jueves, 16 de enero de 2020

LOS MERCENARIOS DE MARTE

1-Warren Mc Shane presenta su propuesta al Generalísimo Cadorna.
El 4 de mayo de 1915 fue un día infausto para toda la juventud italiana pues el parlamento de aquel país denunció el pacto militar que vinculaba a los transalpinos con las fuerzas armadas de los Imperios Centrales, semejante audacia puso a la monarquía de los Saboya dentro de la marea bélica que tenía contagiada a Europa desde el verano del año anterior.
Al principio, la opinión pública italiana celebró con grandes titulares la decisión tomada por el gobierno, pues estaban de acuerdo que el uso de la fuerza era la única vía para recuperar los pocos territorios que los esfuerzos reunificadores no habían conseguido arrebatar de la tutela austriaca.
 Sin embargo, contra toda previsión  los austrohúngaros lograron resistir los ataques italianos detrás de las fortificaciones que se habían construido a lo largo de la frontera durante los años de paz, y la  lucha se prolongó.
Después de un año de lucha las tropas enfrentadas   seguían enzarzadas en un combate sangriento que exigía el sacrificio de muchas vidas para conquistar una miserable porción de tierra afligida y humeante, que después de cada batalla quedaba cubierta  de cadáveres y agujeros excavados por los proyectiles de artillería disparados para acompañar cada esfuerzo ofensivo de los contendientes.
El anciano general Cardona era consciente de la necesidad de acabar con este macabro intercambio de golpes que tanto estrago estaban haciendo entre la juventud italiana, pues sabía de buena fuente que si las cosas permanecían así  el derrotismo se extendería entre la población como un reguero de pólvora y por ende el entusiasmo patriótico que había despertado la guerra empezaría a extinguirse, minando por consiguiente la moral combativa del soldado movilizado al frente, algo que  hecho ya había empezado a suceder y que se esforzado en combatir mediante una disciplina férrea que podría resultar contraproducente; después de todo Italia había comenzado la guerra persiguiendo unos objetivos que, si bien entonces habían parecido casi al alcance de la mano ante la aparente debilidad del oponente, ahora más de un año después de iniciada la matanza parecían mucho más difíciles de alcanzar.
A su juicio era necesario encontrar una nueva motivación para que sus muchachos continuaran derramando su sangre por la patria  pero por más que le daba vueltas al asunto no encontraba nada estimulante, y he aquí que se encontraba frente a frente con este corpulento y atlético caballero, que parecía tener entre treinta y cuarenta años, oriundo de Virginia una comarca situada en el sur de ese conglomerado nacional denominado Estados Unidos de América, que venía hasta Udine ( la ciudad donde el Generalísimo había instalado su cuartel general)  con una recomendación escrita de puño y letra por el mismo rey de Italia, jefe supremo de las ejércitos transalpinos en campaña.

Su nombre era Warren Mc Shane  y su estatura rayaba los dos metros de altura, a pesar de esta talla desmesurada no tenía la faz de un hombre tosco o estúpido, pese a la luenga melena que se desparrama sobre sus hombros,  más bien su rostro tenía esa belleza propia de los bustos que se conservan en las casas de las familias nobles, es más el propio Generalísimo había tenido el gusto de apreciar una fisonomía semejante durante una de sus tantas visitas a los museos romanos que guardaban en sus salas los tesoros de la Antigüedad, además vestía con la formalidad debida al ambiente donde estaba: nada menos que la oficina donde el Generalísimo decidía el destino de miles de hombres como si fueran simples peones de ajedrez.
Mc Shane  sonrió antes de extender su enorme y gruesa mano hacia el Generalísimo como muestra de respeto hacia el rango que ostentaba aquel anciano de bigote poblado y cano que hacía y deshacía en el frente con la venia del Rey de Italia, resultaba un poco difícil de creer que ese hombrecillo con el pecho repleto de medallas  tuviera el poder sobre la vida y la muerte de centenares de muchachos que fácilmente hubiera podido vencer a aquel abuelo en una pelea callejera, pero Cadorna hacía valer su poder a través de la jerarquía en el escalafón militar, cosa que lo elevaba por encima de cualquier recluta enviado al matadero en el que se habían convertido todas las comarcas limítrofes con el cercano  río Isonzo.
—No sé cómo ha conseguido ese pedazo de cartulina, pero esta tarjeta escrita por el Rey le da derecho a robarme unos minutos de mi tiempo, pero por favor le ruego sea breve pues tengo cuestiones importantísimas que resolver relativas con la situación en el frente del Isonzo—le espetó el Generalísimo a su hercúleo visitante de pelo largo.
—Lo sé míster Cadorna, pero lo que vengo a decirle guarda relación con sus más íntimas preocupaciones sobre el destino de los soldados que participaran en su próxima ofensiva en ese sector del frente.
—¿Acaso es usted un espía enviado por el enemigo? —bramó Cadorna interpretando mal las palabras de su interlocutor, mientras hacía el gesto de desenfundar la Beretta que llevaba al cinto como todos los oficiales de alta graduación del Regio Essercito.
—Le ruego que controle sus impulsos míster Cadorna—dijo el estadounidense de aspecto hercúleo y salvaje, y modales mesurados que tenía enfrente. Le aseguro que no soy su enemigo, más bien quiero ayudarle a ganar esta guerra y concluir con este terrible baño de sangre que ha segado la vida de tantos jóvenes italianos.
—Lo que usted dice suena bastante noble, pero dígame ¿acaso es usted científico o militar? Discúlpeme, pero para mí usted tiene más la facha de un forzudo de circo a sueldo de míster Barnum que de otra cosa.
Mc Shane sonrió, ignorando la invectiva que Cadorna le había dirigido, era un hombre práctico y venía para convencer al Generalísimo italiano de la validez de su idea y no para enfrascarse en una discusión secundaria sobre su propio aspecto físico.
—Iré al grano míster Cadorna, vengo a ofrecerle el concurso de unas máquinas portentosas, dotadas con unas armas realmente revolucionarias que le ayudarán a ganar esta guerra que tan atribulado tiene al pueblo italiano.
—En teoría todo eso suena bien míster McShane—replicó el italiano con un tono displicente —pero esas máquinas y las armas que me está prometiendo seguramente precisan de un período de tiempo para que mis soldados aprendan a manejarlas con eficiencia, y lamentablemente de lo que menos dispongo es de tiempo para gastar en ese tipo de experiencias.
—Me explicare mejor míster Cadorna—dijo el estadounidense volviendo a la carga— El armamento que le ofrezco no necesita el concurso de ninguno de sus valiosos soldados para funcionar, pues ya tienen sus propias tripulaciones, las cuales como usted ya puede imaginar tienen mucha experiencia operando las mismas.
—¿Eso quiere decir que usted representa a un grupo de mercenarios que alquila sus servicios al mejor postor? — preguntó el Generalísimo un tanto escandalizado de tratar con alguien que tuviera vínculos con esa clase de gente.
—No es precisamente así Generalísimo—respondió Mc Shane, pues no pedimos dinero a cambio de los servicios que prestamos.
—¿Entonces qué es lo que piden a cambio?
—Por el momento solo su Majestad el Rey conoce esa información, usted la sabrá cuando mis máquinas entren en acción acompañando a sus tropas en la próxima ofensiva que proyecta en el frente del Isonzo.
—Creo que usted está yendo demasiado rápido míster, no he dicho nada sobre autorizar la participación de sus mercenarios en el ataque.
—En eso se equivoca míster Cadorna, si bien usted el mando supremo de los ejércitos en campaña, el Rey es el verdadero comandante en jefe de las tropas italianas, y usted está en la obligación de aceptar su autoridad cuando él quiera ejercerla, además tuve la delicadeza de ofrecerle una demostración de lo que mis máquinas pueden hacer.
Cadorna guardó silencio durante un momento ante lo que aquel extranjero acababa de revelarle, y no porque la argumentación de su interlocutor lo hubiera convencido sino porque estaba buscando que responderle, sin embargo, la pausa de silencio que se había establecido entre ambos le pareció odioso y por fin se decidió a replicar con las primeras palabras que le vinieron a la mente.
—Me parece bien que haya demostrada la valía de sus máquinas ante su Majestad, pero no olvide que también es necesario que mis ojos también vean los portentos que esos artilugios son capaces de hacer según dice usted mismo—dijo el Generalísimo con un tono de ironía en la voz.
—Estoy de acuerdo en lo que dice y por eso he venido preparado para mostrárselo—respondió el estadounidense de manera resuelta y triunfal.
El Generalísimo no pudo evitar sorprenderse ante la afirmación vertida por aquel impertinente extranjero, y estaba a punto de preguntar cómo cuando el mismo Mc Shane se lo revelo urgido por sus ganas de arrancarle una exclamación de asombro al tieso rostro del anciano que tenía el poder sobre la vida de cientos de hombres mucho más jóvenes que él.
—Supongo que ha oído hablar del cinematógrafo general Cadorna— le interrogó Mc Shane con un aire profesoral que disgustó un poco al militar italiano.
—Por supuesto que sí, es más he visto algunas películas en los cinemas de Roma—replico Cadorna con bastante seriedad, es más aquí mismo tenemos un proyector y su respectivo ecran para visionar todo lo que se filma sobre la situación en el frente antes de presentar esas imágenes ante el público.
El estadounidense no dijo nada, y se acercó sigilosamente hacia aquella máquina que era capaz de conferir la apariencia de movimiento a esa sucesión de fotografías capturadas en un escenario trágico, pero cruelmente real.
—Los agentes del Servizio Segreto han introducido un rollo nuevo de película en esta máquina, esta vez no verá lo que siempre ven sus ojos, estimado míster Cadorna, sino algo completamente nuevo que seguramente lo asombrará.
Y Mc Shane no dijo más, tan sólo apagó la luz, dejando el despacho del Generalísimo en penumbra, antes de activar el mecanismo que puso en marcha la proyección de la película que debería convencer a Cadorna sobre las virtudes de las máquinas  que representaba. El haz de luz se proyectó sobre el ecran previamente dispuesto ante el escritorio del general, y la película comenzó.
Al principio, Cadorna permaneció de pie, pero conforme avanzaba la proyección considero necesario sentarse pues lo que estaba viendo le resultaba demasiado inaudito como para creerlo, y es más cuando la película acabó Cadorna tenía en la boca la pregunta del millón de liras.
— Mister Mc Shane, quiero que me diga sinceramente que lo que acabo de ver es completamente real, y no un ejercicio de efectos especiales. La verdad me sorprendería mucho que esas cosas que se muestran en el filme existan realmente, y no sean fruto de la imaginación de algún cineasta. Pero dejando de lado eso, me parece repugnante el trato que han recibido los cadáveres de los austríacos, los muertos también merecen respeto señor.
—Todo lo que ha visto, mister Cadorna, es asquerosamente real. La hicimos en algún lugar de los Alpes, con el concurso de prisioneros austrohúngaros, a quienes se les dieron sus armas y se les prometió la libertad en caso lograran  sobrevivir el asalto al que fueron sometidos, lo cual era bastante improbable teniendo al frente a mis mercenarios y a sus poderosas máquinas gigantes. Todos acabaron muertos y desangrados, se lo merecían como enemigos que son de Italia.

En su fuero interno, Cadorna consideraba que las palabras de Mc Shane le sonaban hueras: para empezar Mc Shane no era italiano, y no tenía porqué sentir ninguna conmiseración hacia los jóvenes conscriptos que estaban dando su vida para que esta guerra siguiera disputándose, y en segunda instancia le parecía que se estaba comportando como uno de esos charlatanes que venden sus maravillosos productos de pueblo en pueblo como si fuera la panacea para todos los problemas; pero ese charlatán tenía el aval del mismo rey de Italia, y eso era suficiente para que el se viera obligado a darle la luz verde también, aunque no estuviera plenamente convencido que esas máquinas que andaban sobre tres patas, como lo hacían los insectos, pudieran luchar con eficacia contra los aviones y la artillería austriacas en el frente del Isonzo.

En fin, el rey Vittorio Emanuele había decidido contratar a estos extraños mercenarios para ganar la guerra y detener la carnicería que amenazaba con desestabilizar a la nación, y eso era lo que realmente importaba ahora para detener el estado de desobediencia que empezaba a respirarse en toda Italia.

1 comentario:

  1. Un comienzo prometedor; muy interesante siempre como combinas la ficción y la historia, los personajes de tu imaginación y los reales.

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