lunes, 23 de marzo de 2020

EN LAS CALLES DE TSINGTAO.

2 En las calles de Tsingtao, mayo 1943

Para Juzo Kabuto, la guerra contra los Estados Unidos se empezó a perder desde el instante en que la muerte del almirante Yamamoto se hizo patente para todos los japoneses. 
Aquello sucedió cuando la Marina le rindió honores fúnebres, a las cenizas del egregio hombre de armas que había brindado seis meses de triunfos sucesivos a las fuerzas armadas del Imperio; los restos mortales del almirante habían sido transportadas hasta Japón en el seno del acorazado Mushashi, el gemelo del poderoso Yamato donde alguna vez el occiso había enarbolado la enseña de la Flota Combinada en operaciones. 
El crimen había sido cometido en la remota y disputada isla de Bounganville, un antiguo territorio alemán que el Reich no había podido recuperar después que los marcianos invadieron Europa allá por 1916. 


Los extraterrestres parecían haber escogido el mejor momento para efectuar su formidable desembarco pues lo hicieron justo cuando las principales potencias europeas estaban enfrascadas en una lucha extenuante y feroz; sin embargo los marcianos no solo se conformaron con descender en el Viejo Mundo, sino también en los territorios colonizados por los europeos en otros continentes del globo. 
A raíz de esto, aquella isla dividida entre los poderes coloniales de los Países Bajos, Inglaterra y Alemania, también se convirtió en un campo de batalla, pero las tropas coloniales alemanas resultaron rápidamente superadas por las armas marcianas, y fueron los tanques australianos los verdaderos protagonistas de la resistencia contra los trípodes llegados del Planeta Rojo, y por esa razón el territorio acabó en sus manos después que el enemigo alienígena fuera aniquilado con un poco de ayuda de las bacterias terrestres. 
Pero si la suerte de las armas le había dado la espalda a los germanos en aquella isla, la energía y audacia de la Flota del Extremo Oriente, al mando del almirante Von Spee , había aprovechado la situación de postguerra para extender la influencia del protectorado alemán más allá de la península de Shantung, desde Tianjin en el noroeste hasta Shangai más al sur, fagocitando las concesiones extraterritoriales que el gobierno imperial chino había hecho a Francia y a Inglaterra, todo ello con el pretexto de combatir a los remanentes marcianos que habían hollado esos lugares. 
Afortunadamente para Japón, ningún cilindro marciano impacto en ninguna parte de su recién adquirido Protectorado de Manchuria, conquistado a los rusos, impidiendo que el Imperio del Sol Naciente interviniera en el conflicto que la mayor parte de las potencias terrícolas libraron contra los invasores marcianos. 
Pero aquella guerra interplanetaria que asoló Europa, parte de Asia y Oceanía y el territorio continental de los Estados Unidos, era parte de los libros de historia. 
Ahora los hombres habían vuelto a luchar entre ellos, ésta vez por el control del océano más extenso del globo, en el marco de estos combates el avión del almirante resultó abatido por una escuadrilla de cazas estadounidenses de gran radio de acción, los cuales conocían al dedillo el derrotero del aparato, gracias a que su servicio de inteligencia había logrado decodificar un telegrama cifrado en el cual se decía que Yamamoto se encontraba inspeccionando las guarniciones japonesas establecidas en la isla. 
La muerte de Yamamoto fue significativa para todos los buenos patriotas japoneses como Kabuto, pues era el alma de una guerra que se estaba llevando a cabo más por la presión de las circunstancias que por la convicción que se podía ganar, a pesar de eso el almirante diseñó una estrategia que apuntaba a neutralizar el potencial bélico del enemigo el tiempo suficiente como para que Japón hubiera construido un sólido perímetro defensivo alrededor de los territorios que sus fuerzas armadas habían conseguido conquistar. 
Y aunque, la pérdida de cuatro valiosos portaaviones echados a pique por las bombas de los aviones estadounidenses en las aguas de Midway había mermado un poco los arrestos bélicos de la Flota Combinada. Kabuto era un convencido de que la doctrina estratégica preconizada por Yamamoto, adaptada a las nuevas circunstancias, todavía podría salvar al Japón de la derrota. 
Unos cuantos meses después de su muerte, la fortaleza defensiva que el almirante había erigido en torno a las recientes conquistas japonesas empezó a resquebrajarse, y las aguas cercanas al archipiélago se tornaron inseguras para la navegación de la flota pesquera surta en puertos metropolitanos debido a las atrevidas incursiones de los submarinos yanquis. 
Pese a todo, el Alto Mando, y también el emperador Showa, todavía confiaban en que la audacia del almirante Mineichi Koga, sucesor de Yamamoto al frente de la Flota Combinada, pudiera contener la inminente contraofensiva que las tropas yanquis preparaban para echar a los nipones fuera de las islas Salomón, luego de eso se esperaba que Flota Combinada buscase el escenario y la ocasión propicia para una batalla decisivo contra la escuadra enemiga. 
Sin embargo, para Kabuto la cuestión pasaba por desarrollar un arma tan portentosa como resultaba la sola presencia del acorazado Yamato en el mar, y no solo en cuanto de tamaño, protección y capacidad para infligir un fuerte daño a sus oponentes, es más su ingenio no pretendía que algo tan convencional como un buque de guerra, por grande que este fuera. Kabuto apuntaba a conseguir algo tan inaudito que aunaba su capacidad bélica con la facultad de inspirar el terror a quienes tuvieran que enfrentar con aquella magnífica invención que secretamente había empezado a fabricarse. 
No en vano se sabía el descubridor del japonium, una poderosa aleación que no solo era capaz de resistir con éxito los proyectiles de las armas convencionales, sino que a la vez era la fuente de una poderosísima forma de energía obtenida mediante la fisión del núcleo atómico del mismo. 
Y ahora se sentía en la misma gloria porque su aleación estaba siendo usada para fabricar un ingenio bélico capaz de conjugar todas las fortalezas de las máquinas convencionales en un artefacto mucho más poderosa que todas esas armas reunidas y tripulada por un solo hombre como si fuera uno de aquellos ágiles aviones de caza que la Mitsubishi fabricaba para los portaviones de la Flota Combinada. 
Por estas razones había viajado hasta Tsingtao, la capital de todos los territorios chinos dominados por el Reich alemán, y por ende territorio neutral e intangible para la aviación estadounidense, con el fin de entrevistarse con el hijo del Káiser y supervisar la construcción del gigantesco ingenio bélico que se estaba fabricando ahí, pues la capacidad industrial del Japón se encontraba totalmente abocada a la producción de los nuevos interceptores a reacción, diseñados precisamente para hacer frente a los posibles ataques aéreos estadounidenses. 
Por su parte, el joven príncipe Ludwig Ferdinand, hijo del nuevo Káiser, abrigaba el proyecto de volver a someter bajo soberanía alemana todas las islas del Pacífico que la diplomacia de su abuelo habían obtenido para el Reich a fines del siglo XIX , las cuales se habían a causa de los reveses sufridos en la pasada guerra contra los marcianos ; y además deseaba contrabalancear el creciente poderío de los Estados Unidos en el Extremo Oriente, y el Japón era la única carta disponible para conseguir dicho equilibrio, a pesar de que las tropas niponas habían empezado a perder terreno en el conflicto que los enfrentaba a los norteamericanos era sabido que el príncipe prefería, al menos momentáneamente, la alianza con el Imperio del Sol Naciente, un viejo poder ya establecido en Asia, que entenderse con los advenedizos estadounidenses. 
Ahora el profesor Kabuto ahora se encontraba recorriendo las pintorescas calles de Tsingtao, sentado en una de esas típicos palanquines de alquiler servidos por dos porteadores chinos, mientras los porteadores lo conducían hacia su destino, la mirada de Kabuto tenía tiempo de recorrer aquella exótica urbe donde se mezclaba la arquitectura bávara con la propiamente china, y cuyas vías se encontraban atiborradas de judíos centroeuropeos, marineros alemanes y comerciantes chinos ofreciendo sus productos de forma ambulatoria, esa variopinta mezcla de trajes europeos y orientales  daba una apariencia cosmopolita a esa ciudad china puesta bajo jurisdicción alemana desde 1897. 
Su traje occidental y su condición de japonés le garantizaba un temeroso respeto de parte de los paisanos chinos, pues en el imaginario colectivo de esa gente, los alemanes y los japoneses eran la misma cosa: extranjeros que solo buscaban saciar su sed de riquezas con todo lo que pudieran sacar de los territorios de aquel decadente imperio chino que tan complaciente había sido con las apetencias foráneas, y aunque por ahora Alemania era la mayor beneficiaria de una generosidad que había convertido a China en un país mediterráneo pues toda la costa estaba en manos de los alemanes, esa situación podría cambiar después que Japón lograse quitarse encima el pesado lastre de la guerra. 
Pero obviando esa futura desavenencia entre potencias, el anciano científico nipón tenía mucho interés en dialogar con el virrey alemán para diseñar las líneas maestras de la estrategia que seguiría su descomunal máquina de guerra, para la cual ya tenía pensado un nombre derivado de la combinación de dos palabras japonesas que significaban “dios” y “demonio” respectivamente; por fortuna su viaje había carecido de grandes sobresaltos, pues la sola presencia de los vigilantes destructores de la Marina Imperial Alemana en el Mar Amarillo bastaba para ahuyentar la apetencia asesina de ningún submarino yanqui. 

En eso decidió sacar de su carpeta los dibujos del prototipo de aquella máquina que había proyectado gracias a la idea que el contralmirante Kameto Kuroshima le había proporcionado merced a una carta que su compatriota le remitiera desde Tsingtao, cuando era el agregado naval de la legación japonesa acreditada ante el gobierno del virrey alemán. 
El contralmirante era conocido entre los miembros del Estado Mayor Naval por no desechar ninguna idea por extravagante que esta pudiera parecer, es más él había sido quien había dado luz verde al proyecto de los submarinos portaaviones de doble casco que Yamamoto había concebido antes de acudir al viaje donde perdería la vida. 
Entonces recordó que en la carta, Kuroshima le narraba haber asistido a un espectáculo callejero, montado por unos titiriteros judíos, ahí en ese minúsculo proscenio y con unos muñecos toscamente ataviados, aquellos artistas ambulantes representaron una leyenda que circulaba en el gueto judío de Praga, una conseja que versaba sobre una gigantesca criatura artificial hecha de barro, la cual cobraba vida cuando se recitaba un conjuro escrito en lengua hebrea, que dicho ser llevaba labrado sobre la frente. 
El hombre de barro, formado por la mano laboriosa de un rabino, cobraba vida cuando el mismo pronunciaba la palabra escrita sobre su frente y estaba dotado de una fuerza prodigiosa y sobrenatural que solo usaba cuando se le ordenaba proteger a cuanto miembro de la comunidad judía solicitase su amparo y protección en un momento crítico. 
Aquellos títeres, bien caracterizados, se movían con destreza en medio de una atmósfera penumbrosa, plenamente expresionista, propia del cine alemán de hacía veinte años atrás; aquellas sombras eran las mensajeras de terror que emanaba del lento desplazamiento de aquella amorfa criatura de tela, dispuesta para parecer de barro, cuando esta aparecía en la casa de algún confeso antisemita para aplicar el correctivo más supremo en nombre de todos los judíos que sufrían, pero lo más interesante de todo era que aquel ser, llamado “Golem”, era una especie de autómata o robot, pues carecía de una inteligencia propia, y aunque era poderoso precisaba ser dirigido para el cometido que fuera. 
Por asociación de ideas Kuroshima, pensó en que la situación militar del Japón podría necesitar de un remedio semejante pues al igual que Yamamoto creía que hacerle la guerra a los norteamericanos equivalía a despertar la furia de un gigante debido a su ingente potencial industrial, el cual podía respaldar las necesidades de sus fuerzas armadas en caso de conflicto, a causa de eso bien valía la pena poseer una especie de comodín u arma secreta capaz de darle una vuelta de tuerca a la situación militar si es que esta llegaba a hacerse alguna vez desesperada para las armas japonesas 
Y el destinatario de aquella misiva era nada menos que él mismo , un patriota convencido, un ingeniero imaginativo, sin duda la persona idónea para llevar a cabo la parte creativa de ese proyecto aparentemente descabellado de fabricar un gigantesco robot de batalla tripulado, capaz de volar y dotado de armas revolucionarias tomadas de los despojos que los artefactos marcianos habían dejado en el campo de batalla. 
Sería innegable que su aparición en los cielos sería comparable a la de esos tanques que treinta años atrás habían contribuido a conjurar la amenaza de los trípodes marcianos cuando les tocó enfrentarlos. 
Kabuto se sintió complacido de imaginar nuevamente el efecto que tendría en los cielos una confrontación semejante, y guardó apresuradamente los dibujos para disfrutar plenamente de aquella posibilidad, que le hacía sentirse orgulloso de su ingenio, y de ser capaz de ayudar a su patria en un trance tan difícil que podría lesionar el espíritu patrio, pues hasta el momento Japón no había sido vencido por ninguna nación occidental. 

Los porteadores de la silla de manos que el profesor Kabuto había alquilado se detuvieron ante el vasto jardín que circundaba el palacio del virrey alemán, entonces el científico japonés puso resueltamente sus pies sobre el suelo antes de encaminarse hacia el puesto de control que vigilaba el acceso de los visitantes a la sede del gobierno germano en aquella parte de China.

1 comentario:

  1. Una muy interesante y narrada historia belica, con un toque futurista como si fuese también una batalla interplanetaria cuidadosamente narrada para dejar al lector profundamente interesado en la siguiente entrega del cuento.

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