miércoles, 15 de abril de 2020

DESDE LA TORRE DEL ACANTILADO,



Me llamo Samuel Orgill , soy corresponsal de un periódico de Londres,y escribo estas líneas en una de las tantas libretas de tapas gruesas en las que registraba los sucesos más relevantes que producía el diario acontecer del puerto de Folkestone cuando telegrafiar una noticia a Londres era un acontecimiento tan normal como saludar a  cualquier prójimo en la calle, beberse una cerveza junto a un amigo, o pasear con una chica hermosa por los parques de la ciudad, o tal vez estirar un poco las piernas en los acantilados que proporcionan una bonita vista a las aguas del canal de La Mancha.

Hace cuatro semanas todo eso era factible de suceder, y de hecho ocurría como parte del curso natural de las cosas. Hoy, la situación ha variado radicalmente y así lo resaltó en mis apuntes indicando que situación que actualmente se vive en Folkestone, y en todos los pueblos y condados de Kent,  supera ampliamente el impacto que produjo en la sociedad local el descubrimiento de la tumba de Santa Eanswith ocurrido en la Iglesia del Acantilado allá por junio de 1885.


Así pues, han tenido que pasar casi tres décadas para que en  Folkestone ocurra algo que supere con creces la trascendencia de  aquel hallazgo arqueológico.pues ahora no se trata de sacarle lustre a nuestro ancestro anglosajón,ahora lo que cuenta es intentar sobrevivir y evitar que Folkestone desaparezca del mapa de Inglaterra por falta de habitantes, o de alguien que cuente la historia de los que nos está sucediendo ahora mismo.


Estamos en medio del verano de  1914, pero la ciudad luce desolada como si todos hubiéramos muerto víctimas de algún arma maravillosa; de alguna manera esto es así pues el inflexible decreto del Oberst Peter Stiglitz nos ha obligado, bajo pena de muerte,  a recluirnos en nuestras viviendas , y para lograrlo se ha valido tanto de sus ulanos, como de las bestias reptiloides que los obedecen a cambio de la carne de los humanos que infrinjan el aislamiento social.


 El propósito de esta medida es supuestamente preservar la vida de los habitantes de los pueblos y condados de Kent de las vicisitudes de la guerra, eso no es totalmente cierto: Stiglitz nos ha condenado a un confinamiento puro y duro sin posibilidad de abastecernos de víveres; tenemos que arreglarnos con lo que tenemos  y eso significa que los ciudadanos tendrán que competir por las provisiones existentes, lo cual puede puede conducir a la gente al duro extremo del canibalismo cuando se acabe lo que hay, y eso no tardará mucho en suceder.


Ese malhadado incidente  fue la punta de lanza de una secuencia de sucesos que han  convertido a la región en una especie de gueto en el cual estamos custodiados por un montón de monstruos que tienen bien entendido que deben devorarnos si  nos pillan fuera de nuestras casas, es como si una extraña e insana frontera caída desde el cielo hubiera decidido separarnos, de manera totalmente arbitraria, del resto de Inglaterra; pero aclaro que no se trata de una frontera que permanezca quieta como un verdadero lindero, habló más bien de una divisoria viviente, en perpetua expansión como si fuese una especie de ameba dotada de unos seudópodos verdaderamente insaciables  que se desplazan siempre hacia todos lados.


Como dije antes los monstruos pululan por las calles de Folkestone con libertad, pero tienen “licencia” para invadir la casa de cualquier ciudadano cuando las patrullas de ulanos les  avisan de que alguno de los confinados pretende poner un pie en la calle, en ese instante una orden codificada es “telegrafiada” hacia el cerebro de esas bestias haciendo aflorar su apetito natural hacia la carne de los seres humanos.


A pesar de todo mi deber es vigilar la calle, y lo hago mediante un telescopio  cuyo lente atraviesa uno de los listones que se entrecruzan para formar la celosía de mi ventana. Debo mucha paciencia para descubrir a los infractores que osaban aventurarse en una calle donde les esperaba una muerte ciertamente horrible en caso de ser descubiertos, pero muchos hombres consideraban que vale la pena arriesgar la vida para robar un poco de la escasa comida que queda, y que permanecer en casa es condenarse a  segura una muerte por inanición.


En ese momento, un hombre  ha salido a la calle escabulléndose por una ventana, tiene la cara velada por una mascarilla  y ahora camina sobre la acera, con bastón en mano y un aire de suficiencia reflejado en esa cara rubicunda adornada por un bigote de puntas retorcidas , casualmente alza su  mano se toca la cabeza y se da cuenta de que ha perdido la gorra, se da la vuelta y advierte que se le cayó mientras su cuerpo se escabullía hacia la calle a través del vano de la ventana. La gorra  yace sobre la acera como si estuviera esperando que su propietario lo recoja y vuelva a encasquetárselo, precisamente eso era lo que el bribón pensaba hacer cuando sintió que una mole de piel verde se le echaba encima derribandolo por la espalda.


Rápidamente volvió la cabeza y profirió un grito , pues frente a él estaba una criatura quimérica y pesadillesca ; los pequeños ojos redondos de la criatura brillaban como diamantes enloquecidos, a la par que realizaba grandes saltos hacia su potencial víctima. mientras tanto el desdichado  intentaba defenderse golpeando la cabeza crestada de aquel ser con la empuñadura esférica de su bastón sin mayor éxito pues para ella esos golpes eran poco menos que nada, más bien el que llevaba la peor parte del forcejeo era el caballero mal vestido que pronto sucumbió asfixiado por los tentáculos de la bestia que pronto empezará a devorarlo ante la espantada mirada de un par de ulanos alemanes que no entienden como el oberst Stiglitz puede permitir semejante bestialidad.


Consigno el hecho en mi libreta de apuntes, sin duda será parte de una larga crónica sobre la vida en Folkestone durante el confinamiento, el cual haré llegar a Londres por vía neumática cuando me encuentre más cerca de la City, lo cual todavía no sucede todavía pues todavía tengo mucho por hacer aquí.


La carestía ha hecho que mis informantes se olviden del dinero y me ofrezcan sus valiosos informes a cambio de alimento enlatado, ellos son los que me informan, a través de la red de tubos neumáticos que enlaza a todo Folkestone, de todo aquello que no puedo ver por mi mismo, supongo que Stiglitz no ha ordenado el corte de la red para que los confinados tengan algo con que distraerse.


 De ese modo me entero que los ulanos alemanes también se ocupan de sacar los cadáveres malolientes de sus casas  para proceder a incinerarlos, lo cual parece producir cierta inquietud entre los monstruos que sirven a los alemanes a cambio de esa carne, para ellos deliciosa.


Otros se dejan llevar por la desesperación y deciden hacer lo mismo que la gente de Londres, asesinar a sus perros y gatos, pero no por una supuesta piedad hacia unos seres  a los que no podían alimentar ya, sino para ingerir la carne de las mascotas como si se tratara de animales nutricios, sin detenerse a pensar en la crueldad de lo que estaban haciendo.


Los más sesudos no han escogido ninguna de estas soluciones desesperadas ,y  han preferido buscar algún modo de escapar de la plaza; de ese modo consultando viejos planos descubrí la existencia de un laberinto de galerías de paredes rugosas y fosforescentes que las cuales conducen hacia los acantilados cercanos. 


Difundí la noticia a través de la red de tubos que todavía funciona, y consigue sembrar esperanza en los corazones de todos esos desdichados que ya no aguantan permanecer en sus casas esperando la muerte porque no se atreven a matar a nadie, hombre u mascota, para brindarse el sustento. Me piden que me convierta en su líder, lo pienso un poco antes de aceptar, y les respondo que usaré aquellos túneles para salir de Folkestone y llegar a la pequeña torre circular construida sobre los acantilados para pedir ayuda mediante el telégrafo ahí instalado.


 Mi condición de periodista me hace pensar que este intrincado dédalo fue construido en tiempos en los que se temía que Napoleón desembarcase en estas costas, pero eso ahora no importa demasiado pues lo que importa a la gente es no verse a merced de esas cosas verdes y tentaculares que surgieron a partir de la enorme contaminación generada por las bombas alemanas que cayeron cerca de los acantilados de Dover.


Emprendo el viaje  hacia la torre que he mencionado antes, dejó atrás una ciudad vacía a la cual pretendo salvar sin saber a ciencia cierta si puedo hacerlo, pero mi conciencia de buen inglés  me impele a hacerlo. Por fortuna, ni los alemanes ni los monstruos verdes han adivinado la existencia de los túneles así que llegó a la torre del acantilado sin mayor novedad.


La torre tiene forma circular y está totalmente pintada de blanco, y tiene una poterna de acceso que no resulta visible desde la cara que se ve desde el mar. Ingreso a través de ella, y gracias a una escalera asciendo hacia el techo de la torre, donde aún está la casamata que alberga el viejo cañón de veinticuatro libras que nunca abrió fuego contra los barcos franceses. Desde ahí contemplo el mar y descubro la pequeñez del hombre respecto al universo, el mar, los acantilados, la isla de Britania siempre estarán aquí, es un momento de inspiración que me permito en medio de la desesperación general. Ahora empiezo a buscar el telégrafo , según el plano debe estar aquí en la casamata, cerca del cañón o muy cerca, pues el documento que consulté no era muy preciso al respecto; pero tengo ojos y lo buscaré.


En eso estoy cuando la brisa me trae el rugido de una multitud hasta mis oídos, me pregunto si han perdido la paciencia y han abandonado la ciudad en tropel para venir al acantilado para aliviar el forzado cautiverio que padecen desde hace semanas. Asomo la mirada a través de la tronera de la casamata y me doy cuenta que  la gente que viene de la ciudad parece haber perdido el juicio.


Desde aquí puedo verlos correr como si fueran partícipes de una febril  carga de infantería que gasta su energía extendiéndose como un potente juggernaut  que arrasa con la verde hierba que rodea la pequeña fortaleza donde estoy, pronto el estruendo de voces y pisadas se va alejando como un raudo fantasma sonoro que pretende imponer su voz más allá.


Pero más allá se acaba la tierra firme, y la pendiente desciende verticalmente hacia el océano , y aquella muchedumbre enloquecida  prosigue su marcha sin detenerse ante la presencia del abismo y se precipita hacia él prefiriendo acabar con su existencia antes que darle cabida a la esperanza dentro de sus almas enfermas  por la histeria de no poder escapar de un destino que les parecía siniestro.

4 comentarios:

  1. Genial cómo te las ingeniaste para adaptar la idea del confinamiento a tu serie de aventuras bélicas. ¡Impresionante final!

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  2. Interesante el paralelo con lo que vivimos hoy.

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  3. Extraordinaria historia en la que el trágico descenlace obedece a una represión psicológica de los impulsos primarios del hombre.

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