lunes, 20 de enero de 2020

LA CASA DE LAS DOS PUERTAS 1

1. La isla flotante asoma.
Elsa tenía un sueño, o más bien una obsesión , según como se viese: quería que su casa estuviera pintada con una tonalidad melón para que las paredes hicieran juego con los colores del atardecer cuando se suscita el crepúsculo, era un deseo que la perseguía desde su más tierna infancia, y no era para menos pues su casa no era igual a las demás viviendas de la cuadra: para comenzar era la última de una serie de viviendas alineadas regularmente como una fila de soldados en día de parada, esa condición le otorgaba el derecho a tener dos puertas; una frontal que daba hacia la calle, y otra lateral orientada hacia una especie de explanada que separaba su vivienda de la siguiente hilera de casas que se extendía más allá de aquel espacio enrejado que los vecinos usaban para aparcar sus vehículos; hacía mucho que esta puerta se usaba muy  poco, pero Elsa recordaba que cuando era niña solía abrirla con bastante frecuencia para atender a las amiguitas que acudían a su casa para jugar con sus muñecas.
Aquella casa con dos puertas ostentaba otra característica  que podría destacarse, y es que su segundo piso ofrecía el aspecto de un castillo con gárgolas acuclilladas y vigilantes sobre cada uno de los torreones que se elevaban por encima de la calle a modo de atalayas que podían servir para otear tanto las cosas del cielo como las de la tierra.  Por eso, cuando llegaba el crepúsculo le gustaba subir las escaleras que conducían a esos lugares altos, justo cuando un vasto ejército de nubes aparecía por donde el sol estaba muriendo. Las nubes, de formas alargadas y aspecto agrietado, se movían cual un extenso archipiélago a la deriva cuya superficie reflejaba los postreros destellos del sol; y capturaban su atención  de tal modo que no se sentía capaz de apartar la mirada de aquellas formas iridiscentes que circulaban sin interrupción sobre el amplísimo mapa del cielo hasta que el firmamento se vestía de luto y las estrellas comenzaban a brillar plenamente allá arriba, mientras los focos de los postes se encendían al unísono para iluminar la calle contigua liberándola de la penumbra dominante.
Cuando esto sucedía, Elsa se sentía menos inclinada a permanecer en el torreón, pues,  ni las estrellas, ni el negro abismo del espacio eran capaces de conmover su imaginación tanto como aquellas nubes peregrinas, y más aún  ahora que sus ojos habían alcanzado a divisar una larga faja de tierra confundida entre ellas, sobre la cual se elevaba una montaña cuya cumbre permanecía envuelta en niebla perpetua cual  un trasunto del Olimpo; un poco más allá se extendían los pétreos acantilados que circundan la isla flotante, y cuyas aristas se encargaban de fragmentar las nubes que se atravesaban en su camino como si fueran potentes tajamares marcando la travesía de un navío celeste, pero ahora  que la noche imperaba en el cielo, y la isla flotante parecía haberse desvanecido en medio de aquella pacífica oscuridad, ahora tendría que esperar hasta el amanecer para volver a contemplar el extraño fenómeno que la tenía encandilada y que por alguna razón sentía como parte del necesario preludio que debía suceder antes que sus anhelos ( comenzando por el pequeño deseo de tener una fachada color melón) se hicieran realidad.

Su sexto sentido no era propenso a equivocarse, y le decía que la gente que moraba en aquella isla tenía la capacidad para invalidar todos los convencionalismos que rigen la vida de las personas aquí abajo. Solo tenía que aprovechar uno de aquellos avistamientos para establecer alguna clase de comunicación con ellos, cuando eso sucediera estaría más tranquila pues en su vida existiría la esperanza de volver a abrir la segunda puerta de su casa de nuevo, aunque esta vez no  se la abriera precisamente a una compañera de juegos


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