la cena.

—La fealdad de esas máquinas no se compara con los horrores biológicos que ese tal Peter Stiglitz está usando en las batallas, las he visto dibujadas. Son auténticas quimeras, estarían mucho mejor encerradas en una jaula y exhibidas ante el público que matando gente. Hacer eso viola las leyes de la guerra—dijo la reina María Cristina.

—Creo que, desde los tiempos de la antigüedad, no se usaban bestias en los campos de batalla europeos—comento el presidente del gobierno—personalmente creo que es condenable que se permita a esos animales participar en la lucha, y comerse a los soldados muertos en acción.

La mención a este acto de canibalismo hizo que la reina se levantara aparatosamente de su asiento, y saliera corriendo del comedor casi como si hubiera visto el fantasma de su difunto marido, el casquivano Alfonso, hijo de la reina Isabel, presentándose a cenar como cuando estaba vivo.

—Su desafortunado comentario ha conseguido espantar a mi impresionable madre—dijo el rey riéndose— La guerra es terrible, y este alemán Stiglitz ha decidido hacerla terrorífica. Ahora bien, creo que es momento de que me diga la razón de su visita a mi madre.

—El Kaiser quiere nuestro apoyo para atacar a los Estados Unidos, en concreto quiere una base en Cuba, y la colaboración de nuestra armada para neutralizar a los yanquis antes de que ellos invadan la Nueva Inglaterra.

—Pide bastante. Si le damos lo que pide aliviaremos mucho sus problemas logísticos ¿Qué ofrece a cambio?

—Tendremos manos libres en Marruecos, el Kaiser prefiere nuestra influencia a la francesa en el todo el territorio.

—Suena bien eso, con el apoyo del Kaiser ya no tendremos que mendigarle nada a los gabachos ni a los ingleses. Eso sí tendríamos que enviar uno de nuestros flamantes acorazados  a Tánger para mostrar la bandera.

—¿Eso quiere decir que aceptará la propuesta alemana? —dijo el ministro Dato un tanto aterrado de que el rey tomase esa decisión, pues sabía que si se oponía el rey le quitaría su apoyo, y llamaría a un político menos timorato para formar gobierno.

—Pues si don Eduardo—dijo el rey—España lleva mucho tiempo postrada, es nuestra oportunidad para volver a tener un sitio importante en el concierto europeo. Los norteamericanos pretenden meterse en el club de las grandes potencias, y Europa no puede permitir que suceda eso, es cierto que ahora no somos una potencia de primera magnitud, pero todavía tenemos colonias, y su posición geográfica es estratégicamente importante para la política internacional.  Loa yanquis ambicionan despojarnos de nuestras posesiones caribeñas, y ahora precisamos de un aliado poderoso que pueda inspirar respeto a ese gigante hambriento. Además, me parece una ocasión magnifica para que la flotilla de destructores del capitán de navío Villamil ponga a prueba a la marina yanqui.

—¡Qué sea lo que Dios quiera! —exclamó el ministro, con aire quejumbroso.

Rubén Mesias Cornejo, 15 de setiembre de 2020.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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