lunes, 20 de enero de 2020

LA CASA DE LAS DOS PUERTAS 4

4. El último desayuno de don Artemio.
Cuando Jazael quedó saciado se escabulló nuevamente fuera del camisón y gateó a través del cuello de Elsa para terminar asentándose sobre su hombro, una vez ahí asumió el aspecto general de un recién nacido, aunque su fisonomía no correspondiera precisamente con la de uno de esos críos llorones; más bien la negrura de su piel, y sobre todo sus vivaces ojos verdes podían llamar la atención de cualquiera  que no descalificase lo extraordinario como algo susceptible de ocurrir.
En eso, una silla de ruedas atravesó el umbral de aquella puerta secundaria: era don Artemio, el padre de Elsa, un anciano de cabellos encanecidos que todavía conservaba un poco de la corpulencia que lo había caracterizado en sus años de juventud y madurez. La silla era una de esas que se controlan vocalmente quitando así la necesidad de que alguien la empujase, el mismo don Artemio conducía la silla valiéndose de una consola de control que solía apretar con sus dedos gordos y toscos cual nabos angostos y mal pelados.
— ¿  Acaso no tienes frío muchacha del demonio?—le espetó don Artemio a la par que le aventaba una casaca para que se cubriese, y la cual  terminó sobre el suelo porque Elsa no acertó a cogerla al vuelo pues no estaba prestando atención a nada que no que no fuera la contemplación de aquella diminuta versión de Jazael montada sobre su hombro.
La súbita aparición de su padre puso a Elsa en un dilema, la silla de ruedas se aproximaba y ella seguía sintiendo la presencia de Jazael, si las circunstancias seguían así don Artemio vería a aquel homúnculo negro, lo recorrería con la mirada e inevitablemente le preguntaría quién era y que estaba haciendo ahí; a esas alturas de su vida al anciano era capaz de distraerse con cualquier cosa; pero el astuto Jazael se encargó de salvar la situación cambiando de forma nuevamente para mimetizarse entre los cabellos sueltos de Elsa como lo haría un soldado entre la selva.
—Te veo rara hija ¿ qué cosa te pasa?—preguntó don Artemio volviendo a la carga. La rápida reacción de Jazael calmó un poco a Elsa, ¡realmente era un ser con tantos recursos!, y ahora le correspondía a ella a estar a la misma altura haciendo algo para desviar la atención de su padre sobre lo que podía haber estado haciendo en allá fuera tan temprano, por eso se agachó para recoger la casaca que estaba en el suelo para ponérsela inmediatamente como para darle gusto al viejo que casi ya estaba frente a ella.
—Así me gusta hijita que te cuides mucho y que me hagas caso en todo—dijo don Artemio contento de ver que su hija recogía la casaca para proporcionarse calor.
—Claro papi, ahora lo mejor es entrar a la casa. Voy a prepararte el desayuno que tanto te gusta.
—¿ Café con huevos fritos?—preguntó don Artemio en un tono exultante. Elsa asintió con la cabeza, estaba saliendo del paso perfectamente; el viejo se había olvidado del motivo que lo había hecho salir. Ahora el viejo estaba sentado frente a la mesa mientras su hija se encargaba de preparar los huevos procurando que la yema de los mismos no se reventase porque a su papá le gustaba hundir pequeños trocitos de miga en medio de esos círculos perfectos para reventarlos él mismo, para luego meterse la mezcla resultante dentro de la boca y así degustarlos a placer.
Mientras hacía esto Elsa se sentía bastante segura como para plantearle la cuestión del cambio del color de la fachada a su padre, tener a Jazael metido dentro de sus cabellos realmente la había envalentonado, y confiaba en poder convencer a su tozudo padre sobre la conveniencia de cambiar el color de la fachada porque desentonaba terriblemente con los bellos colores del atardecer; pero si no conseguía convencerlo con el poder de sus palabras Jazael intervendría y obtendría lo que ella no hubiera logrado mediante la persuasión. Cuando terminó de freír los huevos en la sartén vertió el contenido de la misma sobre un plato y los condujo hacia la mesa de la cocina donde su padre ya había empezado a beber su taza de café, colocó el plato ante don Artemio y se sentó frente a él para acompañarlo a desayunar.
— Papi ¿ No te parece que debemos pintar la casa de otro color? El blanco es un color muy triste y se ensucia muy rápido. —A tu difunta mamá le gustaba mucho ese color. Decía que es el color que tienen las túnicas de los ángeles, y ahora ella misma es también un ángel porque está en el cielo. En homenaje a ella debemos mantener ese color siempre.
—Pero… intentó volver a la carga Elsa. —Nada de lo que digas me hará cambiar de opinión hija. No sé porque te empeñas en ese capricho. Hemos discutido esto millones de veces.
—Entonces…¿ esa es tu última palabra padre? —No soy de las personas que rectifican sus convicciones hijita, tú lo sabes—asevero don Artemio mientras leía las páginas de un diario digital en un monitor empotrado en la consola de mando de su silla de ruedas.
—Pues lo siento mucho—dijo una voz grave y masculina que no pertenecía a Elsa pero que parecía provenir desde el otro extremo de la mesa.   


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