1. MONOLOGO DEL AMO
La lluvia se desató de repente, nadie la esperaba y a todos sorprendió la transformación de una tarde soleada en algo parecido a un diluvio, pero nadie tenía el poder de controlar la lluvia, así que lo único razonable que podían hacer los transeúntes, era izar toda clase de cosas por encima de su cabeza para impedir que el chubasco los mojase demasiado, o meterse dentro de un taxi y pagar lo que fuera para llegar a su domicilio lo más pronto posible.
Poco a poco, la lluvia hizo el milagro de desocupar toda la cuadra, habitualmente invadida por cientos de vendedores ambulantes que se hubieran resistido a abandonar los sitios que ocupaban si hubiera sido la fuerza pública la encargada de echarlos de ahí, pero ese no era el caso. La lluvia los espantaría solo por hoy, haciendo que abandonaran su comercio mientras ésta durase, mientras tanto tenían mucho que hacer embalando las cosas que vendían, y desarmando los estantes que les servían para exhibir sus productos, y lo mismo hacían aquellos que se dedican a vender comida rápida a sus congéneres, justo donde esta cuadra hace esquina con la otra, solo que éstos se ocupaban de cerrar, apresuradamente, pequeños quioscos de madera, instalados junto a la vereda.
Me doy cuenta de todo porque mis ventanas dan hacia ambas cuadras y además soy alto y ocupo casi un cuarto de manzana, en apariencia soy un edificio viejo y desocupado , construido hace tres cuartos de siglo, mi fachada desvaída y las oxidadas puertas enrejadas que dan acceso a mi interior, parecen confirmar esta idea en la mente de quienes trabajan en esta cuadra, y de todos los que pasan por aquí, pero no soy lo que parezco, la apariencia que ostento es solo un camuflaje que impide que los humanos me teman, y decidan erradicarme de su mundo, pues he venido de muy lejos.
La calle luce más vacía que de costumbre, como suele estarlo los domingos por la noche, y la ocasión es propicia para ordenarle a los simbiontes que moran dentro de mis paredes que despierten, pues quiero que se dispersen por las calles de esta ciudad en busca de las siervas que necesito.
Los simbiontes despiertan, abren los ojos, una chispa vital asoma en ellos, empiezan a moverse como criaturas a punto de nacer, de pronto las paredes se quiebran para dar paso a sus cabezas y al resto de sus cuerpos, es un parto masivo y un enjambre de seres empieza a descender formando una gran mancha oscura que se arrastra como un organismo viviente , poco a poco van llegando al suelo, y empiezan su éxodo ; son como pequeñas ratas que corren, en tropel, a través de los pasadizos rumbo a la escalera que desemboca en la calle casi vacía.
Los peldaños desaparecen ante la estampida de estas criaturas azuzadas por el instinto de seguir mis instrucciones. Su obediencia me complace, son veloces, son fieles, me alegra saber que lo único que puede destruir la conexión que tenemos es la muerte. Puedo ver a través de sus ojos, oír con sus oídos, sentir con su piel. La puerta enrejada chirría, abriéndose con parsimonia mientras los simbiontes ralentizan su andar apenas pisan la vereda encharcada, como si no quisieran llamar la atención de las pocas personas que todavía transitan por ahí.
Mis criaturas empiezan a dispersarse por las calles cercanas, sus pequeñas patas chapotean en los grandes charcos que la lluvia ha dejado, su pelaje se moja y reverbera mientras se va alejando hasta perderse vista. Tengo brazos largos, y circundo toda la ciudad con ellos.
2. ESTER SE ENCUENTRA CON EL AMO.
Ester maldijo su suerte y también a la lluvia, se había pasado toda la tarde parada en una esquina esperando captar la atención de alguno de los cientos de hombres que transitaban por ahí, pero ninguno lo hizo. ¿Acaso los hombres estaban ciegos? , a su entender ella era la mejor elección posible para un hombre de edad joven pues compartía la esquina con un par de mujeres más viejas y poco agraciadas, que solo podrían interesar a alguno de los tantos vejetes que pasaban por ahí. Ester era flaca y narizona , pero tenía una cara que podía pasar por linda si uno se dedicaba a mirarla con detenimiento, quizá la causa del fracaso fuera que no llevaba la ropa adecuada, ni se había acicalado lo suficiente, sea como fuere el hecho era que nadie había requerido sus servicios, por lo tanto no tenía ni un céntimo en su pequeño monedero de cuero, y como estaba aburrida se dedicó a matar el tiempo leyendo la sección de chismes de un periódico que le había prestado al propietario de un quiosco cercano.
Para colmo de males, el chubasco mojó el periódico que leía y se encargó de obligar a todas las putas a retirarse de la esquina donde estaban apostadas, sin pensarlo mucho Ester, dobló el diario, caminó media cuadra y se metió dentro del primer local iluminado que encontró, solo pensaba en alejarse del acoso de la lluvia, eso era lo primordial por el momento, así que lo hizo, y se sentó ante una mesa vacía como si fuera a consumir algo.
Uno de los mozos del restaurante se acercó presurosamente a la mesa que Ester había ocupado, y le preguntó que deseaba ordenar, al principio ella no contestó, pues no tenía dinero para pagar lo que se le ocurriese pedir para calmar el hambre acumulada durante el día, sin embargo otra parte de su conciencia pugnaba por inducirla a pedir un menú, a sabiendas que se metería en un pequeño problema si lo hacía, pero había una forma de salir de él: era posible que el dueño del restaurante fuera un hombre, y en su concepto, todos los hombres necesitaban un poco de sexo para relajarse, así que valía la pena intentarlo. Sería un trueque, sexo por comida, una medida desesperada pero acorde a las circunstancias, mientras se recuperaba de la mala racha de hoy.
—Quiero un arroz con pollo, una ensalada y una cebada — pidió Ester aparentando estar tranquila, aunque por dentro el miedo y la ansiedad la estaban consumiendo.
El mozo puso sus manos, a modo de bocina, en torno a su boca y gritó a voz en cuello al cocinero del lugar, lo que Ester había pedido, mientras le daba la espalda para retirarse adonde lo requiriesen, pero Ester necesitaba disipar su ansiedad haciendo algo, cualquier cosa que la hiciera parecer como una cliente común y corriente.
— ¿Cuánto tiempo se demorarán en preparar el menú?— dijo jalando de la ropa al mozo.
El chico se sorprendió ante la acción de la fémina, pero no dijo nada pues había asimilado demasiado bien aquello de que "el cliente siempre tiene la razón".
—Cuatro o cinco minutos. Ahora déjeme seguir trabajando. Debo atender otras mesas.
—Sí, claro— contestó Ester, soltándolo rápidamente, como si se hubiera dado cuenta que estaba llamando demasiado la atención de las personas sentadas en las mesas contiguas.
Era cuestión de esperar que las cosas salieran bien, de arreglarse un poco para estar atractiva a la hora de pagar la cuenta, por eso procedió a soltarse el cabello y sacó un espejito de su bolso de mano para ver cómo le quedaba el cabello suelto, y ensayar alguna mejora en caso no le gustara lo que estaba viendo. En eso estaba cuando sintió la presencia de alguien cerca de ella; rápidamente volvió la cabeza para ver de quien se trataba pero no consiguió identificar a nadie en particular . Ningún comensal se había levantado de sus mesas, todos continuaban comiendo o conversando animadamente sin prestar atención a lo que estuviera ocurriendo fuera en otra parte; a pesar de ello, Ester no quedó tranquila , y continuó vigilando los alrededores de la mesa donde estaba en la medida de sus posibilidades.
Lo cierto era que ese algo, o alguien estaba ahí, moviéndose como una rata atrapada en un lugar cerrado, ella podía oírlo claramente ¿ por qué los demás no? Era exasperante saber algo que los demás ignoran, o fingían ignorar. Ester continuaba vigilante, atenta a lo que pudiera aparecer, con la mano asida a una pequeña navaja oculta dentro de su bolso, los minutos pasaban lentos y angustiosos para ella, esperando el momento para defenderse en caso de ser agredida.
—No tienes nada que temer de mí, mujer —dijo una voz melosa que parecía arrastrar cada una de las palabras que pronunciaba.
Ester no podía creer que aquella voz proviniera un ser peludo, con aspecto de rata, que se había trepado sobre una silla contigua a la que estaba ocupando en ese momento, por eso cerró sus ojos y los volvió a abrir creyendo que al hacerlo se encontraría con la imagen de una persona desconocida, pero persona al fin y al cabo.
En efecto, abrió los ojos y se encontró con un individuo moreno, de pelo corto frente amplia, cuya mirada estaba cubierta por unas amplias gafas oscuras que le daban un aire de supremacía y misterio . Ester sonrió, y pensó que no se estaba volviendo loca, se trataba de un hombre como cualquiera de los que pasaban por la calle, la cuestión era saber porque se había sentado ante la misma mesa que ella, sin haber sido invitado.
— ¿ Quién eres, carajo ¿ Por qué te has sentado aquí?— le interrogo Ester con voz iracunda, completamente llena de odio.
El individuo siguió sonriendo, como si el insulto no le afectara en lo absoluto, mientras se tomaba unos minutos para responder.
—Soy la "rata" que viste antes de cerrar los ojos. He adoptado este aspecto para no asustarte más de la cuenta, mujer.
— No me has respondido, carajo —dijo Ester
—Sera mejor que te calmes, mujer, supongo que no quieres que te boten de aquí por hacer escándalos—replicó el individuo.
Ester comprendió que tenía razón y moderó su tono de voz, pues las personas que estaban a su alrededor habían comenzado a prestar atención hacia lo que estaba pasando en su mesa. Y no le gustaba para nada que eso estuviera pasando.
— Bueno, en el fondo no importa saber quién soy, lo que cuenta es lo que te puedo ofrecer. Sé que no tienes dinero, y lo que piensas hacer para pagar lo que consumirás.
Ester estaba sorprendida ¿ cómo era posible que este hombre, al que veía por vez primera, supiera cosas que ella no le había contado a nadie?, el asunto era interesante pero difícil de resolver para una mente orientada a cuestiones meramente prácticas, como la suya; así que lo más sencillo sería concentrar su atención en aquello que este hombre decía ofrecer.
— Habla, te escucho.
Al individuo parecieron brillarle los ojos al notar el cambio de actitud de la fémina, había conseguido interesarla, y eso era el primer paso para reclutar a esta mujer como una de las siervas que necesitaba su Amo.
—Puedo hacer que el mozo, y el tipo ese que maneja la caja registradora, crean que has pagado cuando en realidad no lo has hecho.
Apenas oyó eso, la cara de Ester se transfiguró, si el desconocido tenía el poder para obrar así, no se vería obligada a intentar seducir al dueño del restaurante para que éste le perdonase la deuda que pensaba contraer; sin embargo, si lo pensaba mejor le parecía dudoso que esto se pudiera lograr con facilidad.
—Así que quieres engañar a los trabajadores del restaurante. A menos que seas mago, no veo como puedas hacerlo— contestó Ester dándole a sus palabras un claro tono de incredulidad.
—El mejor modo de demostrártelo, es haciéndolo. Debo dejarte, el mozo se acerca trayendo la comida que pediste.
Ester volvió la mirada, y en efecto, ahí estaba el mozo del restaurante colocando el arroz con pollo, la ensalada y el vaso con cebada sobre la superficie de la mesa. La comida estaba servida; Ester espero a que el mozo se fuera para coger los cubiertos que estaban al costado del plato principal, envueltos en una pulcrísima servilleta blanca, y empezar a comer.
Lo hacía con una voracidad rayana en el hambre extrema, casi como si no hubiera probado alimento en muchos días, y quizá fuera así porque el trabajo que tenía no era una fuente segura de ingresos. Había días en los que tenía suerte en la esquina donde habitualmente exhibía su cuerpo, y los clientes le dejaban dinero como para no volver a salir a la calle en dos o tres días, pero no siempre era así, y en ocasiones tenía que emigrar a otra zona de operaciones, un poco más alejada para tentar una suerte, que en ocasiones le parecía esquiva como había ocurrido hoy.
Pero la comida obraba el efecto de hacerle olvidar aquellas circunstancias desfavorables para sumergirle en un mundo hospitalario y sonriente donde las cosas solo podían salirle bien, esta impresión le duro hasta que termino de arrancar la última fibra de carne del hueso de pollo que tenía en la mano, a continuación arrojo el hueso mondado sobre el plato vacío, y prestó su atención a todos los sonidos que pudieran suscitarse a su alrededor.
Su oído fue capaz de percibir un pequeño ruido, que luego identificó como un silbido de baja intensidad que perseguía llamar su atención. Ester miró hacia el costado de la mesa, y descubrió una pequeña jeringa hecha de material plástico que parecía haber sido olvidada en ese lugar por descuido.
Y volvió a oír la voz del individuo que le había ofrecido ayuda, susurrando
—Debes encontrar alguna manera de pinchar al mozo con esa jeringa, yo me encargo de hacer lo mismo con el chico que trabaja en la caja registradora.
Ester sacudió su cabeza en señal de asentimiento, y empezó a planear lo que tendría que hacer para conseguir ese objetivo. El mozo se acercó a la mesa, con la intención de cobrar el dinero que ahora ella le debía al restaurante. Ester se incorporó de su asiento, y fingió perder el conocimiento. El mozo era una persona solidaria que apenas vio eso, intento reanimarla abanicándole el rostro con la libreta en la cual consignaba cada uno de los montos que las consumiciones que hacían los clientes. En eso estaba cuando sintió que algo lo estaba pinchando en alguna parte de su cuerpo.
—¡ Malditos zancudos! —bramó el mozo en voz alta , pensando que era inevitable que esos molestos insectos estuvieran en todas partes, pues formaban parte del paisaje como las moscas, los perros callejeros y los montículos de basura colocados al pie de cada poste de alumbrado público, por lo tanto no valía la pena enojarse demasiado; sin embargo , pasados unos segundos, el mozo experimento la sensación de que su cuerpo se desvanecía, como si fuera a sumergirse en un sueño pesado, muy parecido a la muerte.
La sensación fue pasajera, y casi no tuvo tiempo para asustarse, pues las imágenes parecieron componerse de inmediato y seguir con su curso natural, Ahí estaban la mesa, los clientes todavía sentados en las mesas donde los platos semivacíos convocaban a pequeños enjambres de moscas que revoloteaban incansablemente sobre los restos de comida, ahí estaba la cliente a la que acababa de cobrar lo consumido. Todas estas imágenes le parecían ser cosas frescas, recién ocurridas, cosas que eran parte del flujo de acontecimientos que debían suceder en un lugar como ese.
Ester se encamino hacia la salida del restaurante, nadie le dijo nada, todo estaba normal; era una cliente honesta como cualquiera y nadie tenía pruebas para amonestarla por lo que acababa de hacer. Piso la calle y empezó a alejarse del lugar donde un ser extraño le había ayudado a realizar , una cosa totalmente fuera de lo común que la hacía sentirse un poco rara, y tenía miedo de estar volviéndose loca.
Quizá regresar a casa y echarse a la cama le ayudase a aclarar sus ideas, a considerar lo que había vivido como de esos sueños tan enrevesados que resultan imposibles de interpretar. Volver a su propio entorno le haría volver a ser la Ester que siempre había sido.
— Hola de nuevo, mujer. Ahora te toca pagar el favor que te hice.
— ¿Otra vez tú? —respondió ella con voz tartamudeante.
—Estoy aquí, detrás del poste, acércate.
Ester tenía ganas de salir corriendo, pero aquella voz le hablaba en un tono tan imperioso, que seguramente no consentiría en ser desairada. Por eso, empezó a acercarse al poste, con lentitud, esperando encontrar nada fuera de lo común cuando dirigiese la mirada a la zona iluminada por la fuente de luz del poste.
Al fin y al cabo—se dijo— solo podría encontrar un montón de residuos arrojados a la calle por los vecinos del lugar, a la espera que el camión recolector pasara por ahí. Eso sí, los desperdicios estarían mojados, formando una mezcla desagradable a la vista, y maloliente al olfato, pero nada de eso le afectaría de modo fulminante, estaba acostumbrada al lastre de la basura como cualquier habitante de aquella ciudad.
En efecto, ahí abajo, encontró el esperado revoltijo de cosas inútiles que suelen producir los seres civilizados, pero también se topó con algo no acostumbrado; el cadáver de un animal, al parecer uno de los tantos ratas que morían envenenadas por obra de algún vecino harto de soportar sus maullidos y visitas indeseadas.
El animal parecía tieso, y se hallaba con la cabeza apoyada sobre la desvencijada vereda, como si esta fuera alguna especie de almohada, y el cuerpo encogido cual un pequeño puño. Junto al cadáver, Ester encontró una jeringa, idéntica a la que había usado para inyectar al mozo allá en el restaurante.
—Toca mi cuerpo mujer— musitó la voz que había escuchado antes. Necesito que me des un poco de calor.
A Ester le daba asco tocar algo que parecía un cadáver, pero estaba como presa del imperio de aquella voz que penetraba en su cerebro, y sometía su voluntad.
Ella se agachó, extendió sus manos y empezó a acariciar el pequeño cuerpo, al principio con timidez, pero después con más confianza, casi como si estuviese dándole masajes al cuerpo de un cliente que le pidiese hacerlo para entrar en calor antes del acto amatorio. Lo palpó tantas veces, que pudo sentir la estructura de aquellos huesos en las yemas de sus dedos, las palmas de sus manos quedaban impregnadas con los diminutos pelos que se desprendían de aquel cuerpo inerte.
De pronto, el supuesto cadáver recobró la vida antes de ponerse, de un salto, en cuatro patas mientras movía la cola sinuosamente, como un látigo a la espera de dar azotes.
Ester se asustó un poco ante la súbita resurrección del "roedor" pero lo asimiló pronto, porque su cerebro empezaba a acostumbrarse a las cosas raras que le estaban sucediendo.
— Sígueme, mujer— dijo la "rata"", aunque no moviera los labios. Ester pudo oír claramente las palabras como si provinieran de ahí abajo.
— ¿ Dónde me quieres llevar?—le interrogó Ester.
— A un sitio donde no volverás jamás volverás a tener hambre— aseveró la "rata" con la seguridad con la que un predicador promete la salvación eterna a su grey.
— No sé si deba creerte. Además me siento como una loca hablando con una "rata"— replicó Ester con reticencia, queriendo herir con este sarcasmo la susceptibilidad del "roedor", si es que acaso la tenía.
—Mujer de poca fe— le espetó la "rata", mirándola fijamente con sus pequeños ojos grises ¿ Acaso necesitas mayores pruebas de lo que podemos hacer por ti?—concluyó la "rata" hablando en plural, como si fuese alguna especie de jerarca.
Era una pregunta retórica, y aunque Ester no supiera el significado de esta expresión, entendió perfectamente que la interrogación no admitía respuesta, pero su ignorancia, y su miedo eran tan grandes, que decidió hacerlo.
— Si— dijo con un débil hilo de voz.
— Entonces te las daré.
En ese momento, algo parecido a un dolor de cabeza se apoderó de Ester, la intensidad del mismo era tan fuerte que la chica se cogió las sienes con las puntas de los dedos para como intentando atenuarlo con esa reacción natural. Al dolor le siguió una especie de languidez, su cuerpo se sintió más ligero, casi ingrávido, el suelo parecía no existir, debajo de ella la tierra abría su enorme boca para engullirla.
Era solo una impresión, no una certeza, pero era demasiado real como para que ella no se asustase. A Ester le pareció que la "rata" curvaba las comisuras de su pequeño hocico en un esbozo de sonrisa.
—Ahora ¡mírame a los ojos!— le ordenó la "rata".
Ester y la "rata" enfocaron sus miradas, y en el cerebro de Ester se empezaron a formar imágenes de un ¿futuro? en el cual no pasaba hambre, pues se veía comiendo cada vez que su cuerpo le exigía hacerlo, sin depender de los magros ingresos que lograba prostituyéndose, sin tener que derramar lágrimas para que algún se compadeciera y la invitara a comer a cambio de una reducción en la tarifa de sus servicios sexuales.
— Tendrás todo eso, y quizá alguna cosas más. Solo tienes que servir a mi amo en lo que mejor sabes hacer.
Era una cuestión que debía resolver en este momento, en base a la información que le estaban proporcionando. Estaba cansada de tener hambre, y de llegar al extremo de mendigar comida. Aceptó.
La "rata" emitió un chillido de satisfacción, y abandonó el nicho de inmundicias donde Ester la había encontrado para convertirse en el guía de esta nueva recluta. "El Fénix" no se encontraba lejos de ahí.
Después de caminar un poco llegaron a "El Fénix", el hotelucho estaba dos cuadras más allá del restaurante donde Ester había saciado su hambre, muy cerca del perímetro de un mercado que había desbordado sus límites, invadiendo las calles contiguas con puestos de comercio ambulatorio. A Ester el sitio le pareció no difería mucho de otros hoteles enclavados en medio lugares tugurizados por acción de esta clase de comerciantes.
Atravesaron una calle solitaria, apenas transitada por lo que no llamaba demasiado la atención la aparente incongruencia de que una mujer estuviese siguiendo a una "rata". Cuando llegaron a la puerta de "El Fénix", encontraron cuatro mujeres más esperando turno para entrar, todas ellas acompañadas por un "roedor" bastante similar al que la había contactado a ella.
Todas intercambiaron miradas, pero no palabras; no era necesario todas eran mujeres mal vestidas, y de baja ralea que hacían lo mismo que Ester para conseguir sobrevivir en la urbe donde les había tocado existir.
El número cinco pareció obrar un efecto mágico en la vieja puerta aherrumbrada, ésta se abrió lentamente, lenta y chirriante , como correspondía a una puerta mal conservada, y las féminas subieron , ordenadas y en silencio, las escaleras que daban acceso al interior del hotel.
3. UNA OPORTUNIDAD PARA SARA
El ómnibus estaba atestado de pasajeros cuando comenzó la lluvia, y aunque todos iban sentados, nadie estaba cómodo; había que soportar los inesperados saltos que el vehículo daba de vez en cuando al pasar por encima de un bache, los hedores personales de los pasajeros, fruto del diverso grado de aseo de cada uno de ellos al empezar el día, y sobre todo la incomodidad que implicaba abandonar el ómnibus cuando uno se sentaba al fondo, o en los asientos que iban pegados a la ventanas del mismo. También había que ser tolerante cuando algún pasajero subía acompañado con mercadería de diversa índole, en estos casos el cobrador le cobraba doble pasaje al usuario alegando que los productos ocupaban un espacio reservado para otro pasajero.
Sara vendía golosinas, se hallaba sentada junto a una de las ventanas del ómnibus, y había pagado doble pasaje para que el balay, donde llevaba su mercadería viajara cómodamente puesto sobre un espacio que solían denominar "la banca", y que estaba ubicado detrás de los asientos del piloto y copiloto del ómnibus.
Y aunque no se consideraba vieja, ya frisaba casi los sesenta años de edad, que se reflejaban en las arrugas que iban ajando su cara, aunque ella intentaba paliar su efecto con el abundante maquillaje con el que solía decorar su cara, amén del pelo pintado de rubio que le ayudaba a reforzar su vanidad. Una vez le habían dicho que parecía una turista gringa caída en desgracia, por su tez blanca y su cabello dorado; y no lo había tomado como una afrenta sino como un elogio. Su meta era llamar la atención de la gente para que le compraran sus productos, y si para lograrlo era necesario disfrazarse de alguien que no era, bienvenida era la idea.
Como viajaba pegada a la ventana del ómnibus, Sara fue testigo de cómo la lluvia dispersaba a la gente, convirtiendo lo que era una ciudad animada por el comercio en una especie de lugar fantasmal, la lluvia mojaba todo, salpicando las fachadas mal cuidadas, ennegreciendo las veredas y las pistas con una sustancia tan oscura como el mismo color de la noche que reinaba por todas partes.
Lo que la lluvia le estaba haciendo a la ciudad despertó el sentido común de la veterana vendedora ambulante, si la gente empezaba a retirarse a sus casas no habrían demasiados clientes a quienes ofrecerles las golosinas y cigarrillos que llevaba en el balay, y eso le quitaba el sentido al viaje que estaba haciendo para llegar el centro de la ciudad.
—Me bajo aquí— vociferó Sara de tal modo que el conductor pudiera escucharla por encima de la pegajosa cumbia que estaba sonando, pero el ómnibus siguió de largo, como si no hubiera dicho nada. Quizá el hombre estaba concentrado escuchando la canción, o quizá la procesión de luces que veía a través del parabrisas lo había desconectado de la realidad por un instante.
—Oye, para el carro huevón. La tía quiere bajarse— le espetó su cobrador en una jerigonza colorida que el chofer entendió mejor, pues el ómnibus se detuvo bruscamente, haciendo que todos los pasajeros, por obra de la inercia, fueran proyectados hacia adelante con grave riesgo de quebrarse los dientes en caso no reaccionasen a tiempo para evitar impactar con los espaldares de los asientos cercanos.
Sara estaba indignada, el golpe podía haberle desencajado la dentadura postiza que llevaba alojada en la boca, le increpó al chofer su falta de consideración hacia los pasajeros con la vehemencia de las personas que se acercan a la tercera edad.
—Ya tía— respondió airadamente el chofer, volviendo la cara hacia ella —bájate nomas y no me sigas jodiendo.
Sara vio una cara redonda y despeinada, dotada de un par de ojos enormes y desorbitados, definitivamente era la mirada de un loco que farfullaba maldiciones a través del espeso bigote que le ocultaba los labios.
Decidió no responder, simplemente se incorporó del asiento, y a duras penas, consiguió salir del encierro donde se había metido, merced a la gentileza de su compañero de asiento que se hizo a un lado para que ella pudiera pasar. A continuación, Sara cogió su balay, y se dispuso a bajar del ómnibus.
El cobrador abrió la puerta corrediza para que pudiera hacerlo, y ella extendió uno de sus pies para empezar el descenso, mientras el otro todavía permanecía dentro del vehículo, sirviéndole de punto de apoyo. De pronto, el vehículo se movió bruscamente, y ella perdió el equilibrio precipitándose bruces hacia la vereda.
Su cuerpo cayó, cuan largo era sobre la vereda, mientras sus productos, se desparramaban a su alrededor como las gotas de lluvia que habían caído sobre la ciudad. Caramelos, paquetes de galletas, barras de chocolate, cajetillas de cigarros, chupetines, todo eso ahora estaba diseminado sobre el suelo, como el contenido de una piñata recién rota, y tal vez por ello la poca gente que transitaba alrededor recogía las golosinas sin dueño y se las embolsicaba.
Sara no podía preocuparse ahora por eso, bastante tenía con limpiarse una y otra vez con la manga de su blusa, el flujo de sangre que brotaba de su tabique nasal, mientras se arrastraba lentamente sobre la vereda mojada ensuciándose la ropa con el barro que se había formado sobre su superficie. De reojo, le dedico una mirada al suelo y contempló las pequeñas lagunas de sangre que salpicaban el mismo, con esa intensidad que posee el color rojo donde quiera que se le vea.
Definitivamente era un mal día, la lluvia, su accidente, su ropa hecha un desastre, y sobre todo la merma de su mercadería hacían de todo esto un día para olvidar, Afortunadamente, tenía un dinero para pagar un taxi, y retornar a la pequeña habitación donde vivía. Sara siempre había sido una persona activa, y trabajaba vendiendo golosinas en la calle, para no pasarse el día viendo televisión o escuchando música del recuerdo, mientras le llegaba su turno de volver a la ventanilla del banco para cobrar su magra pensión de jubilada, con la que sustentaba el pequeño negocio en la que estaba inmersa.
Sara se levantó de la vereda, sin ayuda de nadie, como podría hacerlo un muerto recién resucitado, recogió su balay y comprobó que poca cosa se había salvado de la rapacidad de los transeúntes, pero no se quejó como suelen hacer los ancianos cuando les ocurren cosas como ésta. Sabia de sobra que no servía de nada quejarse, pues a los ojos de todos se trataba de un evento menor, quizá trascendente para ella misma, pero no para los demás que solo lo veían como algo que rompía la monotonía del día por un rato.
Estaba a punto de tomar un taxi, cuando un ruido de pisadas que se escuchaban bastante cerca, llamaron su atención y la pusieron alerta. Seria demasiada mala suerte, si con lo que le acababa de suceder, algún ladronzuelo se le ocurriera asaltarla para despojarla del poco dinero que tenía consigo.
Sara se asustó, y su primer pensamiento fue buscar un policía a quien confiarle sus temores y pedirle alguna clase de protección. Estaba a punto de hacerlo, cuando sintió que el celular que llevaba entre sus senos empezaba a zumbar, anunciándole que un mensaje de texto acababa de llegar.
La anciana sacó su móvil de aquel pequeño refugio, y consultó la pantalla llena de curiosidad, pensando que tal vez alguno de sus hijos se hubiera acordado de sus necesidades materiales, y le enviaba algo de dinero para cubrirlas, sin embargo conforme fue leyendo, fue advirtiendo que el mensaje no procedía de nadie que ella conociese, además de estar redactado en un lenguaje, para ella, un tanto misterioso.
— Buenas noches, vieja mujer. Sentimos mucho lo que te acaba de pasar, y queremos ayudarte. Sabemos que llevas una vida solitaria y miserable, y te ofrecemos la oportunidad de cambiarla.
A pesar de estar muriéndose de miedo, Sara digitó una respuesta y la envió al número de donde le habían dirigido el mensaje.
—Se ha equivocado señor, soy una mujer pobre que vive de su trabajo. No tengo dinero para darles Y mi familia tampoco lo tiene, no les darían ni un céntimo por mí— completó la frase en un arranque de victimización.
Unos minutos después llegó la respuesta, y el teléfono que Sara tenía en la mano volvió a vibrar.
—No se trata de sacarte dinero, por ese lado no tienes nada que temer vieja mujer. Queremos ayudarte, pero para eso necesito que obedezcas a los pequeños seres que ahora mismo se acercaran a ti, para conducirte hacia donde estamos nosotros.
Sara quedó extrañada. Le pedían que obedeciera a unos "pequeños seres" que la conducirían quien sabe adónde. Su mente automáticamente se figuró que se trataba de enanos o duendes u otra criatura mitológica que habitan en los cuentos con los que se llena la imaginación de los niños. Y encima le ofrecían ayuda para salir de sus problemas, y eso para ella significa simplemente pagar las cuentas pendientes, era ilógico pensar que un grupo de seres inexistentes pudiera ayudarla a hacer eso.
Una oleada de cólera la inundó por completo. Alguien se estaba burlando de ella, y lo estaba haciendo a distancia, de un modo tal que preservaba su anonimato, pero no podría librarse de ser insultado a través de la misma vía por la que la estaba importunando.
—Vete a la mierda, hijo de puta— tecleó Sara apresuradamente, para luego presionar el botón de envío con toda la furia contenida en su ser.
La idea de buscar a un policía volvió con fuerza a su mente, y se sintió un tanto ridícula por haber hecho caso de los mensajes que le había enviado un bromista anónimo. Se juró, a sí misma, que no volvería a hacerlo, pero el teléfono que todavía tenía en la mano volvió a zumbar. ¿ Sería, de nuevo, el bromista o acaso otra persona se querría comunicar con ella?. Su curiosidad era grande, enorme y para saciarla acercó la pantalla de su celular a sus ojos para poder leer mejor.
—Sabía que volverías a leerme vieja mujer, je, je. Ahora quiero que veas a tu alrededor para que conozcas a mis pequeños secuaces, ellos también quieren conocerte.
Sara obedeció, aunque no sabía muy bien porque, las palabras escritas sobre la pantalla, abarcó con su mirada todo el perímetro que la rodeaba, como si estuviera buscando algo distinto a lo que solía normalmente encontrarse en el exterior.
Sus ojos se esforzaron, escudriñándolo todo con tanta atención que pudo hallarlos después de una búsqueda atenta, pero algunos sonidos extraños le ayudaron a localizarlos ; se trataba de un par de criaturas cuadrúpedas, de color pardo y cuerpo ahusado, amén de gordas y peludas, cuyos hocicos puntiagudos se dirigían hacia donde ella estaba como si quisieran embestirla. Su cuerpo se estremeció, mientras su cerebro identificaba aquellos animales como "ratas", sin poder evitar que una sensación de repelencia la invadiera casi inmediatamente.
Ambas "ratas" parecían haber emergido de la oscuridad, y continuaban acercándose atravesando aquel suelo negro y húmedo que había dejado la lluvia reciente, mientras entreabrían sus hocicos como desnudando los grandes incisivos enclavados en sus encías como queriendo introducir esa cruda imagen dentro del campo de visión de una anciana aterrorizada por la sola presencia de aquellos roedores ante ella.
El único pensamiento de Sara era escapar de ahí, la mezcla de miedo y asco que la dominaba en ese momento. Su cuerpo le pedía, le exigía abandonar aquel paraje dominado por la locura, para retornar al terreno seguro que es lo cotidiano.
Y empezó a correr, aunque no podía hacerlo bien porque se cansaba rápidamente, pero era una cuestión de sentido común hacerlo. No podía quedarse ahí, y resignarse a sufrir un ataque de pánico. Odiaba a las ratas, pero a la vez las temía, era consciente de ello.
Así que siguió corriendo, como si quisiera deshacerse del miedo que estaba sintiendo, corría sin mirar atrás a sabiendas que las ratas estaban ahí, siguiéndola, a través de la vereda , chapoteando sobre charcos oscuros que superaban con la agilidad propia de su especie.
Sara dobló una esquina, y se metió en una callejuela pensando eludir a sus perseguidoras con esta acción desesperada. Las ratas que la seguían pasaron de largo, y ella recobró la confianza en sí misma; ahora debería esperar unos cuantos minutos para recuperar el aliento, antes de tomar un taxi para regresar a su hogar.
Dio unos cuantos pasos para reconocer el terreno, estaba pisando un suelo repleto de adoquines, algunos sobresalían, otros se encontraban perfectamente colocados. A cada lado de la calle prosperaban varios árboles, muy mal cuidados, que le conferían un aspecto un tanto campestre a una callejuela que curiosamente carecía de veredas . Sara caminaba lentamente sobre aquella superficie desnivelada, y apenas visible en la penumbra. Estaba desorientada, confundida pues le parecía encontrarse en un lugar remoto, solo podía guiarse por las luces que emanaban de los postes erigidos en torno a una pequeña rotonda de cemento que rodeaba un pedestal, sobre el cual se levantaba el busto de un tipo que llevaba lentes y estaba tocado con una boina vasca.
Sara se dirigió hacia ese pedestal, pues ver la imagen de un congénere, aunque solo fuera una estatua le confería un poco de seguridad a la decisión que estaba tomando, para llegar a aquella zona iluminada, y alejarse de las sombras que la rodeaban, pues sentía que cientos de ojos grises la estaban espiando. Era una impresión física, y casi podía percibir aquel acoso sobre su espalda.
Cuando llegó al pedestal se figuró que había atravesado una especie de mar tenebroso, para refugiarse bajo el frio resplandor de aquella fosforescencia. Estaba a salvo, o al menos eso creía, pues cuando bajó la mirada encontró una hilera de diminutos cuerpos grises, perfectamente alineados ante ella, como lo están los soldados cuando un superior les hace revista. Sara volvió la mirada, y encontró totalmente rodeada. Las "ratas" parecían estar completamente inmóviles, pero no era así por entero, pues sus hocicos trabajaban activamente olfateándola con fruición, como si quisieran apropiarse de su olor.
"Estoy perdida", pensó Sara para sus adentros. "Ahora sabrán que les tengo miedo, y me atacarán todos a la vez"
Se encontraba tensa, sin saber muy bien que hacer, con su mente sumergida en la incertidumbre, en eso el celular que tenía en la mano empezó a vibrar. Sara sabía lo que significaba eso; un mensaje había llegado y esperaba de ser leído.
— Estas atrapada y muerta de miedo, vieja mujer. Pero no queremos hacerte daño. Solo queremos tu obediencia.
Las ratas permanecían quietas, formando un círculo en torno a ella, y no parecían tener intenciones de atacarla. Tenía tiempo de responder, así que tecleó raudamente una pregunta.
— ¿ Qué quieres que haga?
La respuesta no tardó en llegar
—Solo tienes que seguir a las "ratas". Ellas te llevarán adonde estamos nosotros.
Era una instrucción simple y concreta, sencilla de obedecer. Además no tenía mejor opción que hacerlo, Empezó a avanzar lentamente, rodeada por un cortejo de "ratas" que la iba siguiendo conforme ella daba un paso, su andar era lento y pausado, pero las "ratas" se acomodaban a su parsimonia. Por dentro se sentía abrumada por el peso de una situación que la desbordaba por completo.
De ese modo, la mujer y las "ratas", atravesaron las húmedas calles de una ciudad que parecía abandonada, caminando como peregrinos bajo el frio resplandor de la luna, obedientes a un mandato supremo que las impelía, a las "ratas" y a ella, a dirigirse hacia un edificio de fachada sucia y aspecto descuidado, que ostentaba un nombre que sonaría bien a cualquier oído que pudiera escucharlo : "El Fénix".
4. COMUNION CON LAS SIERVAS.
Mis siervas están llegando, mejor dicho todas están aquí, ingresan lentamente al vestíbulo. Las paredes resplandecen, una luz rojiza se expande por el ambiente cubriendo por entero el cuerpo de mis nuevas súbditas con esa coloración escarlata . Mis simbiontes han ido por todas partes, y han retornado con el fruto de su trabajo, ahora me toca hacer el mío.
Ellas cierran los ojos, e inclinan el rostro ligeramente como si se dispusieran a rezar, es el momento que espero, ahora mi mente se sumerge dentro de las suyas, me encuentro dentro de un vasto océano de seis mentes dispares, pleno de información sobre estas mujeres que ahora me servirán hasta la muerte.
Averiguo como las llaman sus amigos y todo el mundo : Sara, Ester, Elsa, Karina, Mirla, Susana, afortunadamente ningún nombre se repite, son nombres cortos, y sobre todo eufónicos, ideales para estimular la imaginación de un hombre que se apasiona con las palabras. Además ninguna es virgen, aunque no todas tienen la misma opinión sobre la práctica del sexo, algunas lo toman como algo relajante, y se esmeran en complacer al macho, otras lo ven simplemente como una tarea a cumplir, y que les corresponde por ser hembras, pero no lo disfrutan tanto.
Me complace que no sean demasiado viejas, Sara es la excepción, pero a ella no tendrá que conseguirme víctimas, le encargaré otro trabajo: regentar este lugar y controlar a las muchachas que se ocuparán de eso. Ella tiene experiencia administrando dinero, y seguramente lo hará bien.
Les ordeno que se desnuden, y todas empiezan a hacerlo, con prontitud hasta despojarse por entero de lo que llevan encima; sus prendas caen al suelo, como aves heridas, y se van acumulando hasta formar una especie de montículo frente a cada una de ellas.
Ahora están desnudas, y les digo que se contemplen entre ellas mismas, que se vean a sí mismas. Necesito que gocen de ese momento de intimidad común, que conozcan las imperfecciones de sus cuerpos, y los matices de su belleza. Necesito que sean una, que no compitan entre sí, a la hora de proporcionarme la victimas que necesito para sustentar mi existencia sobre este mundo.
El momento se hace sublime cuando espontáneamente Elsa besa a Karina, y ella acepta la caricia con docilidad, y sus labios se juntan; el ejemplo se contagia a las demás. Y todas terminan haciendo lo mismo Me gusta que lo hagan, pero debo detenerlas, no quiero que esta reunión termine en orgia.
Sus labios se separan, y vuelvo a tener la atención de todas. Ahora es cuando deben conocerme. No soy humano, pero estoy en sus mentes, y dentro de ellas asumo la forma de un macho de su especie para compenetrarme con la lógica de sus relaciones. Soy el Amo, y desde este momento les daré alimento y amor mientras sus vidas me sean útiles.
La noticia las excita, sus cuerpos sienten que ha llegado la hora del amor. Estoy en cada una de sus mentes, y provoco su deleite tocando cada una de sus zonas erógenas, sus cuerpos se mueven con armonía moviéndose al compás que marca el sexo. Todas esperan el momento supremo, el clímax de la penetración, pero hoy no les daré ese gusto, no se me antoja hacerlo.
No quiero cansarlas dándoles demasiado placer, más bien es momento de darles el alimento que las adictará a mí hasta que mueran. Ellas comen todos los días, necesitan renovar su provisión de energía para funcionar, y si no la tienen se angustian. Yo vengo a resolver eso para siempre.
— ¡ Acerquénse, siervas mías! ¡ Caminen hacia la pared que resplandece!
Las palabras resuenan dentro de sus cráneos, ellas obedecen, y como una sola mujer caminan hacia la pared del vestíbulo. Falta Sara, que ha observado todo con cara de asombro. La llamó, ninguna sierva debe quedar exenta de la comunión conmigo.
— ¡ Sara!, ¡ Ven, tú también!
La anciana se reúne junto a sus compañeras, es la única mujer vestida en ese rebaño de hembras desnudas. Todas vigilan la pared, están fascinadas esperando el próximo paso. Ante ellas la pared ya no resplandece, ahora palpita como un trozo de carne viviente.
Apenas lo ven, las mujeres extienden sus manos con avidez con la intención de desgajarlo, y lo consiguen, cada una toma un bocado, y se lo meten en la boca con delectación evidente. Lo van masticando, se ven felices haciéndolo.
A partir de hoy, yo las saciaré por entero, sin mí caerán en un estado de hambre permanente; por eso deben servirme, por eso son mías.