A Judith Vergara García, autora de los cuadros que se describen en este relato.
La imagen que sirve de portada a este relato es de autoria de esta talentosa artista.
Las paredes de su estudio estaban cubiertas de cuadros, y todos ellos mostraban una visión o una pesadilla protagonizada por una mujer parecida a ella, pero no ella exactamente.
Los cuadros estaban alineados, uno a continuación de otro, como si estuvieran en exposición permanente para Casandra, su creadora, y en todos ellos se representaba a una mujeres semidesnudas en actitudes bizarras.
Y su mirada recorría cada cuadro con fruición, como recordando el trance suscitado cuando fue concebido.
Ahí estaba la mujer levitante , con los cabellos largos y sueltos cubriendo sus senos, que extendía los brazos hacia atrás como acariciando la oscura selva que servía de fondo. Más allá aparecía una hembra manca , de mirada enigmática, y largos cabellos, posando delante de una pared ocre cubierta de flores enormes. Un poco más lejos, se divisaba otra fémina , de rostro hierático, con las manos juntas y actitud orante, con tres naipes sobresaliendo de la truza que era su único vestido.
En la pared contigua, estaba otra mujer , sosteniendo una llave capaz de abrir un extraño cinturón, cuya cerradura tenia el aspecto de una vagina. Más allá, estaba la mujer sin boca, mirando al espectador con toda la furia de sus ojos.
Y hablando de ojos, Casandra había colgado cerca de este cuadro uno donde aparecía una mujer tuerta sumergiendo un globo ocular dentro de una taza llena de agua caliente.
En otro cuadro, próximo al anterior, el personaje era la misma mujer, que miraba enloquecida al espectador, mientras se cortaba los dedos uno a uno sobre una taza que recibía la sangre que brotaba de aquellos muñones.
Mas allá surgió el vacío, una pared desnuda de cuadros anunció el final de aquel periplo de serenidad y horror, pero los ojos de Casandra seguían hambrientos de contemplación, y aunque ya no hubiera cuadros que ver, podía hacer algo para elaborar una composición que fuera tan aceptable para la vista, como los cuadros que había pintado.
Entonces fue cuando su mirada se topó con una vieja cómoda de madera que le acompañaba desde la infancia; pero, en este instante, Casandra la veía como un objeto perfecto por la proporción que guardaban los elementos que la componían: los seis cajones, colocados de arriba hacia abajo, estaban alineados simétricamente, y lo mismo podía decirse de los jaladores que permitían abrirlos.
A su mente vino la idea de usar la cómoda como pedestal, el asunto era que poner sobre ella, al principio se le ocurrió llenar aquel vacío con una cabeza de maniquí cubierta con una peluca corta de las que se usan para caracterizar a Cleopatra.
Y lo hizo, pero la composición no le gustó: la cabeza era demasiado pequeña, y la cómoda demasiado grande, no existía armonía entre ambos objetos, y eso dañaba la imagen. Necesitaba un elemento que guardase proporción con altura de la cómoda para que pudiera verse bien, en medio de los cuadros.
De un manotazo arrojó a la cabeza al suelo, y el lugar volvió a quedar vacío como reclamando ser ocupado por algo digno de estar allí.
Casandra contempló el vacío y pensó como llenarlo; las ideas aparecían y desaparecían en su mente, pero las descartó, hasta que una la sedujo por la osadía que implicaba llevarla a cabo.
Entonces se acercó a la cómoda y miró desafiante el vacío que pretendía llenar con la imagen que había surgido en su mente, a continuación cogió la falda del vestido que llevaba puesto, y se lo quitó de un tirón.
El vestido voló por encima de su cabeza, y Casandra quedó desnuda ante la cómoda, su cuerpo esbelto y delgado era armonioso en sí mismo, y el breve volumen de sus senos contribuía con esa imagen de simetría que fluía de ella.
Era el momento de aniquilar el vacío, de conquistarlo, llenándola con la su propia plenitud, y Casandra avanzó hacia la cómoda, moviéndose con elegante parsimonia, como dispuesta a ocupar el sitial que le correspondía.
Casandra trepó sobre la cómoda, y se acuclilló , con agilidad, sobre aquella angosta cúspide, su mano izquierda cogió uno de sus pechos como sopesándolo, mientras la otra creaba el equilibrio para sostenerse, luego parpadeó un par de veces para activar la cámara instalada frente a ella.
Luego, cerró los ojos e inclinó la cabeza sobre su pecho, y su cabellera cayó suavemente sobre su espalda.
La imagen era una perfecta reunión de forma y de luz, tenía esa serenidad y misterio que emanaban de algunas de las pinturas que ahí estaban.
Y se quedó quieta, durante un rato que le pareció eterno, para que las personas conectadas con ella disfrutaran de aquella fortuita ocurrencia hasta que su cansancio le exigiera variar de posición.
FIN
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