jueves, 16 de abril de 2020

LOS APATRIDAS.


Es viernes aquí debajo del domo, y por coincidencia es el día de mi cumpleaños; para mi desdicha la computadora que me acompaña durante mi encierro ha puesto esa estúpida canción del “Happy birthday to you ”, con la intención de producirme nostalgia hacia una lejana infancia que ya olvide por completo. Sin embargo, lo único que consigue esa melodía es aumentar la aversión que siento hacia aquella máquina, en este momento deploro que este maldito ordenador sea el único medio disponible para comunicarme con el exterior, pues si no tuviera esa función hace rato que me hubiera deshecho de él arrojándolo por el ducto que transporta los desperdicios que produzco a diario.
Influido por esa imagen me acerco a los monitores que me rodean por doquier, mostrándome la visión de la heterogénea acumulación de residuos que bordea los contornos de la urbe cupulada, la imagen sugiere un fugaz vislumbre de aquel ambiente sometido a la radiación del sol enloquecido, y esa visión siniestra me conturba haciéndome recordar las lecciones de historia que recibo cada noche mediante un proceso hipnopédico que se asemeja a una especie de confidencia susurrada al vacío: “ Hoy, cinco siglos después de la desaparición de la capa de ozono, continuamos padeciendo los efectos que semejante perdida trajo a nuestro planeta. Precisamente el domo que protege a nuestra ciudad se erigió con el propósito de preservar la vida de todas las criaturas vivientes que lograron escapar de las inundaciones que se abatieron sobre las costas de los antiguos continentes…”
Estas palabras son suficientes, no es necesario recordar el resto de la historia; cualquiera sabe que afuera del domo impera la asfixia, producida por los gases venenosos que polucionan la atmósfera, y que resulta imposible transitar por aquellas zonas si no se tiene la protección de una escafandra, que no puedo pagar por falta de crédito y de buenos antecedentes que avalen la autorización para usarla.
Todo esto me recuerda que, por ahora, no puedo salir del campo de fuerza que limita mi paso hacia el resto de la casa. ¿Qué puedo hacer entonces?, estoy seguro que no podre seguir soportando la canción que ahora invade el aire, y que me proporciona un momento de alegría que no deseo, pero que la Oligarquía proporciona a sus súbditos para evitar la expansión del desaliento entre todos sus súbditos, aunque estos permanezcan exiliados dentro de sus casas, pese a ser mayores de edad.
Personalmente me disgusta tener un onomástico, es decir, una fecha de inicio que necesariamente prefigura mi fin. Claro está que podría consolarme diciéndome que mis tres décadas de vida cumplidas merecen celebrarse acudiendo al casco de inducción que, por ahora, permanece ocioso sobre la consola de mi ordenador. Y aunque se, por experiencia, que aquella virtualidad resultaría grata para mis sentidos, me digo que recurrir a ese placebo me excluiría todavía más del curso de la realidad. Y no tengo el temple de Harry Haller para continuar por aquella senda.
Estoy convencido de que, a estas alturas de mi vida, preciso de alguien que sepa escucharme, que sea capaz de sostener una conversación coherente bajo el peso de esta horrible angustia alojada en el cerebro. Solo así, creo, conseguiré exorcizar al Asphix que me ronda a diario, pues la práctica del dialogo alivia, distrae, y sobre todo aleja, la tentación del suicidio.
Casi por inercia recuerdo el nick de alguien, una exiliada femenina claro está, y la emoción me impele a decirle al ordenador que silencie la difusión de aquella melodía odiosa para mí. Y el silencio aparece como ordenado por el mismo dios, ahora me acerco al teclado, y digito con vehemencia las letras que componen aquel seudónimo. Luego aquellos signos aparecen sobre la pantalla, semejando una fulgida procesión que le otorga una esperanza a mi soledad, cuando el ordenador me indica que el mensaje se ha enviado.
De pronto, la espera encoge mi corazón , pues esta vez no deseo ser rechazado; con lentitud, debido a la deficiencia de las comunicaciones con otras ciudades cupuladas, la conexión empieza a establecerse, pues ella ha aceptado mi invitación Unos segundos después su imagen se me presenta llenando por entero la pantalla de mi ordenador.
Se trata de Cleo, una mujer joven, a la que conocí justo por la época en la cual la Oligarquía considero necesario exiliarme por mi actitud antisocial, y que se interesó en mí precisamente por ese rasgo de mi personalidad. Tanto Cleo como yo, gustábamos de pasar el tiempo entablando conversaciones etéreas, y esa preferencia le valió ser exiliada cuando la evidencio demasiado. Después de siete años de exilio, Cleo todavía conserva incólume la gracia de su primera juventud, pues tiene el porte y los rasgos de una madona del siglo quince, mientras la contemplo siento que su belleza núbil emana una cuota de sensualidad que me atrae todavía, aunque se me ocurre que ha acudido a la mano de la cirugía para seguir ostentando el aspecto lozano de una adolescente.
Y esta característica suya me permite advertir que ambos abrigamos el mismo temor a la incertidumbre que afecta a los de nuestra condición, por eso hemos preferido cobijarnos en este presente sin cambios, dentro del cual nos permiten comunicarnos bajo la supervisión de los dispositivos de censura instalados por la Oligarquía.
Nuestra conversación fluye haciéndose torrentosa y variada, discurriendo en medio de las cortapisas que nos envuelven, pero aun así sabemos llevar el dialogo por senderos placidos para ambos; pues, en realidad, lo que decimos carece de importancia para los que nos espían. Simplemente el procedimiento se mantiene vigente como una forma de recordarnos que no gozamos de libertad absoluta para decir todo lo que nos gustaría pues somos considerados individuos nocivos cuya existencia debe permanecer bajo la inspección de las psiquiatras.
Ahora me pongo reflexivo, y te digo como si no lo supieras, porque me he convertido en un apátrida, es decir, en alguien que vive aislado pues no siento apego alguno por las controversias de la vida, pues francamente me aterran las condiciones existentes más allá del campo de fuerza. Afuera, en la realidad adyacente, mucho tiempo del cataclismo, la población superviviente fue organizada por sus patrones en una serie de ciudades estado, gobernadas dinastías de magnates locales, que compiten ferozmente por controlar los recursos que quedan sobre los continentes del planeta; mientras tanto los apátridas, esparcidos en todas estas urbes, nos servimos de la red que vincula a todos estos lugares donde la humanidad ha logrado preservarse, para manifestar nuestra inconformidad hacia este sistema de cosas, gestando ante la narices de los represores un hedónico ciberpais que nos otorgue la posibilidad de segregarnos de un sistema que definitivamente nos odia.
Tal vez esta labor subterránea sea el inicio de una mítica Edad de Oro, para el género humano, en suma el fin de su antagonismo con el espíritu, todo lo que he dicho resume para mi interlocutora la ficción de aquel mañana en el cual seremos libres de manifestarnos sin recurrir a un lenguaje críptico para hacernos entender entre nosotros.
Lamentablemente, Cleo no parece compartir plenamente mi punto de vista y se limita a sonreír , como una forma cortés de manifestar su incredulidad ante el cambio, pero no la culpo, y soy capaz de comprender su escepticismo, pues yo mismo ignoro cuando se decantaran las cosas, pero estoy seguro que el ese cisma se producirá tarde o temprano pues cada día que pasa los esfuerzos del régimen por asimilarnos a su sistema de cosas se hacen más evidentes, pese a todo creo difícil declinar de mi condición; cuando uno ha vivido tantos años como apátrida resulta imposible concebir una versión diferente de la realidad, pues esa libertad de moverte dentro de tu habitación, lejos de las obligaciones impuestas por el régimen resulta un paraíso comparado con mi antigua condición.
Le digo a Cleo sino ha percibido como el tiempo parece detenerse a su alrededor creando un clima propicio para imaginar las condiciones que pueden existir en el más allá; sin embargo ella cree que llegara el momento en el que los parias clamaran desesperados por la necesidad de un amo que los libere de la condena de la soledad. Y los psicoinductores que también nos acompañan en nuestra reclusión preconizan, después de cada sesión, la inminencia de ese divorcio con su prédica tenaz y seductora, llena de placeres holográficos interactivos.
Pero te replico diciéndote que rendirse ante ese alarde de fantasía seria envilecerse, y admitir debilidad ante nuestros carceleros; sin duda la superchería es atrayente y oculta una pérfida celada que puedo discernir sin dificultad, eso es lo que pienso, y te lo digo para que también adviertas la sutileza del señuelo empleado para destruir tu convicción, sin embargo, otra vez percibo la incredulidad en tu faz cuando me atrevo a pedirte que me jures que nunca abdicaras de nuestra mutua condición, y que siempre permanecerás dispuesta a hablar conmigo cuando lo necesite, sin que nada altere la majestad de nuestros rostros, sintiéndonos perfectos en medio de un mundo imperfecto, escapando así de quienes pretenden engullirnos.
No obstante me dices que todo sería más sencillo si estuviéramos bajo la férula de un amo, desde esa perspectiva tendríamos acceso a esa fracción de felicidad que el sistema le permite a sus súbditos más obsecuentes, y el transcurrir del tiempo se presentaría más auspicioso. Te vuelvo a decir que obrar de esa manera implicaría aceptar su seducción, y percibo tu molestia por intentar convencerte de mantenerte en esta condición que también es la mía, con sutileza me dejas entrever que has considerado la posibilidad de rendirte al sistema para mitigar así el sufrimiento que te condena a una vida sin mayores emociones.
Tus palabras me hacen sentir la proximidad del peligro de quedarme realmente solo, ¡ jamás pensé que Cleo se dejara persuadir por la misma voz omnipresente que intenta seducirme desde hace siete años, y para colmo me dices que el régimen siempre ha brindado oportunidades a los súbditos descarriados ofreciéndoles una posibilidad de vivir satisfactoriamente mediante un dispositivo instalado permanentemente en el hipotálamo: un milagro tecnológico que, sin duda, disiparía nuestra angustia si nos atrevemos a ceder ¿ Acaso no sería mejor eso a esta charla monotemática y meditabunda?
Sin poder ocultarlo más me dices que el psicoinductor te ha convencido de que te alejes de mí, por tu propio bien para convertirte en una reintegrada, pese a todo me atrevo a digitar mi replica, pero ya no me respondes y otros mensajes interfieren la comunicación. Pronto tu imagen termina diluida entre una vorágine de propaganda enviada por los censores que siempre nos vigilan, poco a poco la resolución se pierde, desvaneciéndose entre una tormenta de pixeles. Un mundo destruido me contempla desde la pantalla. Game Over, finalmente las soledades se alejan como olvidándose, ahora un silencioso abismo se instala entre nosotros definitivamente, y otra vez la desazón del desaliento me invade, mientras la canción del Happy Birthday resurge como si deseara infiltrarse insidiosamente dentro de mi conciencia.
Sin embargo, no deseo escuchar más esa canción estúpida. Estoy decidido; saldré de mi ostracismo, y descenderé a la calle para huir del domo, aunque carezca de la escafandra que necesito para sobrevivir entre el metano que infesta el ambiente. Desde mi monitor diviso el sol como un frágil disco emergiendo subrepticiamente sobre la montaña de desperdicios que rodea esta ciudad llena de miserias. La madrugada ha terminado, y debo ponerme manos a la obra; mi mirada ansiosa descubre un cortador de plasma entre el montón de cachivaches que cubre mi cuarto. Me envuelvo en mi gabán y me atrevo a destruir el dispositivo que controla el campo de fuerza que limita mi acceso a otros sectores de la casa. El sabotaje funciona, el campo cede y puedo salir. Paso como un bólido ante el asombro de mi madre, acostumbrada a verme encerrado, con la mirada enfocada sobre una pantalla brillante donde pululan los seres invisibles que se comunican conmigo, y me encamino hacia la calle.
Hace mucho tiempo que no respiraba el aire de la ciudad, y hacerlo me llena de ánimo para la tarea que tengo entre manos; sigilosamente me acerco a una de las áreas no vigiladas del domo, justo allí donde nacen las arcadas donde se guarecen los orates y mendigos que son perseguidos por la policía. Una vez allí, pongo el cortador a trabajar, y mi artefacto se encarga se quebrar la resistencia del vitrolux, pronto la despresurización afectara el interior del domo, y el aire envenenado hará estragos entre todos los imbéciles que esperan el despertar. Entiendo perfectamente que la catástrofe también me alcanzara, pero no me importa, pues el único vínculo que me ataba a esta existencia mórbida ya no existe. Sin la compañía de Cleo, la senda fúnebre me atrae definitivamente,  por fin he vencido el temor a morir  larvado en mí. Ahora soy libre.


3 comentarios:

  1. Una idea muy interesante, y es notable lo llevaderos que haces los relatos narrados en primera persona. Tengo una historia con algunos detalles similares, en un contexto diferente; espero que te guste cuando puedas leerla.
    P.D.: ¡Siempre me sorprenden tus finales! :)

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