1-Anhelo de muerte.
George Rogers quería matar soldados ingleses.
Era un deseo primitivo y bestial, era como si hubiera nacido odiando a
su propia especie, pero también era obvio que esto no era exactamente así, ese
odio tenía un origen, pero Rogers no acertaba a encontrar el hilo de Ariadna
que le guiase entre el laberinto de sus recuerdos para dar con la fuente de esa
nefasta inquina. Solo podía intuir, y de una manera muy vaga, que tal vez todo
había comenzado con una de la tantas estatuas de cera existentes en el Museo de
Madame Tussaud, allá en Londres.
Al principio le hubiera dado igual terminar con la vida de cualquier
civil con residencia en la Franja, ya fuera inglés o alemán, pero eso no tenía
mayor sentido si consideraba que los alemanes eran quienes le pagaban el sueldo
que mantenía su tren de vida, y que asesinar a un súbdito del rey Jorge le
podría acarrear graves problemas con las autoridades civiles que gobernaban la
Franja, es decir la parte meridional del territorio británico ocupado por las
armas del Kaiser.
Afortunadamente estaban en guerra, y se encontraba en una posición
inmejorable para participar: era el administrador de la Granja de los
Monstruos, la factoría donde se criaban los Goliats cuya función seria romper
el frente inglés cuando las fuerzas alemanas se lanzasen a la conquista de la
península de Cornualles, la única parte del sur de la isla que todavía estaba
bajo control del Royal Army.
Así que matar soldados ingleses era la única solución que podía darle a
ese impulso criminal que se había apoderado de su pensamiento, no obstante,
aquel deseo tenía un impedimento: Rogers no era soldado, y por lo tanto no
tenía pretexto para acudir al campo de batalla y dejar salir a la bestia que
tenía confinada en su mente.
Sin embargo, la palabra bestia le hizo pensar en los monstruos que había
creado para que participaran en la inminente ofensiva sobre Cornualles, si bien
para ojos profanos aquellos seres eran indistinguibles los unos de los otros,
como lo puede ser un chino de un japonés, para Rogers no era así; por tal
motivo decidió escoger uno de los más fornidos para que lo representara, por
así decirlo, en el campo de batalla, y le impuso el nombre de Bristol; en honor
a un asesino decimonónico , tal vez ficticio, de cuya existencia se había
enterado gracias a la traducción francesa de un cuento escrito por un
grafómano español, un tal Agustín Pérez Zaragoza, el cual había dedicado
una parte de sus esfuerzos a la confección de historias macabras y truculentas,
las cuales le venían bien a una mente en estado de efervescencia como lo estaba
la de Rogers en ese momento. Además, Bristol era un nombre corto y rotundo que
le serviría para distinguir aquella bestia del resto de combatientes.
Bristol, como todos los de su especie, iría a la batalla con un casco de
acero, al cual se unía una especie de máscara que guardaba cierto parecido con
las que usaban los histriones en el teatro griego, la presencia de semejante
adminiculo no era gratuita pues fundamentalmente cumplía dos funciones: la
primera infundir el miedo entre los “tommies” a la hora del asalto, y servir
como nexo entre el operador y el monstruo cuando se necesitara que éste
realizara una tarea específica durante la batalla.
Rogers habló con Richter, y obtuvo un permiso especial del general para
servirse de uno de estos dispositivos de control, que estaban siendo probados
intensamente como parte de los preparativos para la batalla. De este modo
Rogers pudo participar en cada uno de los “juegos de guerra” que se celebraban
en el polígono de Hampshire, aunque en realidad no podían eran tales porque los
alemanes abusaban del fuego real, y las bajas que se producían también lo
eran.
Y si bien podría creerse que las reservas de prisioneros británicos
pudrían decrecer, en realidad no era así, pues los mismos ingleses se habían
empeñado en intentar reconquistar Dover, y eso mantenía en zozobra todo el
sector situado al sur de Londres. La familia real y los miembros del gobierno
se habían trasladado a Edimburgo, dejando a la ciudad y a los que no huyeron a
merced de las incursiones aéreas germanas, sin embargo, por ahora la prioridad
para el Alto Mando alemán era capturar la península de Cornualles, el avance
sobre Londres podría esperar un poco.
Rogers participaba en las batallas, pero mejor sería decir que lo hacía
a través de Bristol, pues el monstruo era el que se exponía a la muerte cada
vez que su grupo tomaba por asalto alguna trinchera o fortificación británica,
pero era la mente de Rogers la que disfrutaba cada vez que esto sucedía pues de
algún modo experimentaba el natural miedo a la muerte que moraba en la criatura
cuando se enfrentaba contra la bayoneta o la pala de un “tommie” lo bastante
desesperado como para meterse contra algo que casi dos metros de algo.
Era algo muy natural, los caballos que hasta hacía muy poco se habían
usado en los campos de batalla temían lanzarse contra un montón de bayonetas
enhiestas, y recién el año entrante, 1915, se celebraría el centenario de
aquellas gloriosas pero inútiles cargas de caballería que el mariscal Ney había
lanzado contra las posiciones inglesas en Waterloo. Ahora si los caballos eran
susceptibles al miedo, los monstruos también lo eran, después de todo y al
igual que los equinos eran animales al servicio de una causa verdaderamente
suprema, que aspiraba a la conquista del mundo civilizado.
En fin, como buen
discípulo de la técnica creada por Madame Tussaud para su Wax Museum
londinense, míster Rogers pasaba el tiempo que le dejaba libre los
entrenamientos en el Polígono, confeccionando un diorama de la batalla en la
que estaba tomando parte, aunque por el momento solo estaba tomando en cuenta
cosas como las colinas y las vastas llanuras sobre las cuales tendría lugar la
acción, cuyo objetivo final era converger sobre el puerto de Truro, la capital
de Cornualles, solo se atrevería a poner las figuras cuando la batalla hubiera
concluido con la lógica victoria de las armas del Kaiser sobre las fuerzas del
Royal Army que todavía guarnecían la península.
Y no pasaría mucho
tiempo para que eso se convirtiera en realidad.
2- El preludio de la batalla.
La Franja era una porción de territorio fluctuante, en poder el Ejército
del Kaiser, que iba desde Dover hasta Plymouth, sus límites septentrionales eran
más difíciles de determinar pues el frente germano británico avanzaba y
retrocedía conforme los crecía o se sofrenaba el ímpetu guerrero de los
generales del Royal Army, el cual estaba espoleado por los titulares de la
prensa de Londres y las decisiones de los políticos que conformaban el Gabinete
de Guerra, aunque vale decir que las incursiones de bombardeo efectuadas por
los dirigibles alemanes también eran responsables de aquel continuo tira y
afloja.
Para invadir Cornualles los alemanes habían planeado lanzar un poderoso
ataque envolvente a través del territorio del condado de Devon; según los
vuelos de reconocimiento de los monoplanos Taube se había detectado movimientos
de las tropas inglesas en la región, lo cual podía indicar que los “tommies” estaban
preparándose para un poderoso contraataque contra el expuesto flanco norte del
frente alemán, y eso podía retrasar el comienzo de la operación “Finisterre”,
es decir la invasión de Cornualles.
El despliegue inglés en Devon había alterado bastante la situación
militar, y obligaba a los alemanes a desencadenar su ataque antes de que la
línea defensiva inglesa se hiciera más fuerte, y tal vez fuera capaz de
absorber el golpe y devolverlo con más potencia.
Era el momento de ampliar la Franja y acabar con las pretensiones
inglesas de arrollar la base avanzada que los alemanes habían instalado en
Portsmouth. Por tal motivo se lanzarían cuatro ejércitos, que actuarían
como puntas de lanza contra los ejes defensivos del dispositivo inglés, los
cuales habían sido situados en unos pequeños pueblos que habían sido
fortificados por el Royal Army a lo largo de una carretera que unía el puerto
de Exeter en el sur con la localidad de Barnstaple situada unos cincuenta
y cinco kilómetros al noroeste del puerto antes mencionado, y relativamente
cerca del estratégicamente importante Canal de Bristol; cuyas costas, en
caso de ser ocupadas, podrían servir de puente para invadir Gales, y continuar
extendiendo la Franja ocupando más territorios de la costa occidental de
Inglaterra para aislar la ínsula de su tráfico marítimo con el resto del mundo,
pero esto continuaría siendo un sueño sino se ocupaba primero Devon y luego
Cornualles.
Entre ambas localidades existe un pueblo llamado Chulmleigh, es una
población pequeña, que ha duplicado el número de sus habitantes con la
presencia de un nutrido contingente de tropas británicas, las cuales se han
distribuido en una serie de reductos que rodean el pueblo por todos sus
accesos.
Precisamente en ese lugar el contingente de monstruos, del cual formaba
parte Bristol, los cuales tenían por misión romper la defensa inglesa en sus
puntos más fuertes cuando la resistencia se endureciera. En ese momento,
Bristol, o mejor sería decir el otro yo de George Rogers, podría principiar a ejercer
su macabro ministerio sobre los soldados que tuvieran la desgracia de enfrentar
su terrible e insaciable sed de sangre.
3- La batalla de Chulmleigh.
La batalla empezó temprano, dos horas después de la primera luz del día
las divisiones alemanas iniciaron su ataque contra las potentes fortificaciones
que guarnecían la extensa línea que iba desde Exeter hasta Barnstaple.
En concreto, las tropas que mandaba el general Richter tenían por
misión tomar los reductos construidos en las cercanías del pueblo de Chumleigh,
y ya se estaban dando cuenta que hacerlo no sería una tarea precisamente
sencilla, pues los primeras oleadas de ataque habían sido frenadas por acción
de los nidos de ametralladoras que protegían las trincheras de los soldados
británicos, y eso había frenado el ímpetu inicial de los asaltantes, los cuales
habían dejado un reguero de cadáveres tendido sobre aquella verde pradera que
parecía extenderse a lo largo y ancho de esta gran isla hiperbórea.
El día había superado su mitad, y las tropas de Richter estaban
exhaustas, aparte de muy mermadas debido a que el apoyo artillero con el que
contaban no había podido poner fuera de combate a los cañones enemigos, los
cuales se encontraban protegidos por grandes casamatas blindadas.
Richter llego al convencimiento que sus hombres no podrían alcanzar su
objetivo si esos malditos cañones no eran eliminados, y era evidente que sus
soldados no conseguirían eso en el estado en el que se encontraban. Estaban
fatigados y no demasiado motivados para continuar la lucha, por lo tanto, era
necesario buscar una alternativa con el fin de mantener la presión; por ende,
era el momento de que los monstruos hicieran acto de presencia en el campo de
batalla, y tomaran momentáneamente el papel de los verdaderos soldados para
llevar a cabo un supremo intento para tomar aquellas posiciones al parecer
inexpugnables.
Y los monstruos hicieron acto de presencia en el campo de batalla,
efectuando una nueva carga contra las posiciones de aquellos defensores un
tanto exhaustos ya por la tensión que habían padecido durante los anteriores
ataques efectuados por la también cansada infantería germana.
Sin embargo, la carga que estaban haciendo los monstruos era especial,
porque no la hacían como un soldado de infantería cualquiera, a puro grito y
empuñando un fusil con la bayoneta calada mientras corría a través de un
terreno donde reinaban las explosiones y las balas enemigas.
El siglo XX apenas tenía catorce años de vigencia y sus
innovaciones técnicas ya tenían repercusión en el arte de la guerra.
Los monstruos, y entre ellos Bristol, acudían al enfrentamiento dentro
grandes cajas metálicas sin cobertura superior, pero blindadas por sus cuatros
costados y montadas sobre orugas, como los landships británicos. Sin embargo,
eso no era todo pues las “cajas”, (o “boxes” como las llamaron los británicos
apenas las vieron levantar polvo ante ellos) no estaban desarmadas, y poseían,
a proa y a popa de la gran caja rodante, un par de cañones instalados sobre una
plataforma giratoria que sobresalía del blindaje para tener libertad de tiro.
Los sirvientes de aquellas piezas de artillería eran los únicos soldados
normales a bordo de aquellos vehículos blindados, el resto del pasaje eran
monstruos premunidos de corazas adheridas a los tabardos que vestían
habitualmente, y con máscaras de histrión cubriendo sus horribles rostros.
Mientras se acercaban a los reductos, y los disparos de la artillería
británica levantaban geiseres de polvo y tierra por doquier, los monstruos se
preparaban para entrar en acción, acariciando los poderosos subfusiles que iban
a estrenar aquel día, aunque otros preferían desenvainar los sables y cuchillos
que servirían para la lucha cuerpo a cuerpo que librarían contra los defensores
de aquellas posiciones, las cuales solo eran los primeros bastiones de una
defensa montada para ralentizar el avance alemán sin importar el coste en vidas
humanas que eso pudiera demandar. Se trataba simplemente de dar tiempo al
ejército de Cornualles para organizar una mejor defensa cuando les llegara la
hora de enfrentar el embate germano.
Pero estas cuestiones estratégicas estaban más allá de la comprensión de
estos creados para insuflar el miedo y diseminar la muerte entre sus oponentes.
No temían a la muerte, simplemente pensaban cuanta carne podían
devorar una vez que dieran cuenta de aquellos hombres en apariencia
irreductibles que les esperaban, con las armas en la mano, detrás de los esos
grandes sacos llenos de tierra, que hacían las veces de parapeto.
Sin embargo, Bristol tenía un objetivo un poco más sutil: servir de nexo
entre su amo George Rogers, un civil con inclinaciones un tanto sádicas y
perversas, y la nefasta realidad de la guerra. El momento del ataque había
llegado, y los monstruos se pusieron sobre sus rostros las caretas de histrión
que ocultaban sus facciones deformadas, mientras los cañones de la “caja
blindada” en la cual viajaban, abrían fuego contra los nidos de ametralladoras
inglesas que ya eran visibles, y empezaban a disparar a mansalva cubriendo la
llanura de pequeños proyectiles asesinos que cobraron algunas víctimas entre
los artilleros alemanes que manejaban aquellos cañones de tiro rápido.
Precisamente, una de aquellas bajas se produjo dentro de la caja
blindada que transportaba a la escuadra de asalto de la que formaba parte Bristol
y sus compañeros. El artillero de proa cayó muerto, y su camarada, que
accionaba el cañón de popa se abalanzó hacia el sector opuesto de la caja, para
hacerse cargo de la boca de fuego, pues no podía consentirse que enmudeciera, y
menos en medio de un ataque general en toda la línea del frente de Exeter, pero
la mente de Rogers vio en la muerte de aquel artillero alemán el preludio de
una nueva acción que no guardaba relación con las directrices diseñadas por el
general Richter para el asalto de la líneas defensiva inglesa.
La orden era que echar abajo las paredes laterales de la caja cuando
estuviera a tiro de piedra de las posiciones que pretendían asaltar, pero
Bristol siguiendo los deseos de la mente que controlaba su cuerpo, impidió que
el susodicho artillero de popa se hiciera cargo de la pieza por el momento
silenciada, más bien le conmino mediante unos elocuentes bramidos que echara
abajo las indicadas puertas laterales para permitir la salida de los monstruos
a campo abierto.
Al principio, el pobre hombre no entendía demasiado bien cuál era el
propósito de todo aquello, pero no tardo en darse cuenta que lo mejor era hacer
caso sin rechistar, pues obedecer era mejor que terminar devorado por estos
caníbales potenciales que el alto mando había enviado a luchar junto a los
verdaderos soldados, pero eso era lo que él pensaba sobre la coyuntura, lo cual
bien mirado no importaba nada con el monstruo aquel enfrente suyo, lo mejor
sería coger la palanca y moverla hacia abajo, de modo las puertas caerían y los
monstruos podrían salir fuera del vehículo, y lo dejarían en paz.
En efecto, las puertas cayeron, y Bristol dio un salto y cayo
pesadamente sobre la hierba que prosperaba sobre aquella tierra llana que
pareció hundirse un poco cuando recibió ese peso extra encima, pero la atención
no estaba puesta realmente sobre esa tierra fofa, es más ni siquiera la visión
de sus congéneres descendiendo del portatropas blindado para iniciar el asalto
del reducto enemigo. Lo que a Bristol le interesaba, y por ende a George Rogers
también, era la incertidumbre del soldado cuando se enfrenta a la batalla por
primera vez. A pesar de la protección que llevaban encima, los monstruos
también podrían morir, como el resto de soldados, sin haber llegado al decisivo
combate cuerpo a cuerpo, el cual siempre decidía el destino de la posición que
se pretendía conquistar.
Pero Bristol, como el resto de sus congéneres, tenía a su favor la
impronta, y las “wunderwaffen” con las que iban equipados para desarbolar la
resistencia de los tommies a los que tenían que asesinar. Precisamente esa era
la palabra clave para que desencadenar la furia de Bristol hacia todo aquello
que se movia y disparaba desde la trinchera enemiga.
Era el momento de actuar y de vivir la primera emocion, enfrentar a la
muerte con valentia como jamás lo haría un simple burgués como George Rogers.
Los insignificantes “tommies” estaban abriendo fuego contra ellos con todo lo
que tenían: fusiles y ametralladoras escupían proyectiles contra él, pero su
armadura resistió los impactos, y ambos Rogers se sintió realmente invicto
detrás de la máscara.
Los monstruos sabían que las ametralladoras escupían la muerte a
mansalva, pero tampoco ignoraban que esas máquinas asesinas eran pesadas de
mover, y que además que sus cañones se recalentaban y que corrían el riesgo de
encasquillarse convirtiéndose en un armatoste inútil para la guerra, cuando eso
ocurriera los “tommies” estarían perdidos, a merced de los monstruos que
avanzaban hacia su posición.
Y para Bristol había llegado su turno de matar, estaba bastante cerca
como para hacerlo, y lo mejor de todo era que no necesitaba apuntar a un blanco
individual. Más de una docena de ingleses estaba a su merced, podía ver sus
rostros sucios, con la mirada enloquecida por el terror, pero aun así firmes en
su posición como exigía la disciplina militar, y aferrados a las armas que
podrían darles una oportunidad de triunfo contra la mole que se les venía
encima. Detrás, muy detrás de la máscara, Rogers se sintió envalentonado, y con
la inmensa necesidad de apretar el botón que escupiría las llamas hacia aquellos
infelices que seguían disparando, aferrándose a la convicción de que podían
detener el asalto
Pero el lanzallamas de Bristol no les dejaría hacerlo, y pronto
quedarían convertidos en retorcidas teas humanas a la espera de ser devoradas
cuando hubiera tiempo para hacerlo, porque ahora tocaba matar más ingleses,
porque el asalto había comenzado y los “tommies” no se rendían, y continuaban
luchando sin dar señales de cansancio, ni miedo alguno. Es más, intentaban
hacer frente a los monstruos blandiendo palas y simples bayonetas desnudas, y
comportándose como los perros de una jauría lo harían con una zorra o un jabalí
al cual estuvieran acosando. Rogers pensó que esos hombres estaban sometidos al
efecto de alguna droga diseñada para exacerbar su desempeño en una batalla que
ya parecía perdida; cuando lo natural hubiera sido que se hubieran puesto pies
en polvorosa para resguardarse en los parapetos de la segunda línea.
Sin embargo, aquellos ingleses envalentonados hacían todo lo contrario
con los monstruos que habían irrumpido dentro de sus trincheras. Y esa tenaz
resistencia hacia parecer todavía lejano el triunfo absoluto de Bristol y sus
congéneres bestiales. Los ingleses habrían aprendido a luchar contra el miedo
que inspiraba la estampa de aquellos seres que parecían una especie de simios
gigantescos sacados de una novela barata publicada en los Estados Unidos, y
escrita por un tal Edgar Rice Burroughs; pero a través de Bristol, Rogers se
daba perfecta cuenta que esos hombres no estaban muriendo en vano, algo se
cocinaba en medio de la tremenda melee que se estaba librando en las
trincheras.
Bristol no podía estar tan seguro como su amo de esa sospecha, pues
estaba muy ocupado matando todo lo que su ojo podía captar, hacerlo era tan
extasiante, y más aún con aquellas armas blancas cuyo efecto era menos
portentoso que el logrado por las llamas y las balas, pero mucho más impactante
y visceral, pues el filo de las espadas dejaba las heridas expuestas a la vista
de todos, mientras la vida escapaba lentamente a través de aquellas rendijas
abiertas por donde fluía la sangre como un río desencadenado e infame que
invitaba a consumir aquella carne muerta y yacente a los monstruosos asaltantes
que habían provocado esas muertes.
do ese banquete de cuerpos muertos se acumulaba ahí en la trinchera
para el deleite visual de Rogers, y el creciente apetito de Bristol, pero la
lógica militar imponía seguir adelante, y dejar para después el deleite y el
apetito de cada uno de ellos, no obstante para Rogers aquel montón de cadáveres
tenía un propósito, esos ingleses no habían luchado ni se habían dejado matar
en vano, su sacrificio constituía un cebo, una especie de trampa para aquellos
maquinas asesinas hechas de carne y hueso que todavía permanecían en la trinchera
recién conquistada.
De pronto, la manga de un uniforme inglés pareció moverse con lentitud
como si el brazo que envolvía hubiera vuelto a la vida como fruto de algún
conjuro zombi, y esa manga traía aparejada una mano, totalmente sucia, que
repto como un caracol hacia un objeto que guardaba un leve parecido con un
detonador. Bristol vio la acción y actuó en consecuencia, desenvainando el
sable que portaba a sus espaldas para dejarla caer sobre aquella muñeca, pero
su rapidez no fue tanta como para impedir que la mano se aferrase al detonador
y provocase una explosión justo cuando esa parte del miembro superior era
violentamente separada del resto del brazo por obra de un golpe de espada
asestado por Bristol.
Aquella fue la última cosa hecha por Bristol que Rogers pudo disfrutar
tan plenamente como si la hubiera hecho él mismo porque la onda expansiva
provocada por la explosión arrancó la cabeza del monstruo de cuajo; en ese
momento el mundo pareció volverse loco y a Rogers le pareció que todo daba
vueltas a su alrededor, provocándole un miedo tan intenso y primitivo que le
indujo a quitarse y arrojar lejos de sí la careta que permitía la conexión
entre ambos. Bruscamente aquel viaje malsano hacia una experiencia proterva
había culminado de una manera infructuosa.
El profundo abismo desde cual brotaba aquel reclamo de tremenda
vehemencia se había cerrado, y una abrupta contingencia se había interpuesto,
como un escudo, entre aquel mundo ansiado y su más entusiasta devoto.
Por eso se arrancó la careta de la cara como si fuera un gusano protervo
que pretendiera roerle la cara; Bristol, el monstruo estaba muerto, y la muerte
era una experiencia que todavía no deseaba conocer, pero ya estaba advertido de
que la muerte era el vacío, la ausencia de reacciones, la nada en estado puro,
como los grandes espacios existentes entre los astros los cuales había
recorrido la Gran Cosa que le había inspirado la idea de manipular la precaria
mente de esa criatura monstruosa que había sido despedazada por el fuego
inglés.
Después de aquel aspaviento, que atrajo demasiada atención hacia su
persona, Rogers se escabulló de la sala de radio de manera sigilosa,
aprovechando que todos estaban absorbidos por la información que fluía del
campo de batalla: Las cosas marchaban bien, a un coste relativamente bajo los
monstruos habían capturado la primera línea de trincheras, y ya iban en los de
la segunda. Richter estaba entusiasmado y a punto de lanzar a su reserva para
que las abominaciones (como llamaba a los monstruos) no se hiciesen con
toda la gloria.
Sin embargo, todo eso para George Rogers era como un eco lejano que ya
no tenía ninguna relación con él, y se alejaba a paso rápido de todo eso,
seguro de ponerse a buen recaudo de la prisión de Woodworm Scrubs, y su
sección de alienados mentales.
Rubén Mesías Cornejo
Chiclayo 23 de junio de 2021.
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