miércoles, 15 de diciembre de 2021

Bristol en la Batalla de Chulmleigh.

  1-Anhelo de muerte.

 George Rogers quería matar soldados ingleses.



 Era un deseo primitivo y bestial, era como si hubiera nacido odiando a su propia especie, pero también era obvio que esto no era exactamente así, ese odio tenía un origen, pero Rogers no acertaba a encontrar el hilo de Ariadna que le guiase entre el laberinto de sus recuerdos para dar con la fuente de esa nefasta inquina. Solo podía intuir, y de una manera muy vaga, que tal vez todo había comenzado con una de la tantas estatuas de cera existentes en el Museo de Madame Tussaud, allá en Londres.

 Al principio le hubiera dado igual terminar con la vida de cualquier civil con residencia en la Franja, ya fuera inglés o alemán, pero eso no tenía mayor sentido si consideraba que los alemanes eran quienes le pagaban el sueldo que mantenía su tren de vida, y que asesinar a un súbdito del rey Jorge le podría acarrear graves problemas con las autoridades civiles que gobernaban la Franja, es decir la parte meridional del territorio británico ocupado por las armas del Kaiser.

 Afortunadamente estaban en guerra, y se encontraba en una posición inmejorable para participar: era el administrador de la Granja de los Monstruos, la factoría donde se criaban los Goliats cuya función seria romper el frente inglés cuando las fuerzas alemanas se lanzasen a la conquista de la península de Cornualles, la única parte del sur de la isla que todavía estaba bajo control del Royal Army.

 Así que matar soldados ingleses era la única solución que podía darle a ese impulso criminal que se había apoderado de su pensamiento, no obstante, aquel deseo tenía un impedimento: Rogers no era soldado, y por lo tanto no tenía pretexto para acudir al campo de batalla y dejar salir a la bestia que tenía confinada en su mente.

 Sin embargo, la palabra bestia le hizo pensar en los monstruos que había creado para que participaran en la inminente ofensiva sobre Cornualles, si bien para ojos profanos aquellos seres eran indistinguibles los unos de los otros, como lo puede ser un chino de un japonés, para Rogers no era así; por tal motivo decidió escoger uno de los más fornidos para que lo representara, por así decirlo, en el campo de batalla, y le impuso el nombre de Bristol; en honor a un asesino decimonónico , tal vez ficticio, de cuya existencia se había  enterado gracias a la traducción francesa de un cuento escrito por un grafómano  español, un tal Agustín Pérez Zaragoza, el cual había dedicado una parte de sus esfuerzos a la confección de historias macabras y truculentas, las cuales le venían bien a una mente en estado de efervescencia como lo estaba la de Rogers en ese momento. Además, Bristol era un nombre corto y rotundo que le serviría para distinguir aquella bestia del resto de combatientes.

 Bristol, como todos los de su especie, iría a la batalla con un casco de acero, al cual se unía una especie de máscara que guardaba cierto parecido con las que usaban los histriones en el teatro griego, la presencia de semejante adminiculo no era gratuita pues fundamentalmente cumplía dos funciones: la primera infundir el miedo entre los “tommies” a la hora del asalto, y servir como nexo entre el operador y el monstruo cuando se necesitara que éste realizara una tarea específica durante la batalla.

 Rogers habló con Richter, y obtuvo un permiso especial del general para servirse de uno de estos dispositivos de control, que estaban siendo probados intensamente como parte de los preparativos para la batalla. De este modo Rogers pudo participar en cada uno de los “juegos de guerra” que se celebraban en el polígono de Hampshire, aunque en realidad no podían eran tales porque los alemanes abusaban del fuego real, y las bajas que se producían también lo eran. 

 Y si bien podría creerse que las reservas de prisioneros británicos pudrían decrecer, en realidad no era así, pues los mismos ingleses se habían empeñado en intentar reconquistar Dover, y eso mantenía en zozobra todo el sector situado al sur de Londres. La familia real y los miembros del gobierno se habían trasladado a Edimburgo, dejando a la ciudad y a los que no huyeron a merced de las incursiones aéreas germanas, sin embargo, por ahora la prioridad para el Alto Mando alemán era capturar la península de Cornualles, el avance sobre Londres podría esperar un poco.

 Rogers participaba en las batallas, pero mejor sería decir que lo hacía a través de Bristol, pues el monstruo era el que se exponía a la muerte cada vez que su grupo tomaba por asalto alguna trinchera o fortificación británica, pero era la mente de Rogers la que disfrutaba cada vez que esto sucedía pues de algún modo experimentaba el natural miedo a la muerte que moraba en la criatura cuando se enfrentaba contra la bayoneta o la pala de un “tommie” lo bastante desesperado como para meterse contra algo que casi dos metros de algo.

 Era algo muy natural, los caballos que hasta hacía muy poco se habían usado en los campos de batalla temían lanzarse contra un montón de bayonetas enhiestas, y recién el año entrante, 1915, se celebraría el centenario de aquellas gloriosas pero inútiles cargas de caballería que el mariscal Ney había lanzado contra las posiciones inglesas en Waterloo. Ahora si los caballos eran susceptibles al miedo, los monstruos también lo eran, después de todo y al igual que los equinos eran animales al servicio de una causa verdaderamente suprema, que aspiraba a la conquista del mundo civilizado.

En fin, como buen discípulo de la técnica creada por Madame Tussaud para su Wax Museum londinense, míster Rogers pasaba el tiempo que le dejaba libre los entrenamientos en el Polígono, confeccionando un diorama de la batalla en la que estaba tomando parte, aunque por el momento solo estaba tomando en cuenta cosas como las colinas y las vastas llanuras sobre las cuales tendría lugar la acción, cuyo objetivo final era converger sobre el puerto de Truro, la capital de Cornualles, solo se atrevería a poner las figuras cuando la batalla hubiera concluido con la lógica victoria de las armas del Kaiser sobre las fuerzas del Royal Army que todavía guarnecían la península.

Y no pasaría mucho tiempo para que eso se convirtiera en realidad.

2- El preludio de la batalla.

 La Franja era una porción de territorio fluctuante, en poder el Ejército del Kaiser, que iba desde Dover hasta Plymouth, sus límites septentrionales eran más difíciles de determinar pues el frente germano británico avanzaba y retrocedía conforme los crecía o se sofrenaba el ímpetu guerrero de los generales del Royal Army, el cual estaba espoleado por los titulares de la prensa de Londres y las decisiones de los políticos que conformaban el Gabinete de Guerra, aunque vale decir que las incursiones de bombardeo efectuadas por los dirigibles alemanes también eran responsables de aquel continuo tira y afloja.

 Para invadir Cornualles los alemanes habían planeado lanzar un poderoso ataque envolvente a través del territorio del condado de Devon; según los vuelos de reconocimiento de los monoplanos Taube se había detectado movimientos de las tropas inglesas en la región, lo cual podía indicar que los “tommies” estaban preparándose para un poderoso contraataque contra el expuesto flanco norte del frente alemán, y eso podía retrasar el comienzo de la operación “Finisterre”, es decir la invasión de Cornualles.

 El despliegue inglés en Devon había alterado bastante la situación militar, y obligaba a los alemanes a desencadenar su ataque antes de que la línea defensiva inglesa se hiciera más fuerte, y tal vez fuera capaz de absorber el golpe y devolverlo con más potencia.

  Era el momento de ampliar la Franja y acabar con las pretensiones inglesas de arrollar la base avanzada que los alemanes habían instalado en Portsmouth.  Por tal motivo se lanzarían cuatro ejércitos, que actuarían como puntas de lanza contra los ejes defensivos del dispositivo inglés, los cuales habían sido situados en unos pequeños pueblos que habían sido fortificados por el Royal Army a lo largo de una carretera que unía el puerto de Exeter en el sur con  la localidad de Barnstaple situada unos cincuenta y cinco kilómetros al noroeste del puerto antes mencionado, y relativamente cerca del estratégicamente importante  Canal de Bristol; cuyas costas, en caso de ser ocupadas, podrían servir de puente para invadir Gales, y continuar extendiendo la Franja ocupando más territorios de la costa occidental de Inglaterra para aislar la ínsula de su tráfico marítimo con el resto del mundo, pero esto continuaría siendo un sueño sino se ocupaba primero Devon y luego Cornualles.

 Entre ambas localidades existe un pueblo llamado Chulmleigh, es una población pequeña, que ha duplicado el número de sus habitantes con la presencia de un nutrido contingente de tropas británicas, las cuales se han distribuido en una serie de reductos que rodean el pueblo por todos sus accesos.

 Precisamente en ese lugar el contingente de monstruos, del cual formaba parte Bristol, los cuales tenían por misión romper la defensa inglesa en sus puntos más fuertes cuando la resistencia se endureciera. En ese momento, Bristol, o mejor sería decir el otro yo de George Rogers, podría principiar a ejercer su macabro ministerio sobre los soldados que tuvieran la desgracia de enfrentar su terrible e insaciable sed de sangre.

 3- La batalla de Chulmleigh.

 La batalla empezó temprano, dos horas después de la primera luz del día las divisiones alemanas iniciaron su ataque contra las potentes fortificaciones que guarnecían la extensa línea que iba desde Exeter hasta Barnstaple.

  En concreto, las tropas que mandaba el general Richter tenían por misión tomar los reductos construidos en las cercanías del pueblo de Chumleigh, y ya se estaban dando cuenta que hacerlo no sería una tarea precisamente sencilla, pues los primeras oleadas de ataque habían sido frenadas por acción de los nidos de ametralladoras que protegían las trincheras de los soldados británicos, y eso había frenado el ímpetu inicial de los asaltantes, los cuales habían dejado un reguero de cadáveres tendido sobre aquella verde pradera que parecía extenderse a lo largo y ancho  de esta gran isla hiperbórea.

 El día había superado su mitad, y las tropas de Richter estaban exhaustas, aparte de muy mermadas debido a que el apoyo artillero con el que contaban no había podido poner fuera de combate a los cañones enemigos, los cuales se encontraban protegidos por grandes casamatas blindadas.

 Richter llego al convencimiento que sus hombres no podrían alcanzar su objetivo si esos malditos cañones no eran eliminados, y era evidente que sus soldados no conseguirían eso en el estado en el que se encontraban. Estaban fatigados y no demasiado motivados para continuar la lucha, por lo tanto, era necesario buscar una alternativa con el fin de mantener la presión; por ende, era el momento de que los monstruos hicieran acto de presencia en el campo de batalla, y tomaran momentáneamente el papel de los verdaderos soldados para llevar a cabo un supremo intento para tomar aquellas posiciones al parecer inexpugnables.

 Y los monstruos hicieron acto de presencia en el campo de batalla, efectuando una nueva carga contra las posiciones de aquellos defensores un tanto exhaustos ya por la tensión que habían padecido durante los anteriores ataques efectuados por la también cansada infantería germana.

 Sin embargo, la carga que estaban haciendo los monstruos era especial, porque no la hacían como un soldado de infantería cualquiera, a puro grito y empuñando un fusil con la bayoneta calada mientras corría a través de un terreno donde reinaban las explosiones y las balas enemigas.

  El siglo XX apenas tenía catorce años de vigencia y sus innovaciones técnicas ya tenían repercusión en el arte de la guerra. 

Los monstruos, y entre ellos Bristol, acudían al enfrentamiento dentro grandes cajas metálicas sin cobertura superior, pero blindadas por sus cuatros costados y montadas sobre orugas, como los landships británicos. Sin embargo, eso no era todo pues las “cajas”, (o “boxes” como las llamaron los británicos apenas las vieron levantar polvo ante ellos) no estaban desarmadas, y poseían, a proa y a popa de la gran caja rodante, un par de cañones instalados sobre una plataforma giratoria que sobresalía del blindaje para tener libertad de tiro.

Los sirvientes de aquellas piezas de artillería eran los únicos soldados normales a bordo de aquellos vehículos blindados, el resto del pasaje eran monstruos premunidos de corazas adheridas a los tabardos que vestían habitualmente, y con máscaras de histrión cubriendo sus horribles rostros.

 Mientras se acercaban a los reductos, y los disparos de la artillería británica levantaban geiseres de polvo y tierra por doquier, los monstruos se preparaban para entrar en acción, acariciando los poderosos subfusiles que iban a estrenar aquel día, aunque otros preferían desenvainar los sables y cuchillos que servirían para la lucha cuerpo a cuerpo que librarían contra los defensores de aquellas posiciones, las cuales solo eran los primeros bastiones de una defensa montada para ralentizar el avance alemán sin importar el coste en vidas humanas que eso pudiera demandar. Se trataba simplemente de dar tiempo al ejército de Cornualles para organizar una mejor defensa cuando les llegara la hora de enfrentar el embate germano.

 

Pero estas cuestiones estratégicas estaban más allá de la comprensión de estos creados para insuflar el miedo y diseminar la muerte entre sus oponentes.

 

 No temían a la muerte, simplemente pensaban cuanta carne podían devorar una vez que dieran cuenta de aquellos hombres en apariencia irreductibles que les esperaban, con las armas en la mano, detrás de los esos grandes sacos llenos de tierra, que hacían las veces de parapeto.

 Sin embargo, Bristol tenía un objetivo un poco más sutil: servir de nexo entre su amo George Rogers, un civil con inclinaciones un tanto sádicas y perversas, y la nefasta realidad de la guerra. El momento del ataque había llegado, y los monstruos se pusieron sobre sus rostros las caretas de histrión que ocultaban sus facciones deformadas, mientras los cañones de la “caja blindada” en la cual viajaban, abrían fuego contra los nidos de ametralladoras inglesas que ya eran visibles, y empezaban a disparar a mansalva cubriendo la llanura de pequeños proyectiles asesinos que cobraron algunas víctimas entre los artilleros alemanes que manejaban aquellos cañones de tiro rápido.

 Precisamente, una de aquellas bajas se produjo dentro de la caja blindada que transportaba a la escuadra de asalto de la que formaba parte Bristol y sus compañeros. El artillero de proa cayó muerto, y su camarada, que accionaba el cañón de popa se abalanzó hacia el sector opuesto de la caja, para hacerse cargo de la boca de fuego, pues no podía consentirse que enmudeciera, y menos en medio de un ataque general en toda la línea del frente de Exeter, pero la mente de Rogers vio en la muerte de aquel artillero alemán el preludio de una nueva acción que no guardaba relación con las directrices diseñadas por el general Richter para el asalto de la líneas defensiva inglesa.

 La orden era que echar abajo las paredes laterales de la caja cuando estuviera a tiro de piedra de las posiciones que pretendían asaltar, pero Bristol siguiendo los deseos de la mente que controlaba su cuerpo, impidió que el susodicho artillero de popa se hiciera cargo de la pieza por el momento silenciada, más bien le conmino mediante unos elocuentes bramidos que echara abajo las indicadas puertas laterales para permitir la salida de los monstruos a campo abierto.

 Al principio, el pobre hombre no entendía demasiado bien cuál era el propósito de todo aquello, pero no tardo en darse cuenta que lo mejor era hacer caso sin rechistar, pues obedecer era mejor que terminar devorado por estos caníbales potenciales que el alto mando había enviado a luchar junto a los verdaderos soldados, pero eso era lo que él pensaba sobre la coyuntura, lo cual bien mirado no importaba nada con el monstruo aquel enfrente suyo, lo mejor sería coger la palanca y moverla hacia abajo, de modo las puertas caerían y los monstruos podrían salir fuera del vehículo, y lo dejarían en paz.

 

En efecto, las puertas cayeron, y Bristol dio un salto y cayo pesadamente sobre la hierba que prosperaba sobre aquella tierra llana que pareció hundirse un poco cuando recibió ese peso extra encima, pero la atención no estaba puesta realmente sobre esa tierra fofa, es más ni siquiera la visión de sus congéneres descendiendo del portatropas blindado para iniciar el asalto del reducto enemigo. Lo que a Bristol le interesaba, y por ende a George Rogers también, era la incertidumbre del soldado cuando se enfrenta a la batalla por primera vez.  A pesar de la protección que llevaban encima, los monstruos también podrían morir, como el resto de soldados, sin haber llegado al decisivo combate cuerpo a cuerpo, el cual siempre decidía el destino de la posición que se pretendía conquistar.

 Pero Bristol, como el resto de sus congéneres, tenía a su favor la impronta, y las “wunderwaffen” con las que iban equipados para desarbolar la resistencia de los tommies a los que tenían que asesinar. Precisamente esa era la palabra clave para que desencadenar la furia de Bristol hacia todo aquello que se movia y disparaba desde la trinchera enemiga.

 Era el momento de actuar y de vivir la primera emocion, enfrentar a la muerte con valentia como jamás lo haría un simple burgués como George Rogers. Los insignificantes “tommies” estaban abriendo fuego contra ellos con todo lo que tenían: fusiles y ametralladoras escupían proyectiles contra él, pero su armadura resistió los impactos, y ambos Rogers se sintió realmente invicto detrás de la máscara. 

 Los monstruos sabían que las ametralladoras escupían la muerte a mansalva, pero tampoco ignoraban que esas máquinas asesinas eran pesadas de mover, y que además que sus cañones se recalentaban y que corrían el riesgo de encasquillarse convirtiéndose en un armatoste inútil para la guerra, cuando eso ocurriera los “tommies” estarían perdidos, a merced de los monstruos que avanzaban hacia su posición.

 Y para Bristol había llegado su turno de matar, estaba bastante cerca como para hacerlo, y lo mejor de todo era que no necesitaba apuntar a un blanco individual. Más de una docena de ingleses estaba a su merced, podía ver sus rostros sucios, con la mirada enloquecida por el terror, pero aun así firmes en su posición como exigía la disciplina militar, y aferrados a las armas que podrían darles una oportunidad de triunfo contra la mole que se les venía encima. Detrás, muy detrás de la máscara, Rogers se sintió envalentonado, y con la inmensa necesidad de apretar el botón que escupiría las llamas hacia aquellos infelices que seguían disparando, aferrándose a la convicción de que podían detener el asalto

 Pero el lanzallamas de Bristol no les dejaría hacerlo, y pronto quedarían convertidos en retorcidas teas humanas a la espera de ser devoradas cuando hubiera tiempo para hacerlo, porque ahora tocaba matar más ingleses, porque el asalto había comenzado y los “tommies” no se rendían, y continuaban luchando sin dar señales de cansancio, ni miedo alguno. Es más, intentaban hacer frente a los monstruos blandiendo palas y simples bayonetas desnudas, y comportándose como los perros de una jauría lo harían con una zorra o un jabalí al cual estuvieran acosando. Rogers pensó que esos hombres estaban sometidos al efecto de alguna droga diseñada para exacerbar su desempeño en una batalla que ya parecía perdida; cuando lo natural hubiera sido que se hubieran puesto pies en polvorosa para resguardarse en los parapetos de la segunda línea.

 Sin embargo, aquellos ingleses envalentonados hacían todo lo contrario con los monstruos que habían irrumpido dentro de sus trincheras. Y esa tenaz resistencia hacia parecer todavía lejano el triunfo absoluto de Bristol y sus congéneres bestiales. Los ingleses habrían aprendido a luchar contra el miedo que inspiraba la estampa de aquellos seres que parecían una especie de simios gigantescos sacados de una novela barata publicada en los Estados Unidos, y escrita por un tal Edgar Rice Burroughs; pero a través de Bristol, Rogers se daba perfecta cuenta que esos hombres no estaban muriendo en vano, algo se cocinaba en medio de la tremenda melee que se estaba librando en las trincheras.

 Bristol no podía estar tan seguro como su amo de esa sospecha, pues estaba muy ocupado matando todo lo que su ojo podía captar, hacerlo era tan extasiante, y más aún con aquellas armas blancas cuyo efecto era menos portentoso que el logrado por las llamas y las balas, pero mucho más impactante y visceral, pues el filo de las espadas dejaba las heridas expuestas a la vista de todos, mientras la vida escapaba lentamente a través de aquellas rendijas abiertas por donde fluía la sangre como un río desencadenado e infame que invitaba a consumir aquella carne muerta y yacente a los monstruosos asaltantes que habían provocado esas muertes.

 do ese banquete de cuerpos muertos se acumulaba ahí en la trinchera para el deleite visual de Rogers, y el creciente apetito de Bristol, pero la lógica militar imponía seguir adelante, y dejar para después el deleite y el apetito de cada uno de ellos, no obstante para Rogers aquel montón de cadáveres tenía un propósito, esos ingleses no habían luchado ni se habían dejado matar en vano, su sacrificio constituía un cebo, una especie de trampa para aquellos maquinas asesinas hechas de carne y hueso que todavía permanecían en la trinchera recién conquistada.

De pronto, la manga de un uniforme inglés pareció moverse con lentitud como si el brazo que envolvía hubiera vuelto a la vida como fruto de algún conjuro zombi, y esa manga traía aparejada una mano, totalmente sucia, que repto como un caracol hacia un objeto que guardaba un leve parecido con un detonador. Bristol vio la acción y actuó en consecuencia, desenvainando el sable que portaba a sus espaldas para dejarla caer sobre aquella muñeca, pero su rapidez no fue tanta como para impedir que la mano se aferrase al detonador y provocase una explosión justo cuando esa parte del miembro superior era violentamente separada del resto del brazo por obra de un golpe de espada asestado por Bristol.

Aquella fue la última cosa hecha por Bristol que Rogers pudo disfrutar tan plenamente como si la hubiera hecho él mismo porque la onda expansiva provocada por la explosión arrancó la cabeza del monstruo de cuajo; en ese momento el mundo pareció volverse loco y a Rogers le pareció que todo daba vueltas a su alrededor, provocándole un miedo tan intenso y primitivo que le indujo a quitarse y arrojar lejos de sí la careta que permitía la conexión entre ambos. Bruscamente aquel viaje malsano hacia una experiencia proterva había culminado de una manera infructuosa. 

 

El profundo abismo desde cual brotaba aquel reclamo de tremenda vehemencia se había cerrado, y una abrupta contingencia se había interpuesto, como un escudo, entre aquel mundo ansiado y su más entusiasta devoto.

Por eso se arrancó la careta de la cara como si fuera un gusano protervo que pretendiera roerle la cara; Bristol, el monstruo estaba muerto, y la muerte era una experiencia que todavía no deseaba conocer, pero ya estaba advertido de que la muerte era el vacío, la ausencia de reacciones, la nada en estado puro, como los grandes espacios existentes entre los astros los cuales había recorrido la Gran Cosa que le había inspirado la idea de manipular la precaria mente de esa criatura monstruosa que había sido despedazada por el fuego inglés.

Después de aquel aspaviento, que atrajo demasiada atención hacia su persona, Rogers se escabulló de la sala de radio de manera sigilosa, aprovechando que todos estaban absorbidos por la información que fluía del campo de batalla: Las cosas marchaban bien, a un coste relativamente bajo los monstruos habían capturado la primera línea de trincheras, y ya iban en los de la segunda. Richter estaba entusiasmado y a punto de lanzar a su reserva para que las abominaciones (como llamaba a los monstruos) no se hiciesen con toda la gloria.

Sin embargo, todo eso para George Rogers era como un eco lejano que ya no tenía ninguna relación con él, y se alejaba a paso rápido de todo eso, seguro de ponerse a buen recaudo de  la prisión de Woodworm Scrubs, y su sección de alienados mentales.

 

Rubén Mesías Cornejo

Chiclayo 23 de junio de 2021.






martes, 16 de marzo de 2021

VISITA A LA GRANJA A LOS MONSTRUOS.

 1.                 La llegada del general Richter.

Emil Richter era un general de la vieja escuela, acostumbrado a mandar hombres y no monstruos, por lo tanto, el nuevo de modo de hacer la guerra, ese que tenía su máximo adalid en Peter Stiglitz le repugnaba porque le parecía una práctica inédita y cruel que no tenían parangón en los anales de la historia universal.

Pese a todo, el general tenía mucha curiosidad por conocer de cerca a estas criaturas que habían tenido un papel relevante cuando llegó la hora de enfrentar a los nuevos landships británicos. Si lo que veía lograba convencerlo de la efectividad bélica de estos fenómenos, estaría dispuesto a darles una oportunidad entre las tropas que el Kaiser le había confiado, dejando de lado el horror que esos monstruos quiméricos le inspiraban.

Peter Stiglitz confió esa tarea en un verdadero especialista en el tema, míster George Rogers, un extraño hombre que trabajaba en el Museo de Madame Tussaud de la bombardeada capital de Inglaterra, el cual en vez de dirigirse hacia la seguridad que ofrecía la intocada Escocia, decidió coger el rumbo opuesto y encaminarse hacia Portsmouth, el recién conquistado puerto del condado de Hampshire.


Rogers había leído relatos en los periódicos de la City sobre la actuación de los monstruos al servicio de Stiglitz en las recientes batallas libradas sobre el suelo de Hampshire, y eso le decidió a poner sus conocimientos a favor de la causa del Kaiser ( aunque mejor sería decir que prefirió que la gente de poco seso y amiga de las apariencias lo viera como un traidor; pues de ese modo conseguía ocultar a los bandos en conflicto, la genuina motivación que estaba detrás de su inaudita elección)

Emil Richter bajó de su automóvil y se dirigió al encuentro de George Rogers, el mentor de aquellos fenómenos creados con el dinero del Kaiser.


En fin, el caso era que ahora Rogers estaba apretando la mano del general Richter, y para variar se enfrentaba con la ominosa pregunta que le venían haciendo todos los oficiales alemanes que había conocido desde su arribo a la Franja (ese era el nombre que los alemanes le habían puesto al territorio conquistado por sus tropas en el sur de la isla)

—Me da mucho gusto conocer a todo un profesional en el ramo de los monstruos—dijo Richter con un dejo de ironía en el tono de su voz.

—Lo mismo digo—replicó Rogers—desde que estoy en la Franja he conocido a mucha gente formada en el arte de matar gente.

—Le ruego no tome a mal mis palabras mister Rogers—dijo Richter. No era mi intención despreciar su trabajo, pero para mí los monstruos deben estar en una jaula ambulante, y no formar parte efectiva de un ejército en campaña.

—Bueno los caballos y las mulas también forman parte de un ejército combatiente—dijo Rogers haciendo gala de un poco de sorna con el atildado militar germano.

—Esos animales son criaturas diseñadas por la mano de Dios, no asquerosas mutaciones, degeneraciones que deberían haber sido destruidas, de no ser por la inaudita ocurrencia de Stiglitz de emplear a estos fenómenos para algo que deberían hacer los soldados del Kaiser.

—Precisamente esas bestias ahorran vidas humanas, y gracias a ellas tendremos menos novias y madres llorando por haber perdido a sus prometidos e hijos en estas batallas tan enconadas.

—El soldado está hecho para luchar, vencer o morir son meras circunstancias que el destino pone en nuestro camino. La gloria debe ser para aquellos que luchan y sobreviven, no para unos monstruos que no saben muy bien lo que hacen. Obedecen a Stiglitz porque él les permite alimentarse de los cadáveres de nuestros enemigos.

—Viéndolo bien eso no tiene nada malo general. Todos sabemos que después de acabada la lucha los campos de batalla quedan repletos de cadáveres, si los monstruos se los comen los que han sobrevivido se ahorran la tarea de enterrarlos. ¿No le parece que eso es bastante bueno?

El general Richter no dijo nada, el argumento era demasiado bueno como para contradecirlo, aunque en su fuero interno estaba convencido de que permitiría que esa idea, procedente de un advenedizo, prosperase demasiado.

—En fin— dijo el general como para cambiar de tema— No he venido hasta acá para perder el tiempo polemizando con usted. Me interesa ver con mis propios ojos a las bestias que serán usadas en la próxima batalla para conquistar Cornualles. Seguramente se le ha informado que es vital ocupar la cornisa más occidental de Inglaterra para que nuestros dirigibles tengan un punto de apoyo para su larga singladura atlántica.

Esta vez le tocó a mister Rogers hacer una pequeña pausa de silencio en el intenso diálogo que hasta el momento estaba teniendo con el militar germano. La verdad era que Rogers no sabía nada sobre el tema, es más le interesaba muy poco el empleo bélico que los alemanes le brindaban a las bestias que su tortuosa imaginación diseñaba, pero la mención de la palabra singladura le hizo pensar que los alemanes estaban preparando una operación  de desembarco al otro lado del mar, en las costas de la América anglosajona, pero pronto lo pensó mejor y consideró que ese conocimiento no era en lo absoluto relevante para el trabajo que había venido a desempeñar por encargo de sus patrones alemanes.

—Bien, general Richter, creo que ha llegado el momento de ir al grano—dijo Rogers con un tono de voz que indicaba claramente que no deseaba perder más tiempo con circunloquios, y que estaba con muchas ganas de presentar los resultados de su obra ante la mirada de un general que servía de enlace con el Estado Mayor aposentado allá en Berlín.

—Lo mismo digo—replicó Richter mientras se quitaba el quepi que cubría su calvicie, y lo sacudía un poco para deshacerse de la inevitable cuota de polvo que impregnaba aquella prenda que servía para proclamar su rango.

—Muy bien, general, le diré que vamos a hacer: he conseguido reclutar cierto número de prisioneros ingleses para formar un batallón de infantería, se le ha entregado cierta cantidad de piezas de artillería,y se le ha prometido la libertad si consiguen superar en combate a mis nuevos monstruos guerreros.



—Y no teme que esos ingleses intenten escapar del Polígono —preguntó el general Richter solo para ponerle el condimento de la zozobra a la conversación.

—No llegaron demasiado lejos si lo intentan, y pocos conseguirían escapar de la Franja con vida—replicó Rogers con un tono de aplastante seguridad.

—¿Realmente piensa respetar la promesa que le ha hecho a esos soldados?  Después de todo son sus compatriotas—continuó interrogando el general, quien se sentía muy a gusto haciendo una pregunta que apuntaba a molestar a su interlocutor dando a entender una supuesta traición a Inglaterra.

—Claro que no, además soy irlandés y confío en que mis monstruos podrán acabar con los ingleses. La idea es darnos cuenta de las fortalezas y debilidades de la nueva generación de monstruos que se emplea en la futura batalla de Cornualles. Nuestro equipo de filmación rodará la batalla y la podremos ver una vez editada.

—Entiendo, ese proceso tardará algún tiempo—dijo Richter dejando entrever que deseaba saber con exactitud cuánto debía esperar para volver.

—Unos tres o cuatro meses.

El general no dijo nada más, se despidió de Rogers y mientras volvía a su automóvil pensó que el lapso de tiempo que le habían dado era justo lo que se necesitaba para preparar la invasión de Cornualles, quizá los nuevos monstruos tendrán oportunidad de participar en ella.

2- Batalla entre soldados y monstruos.

Los monstruos eran grandes y fuertes, medían unos dos metros de altura, y eran muy corpulentos, y en vez de uniforme vestían un tabardo de paño blanco decorado con una inmensa cruz de Malta. Su cuerpo grueso y peludo estaba protegido por unas placas metálicas que hacían recordar a los soldados que los enfrentaban  al gigantesco Goliat biblico, además también portaban unos grandes escudos curvados que recordaban a los que usaban los legionarios que habían conquistado Britania, como arma ofensiva usaban un sable de caballería colgado a la espalda.

 El objetivo a conquistar era una larga y sinuosa trinchera defendida por varias ametralladoras servidas por unos soldados que llevaban un casco de acero que parecía una escudilla puesta al revés colocado sobre sus cabezas, las cuales a pesar de que parecían pequeñas, apreciadas de lejos, se veían como un alimento realmente delicioso en la imaginación calenturienta de un Goliat en plena marcha.

Para hacer la cosa un poco más sencilla, se habían prescindido de colocar alambradas en medio de la tierra de nadie que los Goliats tenían que recorrer en medio de aquella lluvia de balas. Se trataba de probar la eficacia de los monstruos ejecutando una carga frontal contra el enemigo, las alambradas serían erradicadas, bajo fuego real por zapadores blindados como los antiguos caballeros.

Las ametralladoras ladraban, como perros asustados, ante el avance de aquellas formaciones de monstruos provistos de escudos que cubrían su frente y sus flancos, las cuales avanzaban lentamente hacia las trincheras que esas ametralladoras defendían, sin que estas ruidosas armas hubiesen conseguido matar a algunos de los monstruos que se protegían detrás de aquella formación táctica prestada a los romanos. Lo cual no era poco decir, pues aquellos hombres que siguieron a Julio César en su paso por las Galias, y en su conquista de Britania habían sido el gran imperio militar por excelencia de la antigüedad, del mismo modo que Alemania pretendía ocupar ese sitial en los tiempos que ahora corrían.

A los “tommies” se les había prometido la libertad si conseguían rechazar la carga de los monstruos, pero ahora se habían dado cuenta de que la cosa no pintaba tan fácil. La potente ametralladora, que tantas vidas había segado en los campos de batalla convencionales, no era más que una simple cerbatana que no servía para penetrar el espesor de los escudos que portaban los monstruos, los cuales estaban demostrando que aquel blindaje portátil era tan eficaz como el de los landships que Lord Churchill había lanzado al combate en el frente de Hampshire.

Pero todavía les quedaba un as debajo de la manga, si las ametralladoras se habían vuelto inocuas, y los monstruos casi estaban encima de ellos anhelosos de traspasarlos con sus lanzas de ulano, era necesario que la artillería interviniera para salvarlos de esa muerte que parecía casi segura. Y para que eso sucediera, era menester que alguien dejase de disparar la ametralladora, para correr dentro de la trinchera en pos del teléfono de campaña. Los boches les habían permitido disponer de unas cuantas piezas de artillería para auxiliarse con ellas en un momento determinado. Y el momento parecía haber llegado, necesitaban que aquellos cañones abrieron fuego para que despedazaran a estas criaturas infames que ya habían arrojado sus escudos para enfrentarse a los soldados que blandían sus fusiles con las bayonetas caladas como única defensa ante el asalto de los Goliats premunidos de sables pesados como los que usaba la caballería.

El soldado Harry Short decidió que no valía la pena enfrentarse a un Goliat, y arrojó el fusil que le había sido entregado no sin antes quitarle la bayoneta, para hacer de aquella arma blanca la protectora de su vida en caso de necesidad. En el momento en que se deshizo de su arma reglamentaria era consciente de que nadie podía hacer nada para detenerlo, es más hasta sería muy tonto intentar hacerlo en plena pelea contra los monstruos. Los oficiales estaban luchando por preservar su propia vida como para gastar balas y saliva en detener a un desertor, pero Harry no pensaba en hacer y no abandonó la trinchera, más bien se le ocurrió correr a través de ella para ir en busca del teléfono de campaña que servía de enlace entre la trinchera que defendían y las baterías que deberían prestarle apoyo en caso de necesidad.

Estaba seguro que los asaltantes ni siquiera se les ocurriría cortar los cables tendidos que conectaban el teléfono de la trinchera con las torretas de artillería que si todo salía como quería convertirían aquel lugar en un paisaje lunar muy pronto.

 Los cañones se hallaban situaciones en pequeños promontorios que dominaban el terreno donde se estaban desarrollando la lucha, a modo de reductos, y Harry era consciente de que si empezaban a abrir fuego sobre la trinchera era muy probable que los monstruos perecieran heridos por la metralla y también los soldados ingleses que las estaban defendiendo.

 A estas alturas del combate, Harry no creía que los alemanes realmente les fueran a dar salvoconductos para abandonar la Franja, era consciente que no volvería a ver su hogar, sus compañeros y él habían sido muy ingenuos en creer la palabra de los boches, aquellos monstruos horrendos estaban ahí para matar y luego limpiar el campo de batalla de cadáveres.

Harry llegó hasta la caja que contenía el teléfono y levantó la tapa descubriendo el auricular, accionar la manivela que puso en marcha el generador que permitiría la llamada, cogió el auricular y lo puso a la altura de su oreja derecha. El contacto con aquel adminiculo le hizo pensar en el cañón de una pistola orientada hacia su sien, la analogía era bastante correcta pues lo que iba a hacer era, en cierta medida, una especie de suicidio.

Harry no tenía dudas sobre lo que iba a suceder cuando abriera la boca para pedir el bombardeo de su trinchera, y no le tembló la voz para solicitarlo. Al otro lado de la línea, el artillero que recibió la solicitud no la cuestionó. Y dio las órdenes para proceder al ataque.

Entonces Harry se volvió y vio al monstruo que se había infiltrado en la trinchera, la criatura tenía el sable desenvainado, y su cabeza giraba de aquí para allá  como si buscara  cuerpos para sablear, su tabardo lucía un poco agujereado por las balas que había interceptado su blindaje personal, pero su furia permanecía intacta. Súbitamente, uno de los soldados que defendía la trinchera tuvo la suficiente valentía como para intentar estoquear al gigantesco invasor, para su desgracia un tentáculo se enrolló en torno al fusil que manejaba, y después de un breve forcejeo terminó por arrancarsela de las manos. Antes de que el soldado pudiese reaccionar de algún modo, el Goliat le estampo un sablazo en plena cara  partiendosela por la mitad, y cubriendo de sangre la hoja del sable.

En ese momento Harry supo que el próximo objetivo de aquella espada sería él, y se preparó, se echó el fusil a la cara, adquirió lo mejor que pudo el blanco para su Lee-Enfield y puso el dedo sobre el gatillo, listo para hacer fuego sobre aquella mole que se le estaba viniendo encima. No pensaba precisamente en sobrevivir pues estaba seguro que los cañones de las torretas dispararian en cualquier momento, pero no era cuestión de quedarse quieto esperando ser asesinado por aquellos monstruos. Todos sus camaradas estaban luchando, y él no sería la excepción.

 Monstruos, tentáculos y espadas por una parte, soldados, rifles y bayonetas por el otro, todos entreverados y persiguiéndose para matarse. Y una ocasional llamarada encendía ocasionalmente el cuerpo de algún inglés recalcitrante convirtiendole en una tea chirriante.

 Una punzada de miedo recorrió su cuerpo, el monstruo que se acercaba sonrió y le enseñó sus dientes puntiagudos. La fé de Harry se tambaleó un poco, los cañones todavía no retumbaban en sus oídos, y una cosa de formas angulosas se desplazaba mediante patas articuladas sobre las paredes, cubiertas con tablas de la trinchera en trance de ser tomada. La cosa montaba algo parecido a un periscopio encima de la caseta que soportaban aquellas patas.

Pero aquella distracción duró poco,estaba  solo frente a un monstruo cada vez más cercano, disparo.

Al rato, los cañones hicieron fuego dando fin a aquella escena dantesca.

3-  El general Richter reacciona ante la batalla.

La partida entre Rogers y Richter estaba casi llegando a su fin, el general alemán había perdido la iniciativa casi desde el comienzo de la lucha, y se había dedicado a defender una posición que lentamente se caía a pedazos, haciéndole desear que Rogers le diera jaque mate para que el juego acabase. Al general le daba grima contemplar aquella posición con sus piezas dispersas a través del tablero, sin que su mente fuera capaz de encontrar una conexión entre ellas. Claro que podía abandonar, pero no quería hacerlo, su orgullo se lo impedía a pesar de que no era un jugador profesional ni por asomo.

El teléfono sonó sacando de su abstracción a mister Rogers, su mano se olvidó de coger la pieza que iba a mover y se ocupó de coger el auricular para contestar la llamada. Richter lo miró, y mentalmente dio las gracias de que esto hubiese sucedido, pues  sin duda Rogers tomaría nota de lo que estaban diciendo, y se desentenderia totalmente de la partida de ajedrez.

Su pronóstico resultó acertado y efectivamente Herr Rogers rompió el silencio en el que se habían sumergido a causa de la partida, para anunciarle que la película había llegado a pesar de todas las vicisitudes que le habían sucedido.  Unos aviones ingleses localizaron el camión que transportaba el filme, y decidieron atacar con sus ametralladoras, pero la defensa antiaérea del vehículo consiguió repeler el ataque, y el filme llegó a salvo a su destino.

Rogers dispuso que la sala se preparara para la proyección, mandó traer una máquina proyectora, despojo de cuadros y enseres una de las paredes, y ordenó que se apagase la luz. Richter aprovechó el tiempo para acomodar las piezas en sus lugares de origen; dando por finalizada, de manera subrepticia, el juego que lo enfrentaba con Rogers, y para ello tenía un pretexto inmejorable: tenía que concentrar su atención en la película.

Un rayo de luz emanó súbitamente de la máquina derramando imágenes sobre aquel improvisado ecran, y el general Richter contempló la desesperada batalla que habían librado aquellos ingleses contra los monstruos que Rogers había creado. El tamaño descomunal de los mismos, su empleo desmedido de la espada y del lanzallamas contra aquellos hombres diminutos y asustados que permanecían en la trinchera hermanados por el miedo a los monstruos y a los malditos boches que les habían mentido. Sintió el miedo de esos hombres ante la formidable crueldad desplegada por los monstruos, aparte de la repulsión natural que le generaba su aspecto tan inhumano. De él dependía que esas criaturas participaran en la próxima ofensiva que se preparaba para conquistar Cornualles.

Cuando la proyección terminó, Herr Rogers ordenó encender las luces y le preguntó al general su opinión sobre el asalto que acababa de espectar. Aquella pregunta sacó al militar de su abstracción, y lo trajo de vuelta al mundo real, era el momento de decidir si había valido la pena todo el esfuerzo invertido en crear los monstruos y hacerlos entrar en acción, todo de la impresión que le hubiera dejado aquella proyección.

—Los monstruos son muy efectivos. Escribiré un informe favorable al Estado Mayor sobre su desempeño en batalla—dijo el general Richter mirando a mister Rogers a la cara como para que no tuviera dudas sobre lo que acababa de decir.

Chiclayo, 5 de marzo de 2021.










domingo, 24 de enero de 2021

Los discípulos de Hércules.

 

Los discípulos de Hércules.

Rubén Mesías Cornejo.

El veterano instructor Hércules Hodgson terminó su desayuno y salió al exterior para contemplar a sus pupilos con unos ojos llenos de satisfacción; pues aquel conjunto de mozalbetes le había brindado la ocasión de impartir el valioso saber que había acumulado combatiendo a los terribles monstruos depredadores que habían invadido los bosques de Inglaterra.

Los cadetes estaban alineados en tres filas perfectas, compuestas de diez mozalbetes con la cara lampiña, y vestidos con un holgado uniforme de faena que les permitía una amplia libertad de movimientos a cada una de las partes de sus cuerpos jóvenes e inquietos, y esa inquietud era muy evidente para el instructor.

Hodgson podía leer en las miradas de aquellos jóvenes el deseo de enfrentarse con aquellos seres altos y corpulentos, parecidos a osos, que habían visto en los noticieros cinematográficos, y a quienes la prensa había bautizado como “Goliats” como el filisteo polidáctilo que David había conseguido vencer con una piedra.

Nadie sabía como aquellas criaturas habían aparecido en medio de los bosques, depredando la fauna existente y matando a los primeros hombres que se habían atrevido a enfrentarlos con simples armas de fuego pensadas para matar otra clase de animales, menos formidables, más corrientes.

Hodgson había sido uno de los pocos hombres que habían conseguido sobrevivir a esos primeros encuentros, y ahora disponía de la experiencia y también del arma que se precisaba para eliminar a los llamados “Goliats” de los bosques de su isla natal, y si bien había conseguido matar a varios ya, era consciente que había llegado el momento de que esos jóvenes le demostraran que era dignos de dedicarse a semejante menester.

—Se que estáis ansiosos por empezar—dijo Hodgson mirando a sus pupilos— Habéis entrenado mucho, y no soy nadie para hacerlos esperar más. Voy a escoger a uno de vosotros para que tenga el honor de probar esta nueva versión del arma. En cuanto a los demás, no os desesperéis, pues también participareis en la acción. Dicho esto, el instructor y sus pupilos treparon al pequeño camión que los llevaría al escenario de la acción.

Cuando llegaron, aquella arenga obro su efecto en todos los muchachos ahí presentes, todos querían la oportunidad de empuñar por vez primera aquella arma portentosa, y nadie sabía con certeza cual de ellos sería el elegido pues la fría mirada del instructor no parecía decidirse por ninguno en especial.

Pero el suspenso no iba a durar para siempre, y el elegido fue un chico delgaducho, de piel morena, cabello y ojos vivaces que recibió el instrumento destructor en sus manos, como si fuera una hostia consagrada de manos de un sacerdote.

Sus manos parecieron erizarse cuando entraron en contacto con el metal que había construido el arma cuyo manejo había venido a aprender, sencillamente en aquel momento esa obra de la ingeniería era parte más de su cuerpo, quizá la más agresiva y poderosa.

—¿Cuál es su nombre? —gritó Hodgson.

—Ulysses Graham—replicó el aprendiz casi en el mismo tono en el cual su maestro había hecho la pregunta.

—Bueno, le ha tocado en suerte iniciar la batalla, pero no se preocupe. Sus compañeros estarán junto a usted para apoyarlo. Usted disparará primero y todos seguirán su ritmo, incluso yo mismo —dijo Hodgson empuñando otra arma semejante que le acababan de alcanzar.

El instructor y sus alumnos avanzaron al unísono hacia el pequeño bosque que usaban para entrenarse con las marionetas animatrónicas, pero ahora ser les había prometido que se enfrentarían con una bestia real y no con una simulación. Por tal motivo, los muchachos marchaban hacia el bosque con una mezcla de ansiedad y miedo, porque el riesgo de perecer en acción había aumentado exponencialmente.

Y la bestia apareció de repente, lucía como un gran oso gris, aunque su color de su pelaje no era precisamente aquel, sino uno que hacia juego con la vegetación del paraje hasta el momento pacifico.

La bestia estaba molesta, o al menos lo parecía, pues tenía el hocico abierto dejando escapar un aliento pútrido, a la par que toda la furia que podía aflorar de aquella garganta. Sencillamente aquellos bípedos habían invadido su territorio, y su reacción solo buscaba echarlos de ahí.

Pero los discípulos de Hércules no se iban a amedrentar por unos cuantos gruñidos malsonantes, estaban ahí para foguearse y cobrar la piel de su primer monstruo.

El cadete Graham hizo lo que se esperaba de él, y apuntó su arma contra la rugiente mole peluda que gruñía una y otra vez, mientras tanto le echó una rauda mirada a su instructor como si buscara su venia para apretar el gatillo. Hodgson sabía que el momento adecuado para infundir coraje a su pupilo, y movió la cabeza afirmativamente.

La colosal figura de la bestia llenaba todo el panorama visual del cadete, pero aquellos rugidos feroces tenían el efecto de sumergirlo en el miedo. La bestia era tan grande, y él se sentía ridículamente pequeño. De pronto su cabeza se movió de un lado a otro para corroborar que no estaba solo, de hecho, sus compañeros y el instructor Hodgson estaban junto a él.

Aquella verdad le hizo sentirse parte de una fuerza tan poderosa como las que alberga la naturaleza, y apretó el gatillo, entonces aquel dardo partió hacia el cuerpo de la bestia ante el regocijo de sus compañeros, y del propio Hércules Hodgson. En ese instante la cuerda del entusiasmo estaba vibrando en todos; y nadie esperaba que Graham fallara, aunque la maldita posibilidad estuviera presente.

Y la punta de aquel dardo, forjada como la de un arpón se incrusto en la piel de la bestia, abriendo una boca sangrienta en medio de su pecho peludo. La bestia rugió como un ser de pesadilla antes de que la cabeza explosiva detonara en su interior provocando el asombro y la alegría de los circunstantes.

Graham era el héroe del momento, y pasaría mucho tiempo para que supiera que solo había vencido a un simulacro mejorado.

 

sábado, 19 de diciembre de 2020

Los golems mecánicos, la torre de asedio y la cosa tentacular.

 

1- Stefan Smigly se impone una tarea.

Stefan Smigly había sido escéptico la mayor parte de su vida, escéptico en cuanto a la existencia de un mundo sobrenatural poblado con su propia flora y fauna como la Tierra que todos conocemos, pero la presencia de aquella monstruosa criatura chupasangre le había convencido que la existencia de esas quimeras era posible. Es más, había visto una con sus propios ojos, y la sola presencia de esa cosa era prueba suficiente que había logrado hacer el periplo interdimensional de alguna manera, si es que no había nacido aquí mismo, como fruto de las manipulaciones genéticas de algún sabio loco empeñado en competir con Dios.

Sin embargo, todo lo anterior era una especulación ociosa que se esfumaba cuando surgía la faceta pragmática del gerifalte polaco: esa cosa había tomado la vida de muchos de sus hombres, por ende, era un enemigo a vencer, y tenía que pensar en un modo de hacerlo. Su mente despierta y acuciosa no tardó en hallar un modo para luchar contra la cosa venida de quien sabe dónde y razonó que el enorme tamaño del ser le haría buscar alguna zona lo suficientemente boscosa para ocultar su colosal figura de la curiosidad de los masurianos, pero bastaría invertir unas cuantas monedas doradas para conseguir información precisa sobre la ubicación del objetivo, una vez hecho esto se procedería a narcotizar antes de volarlo en mil pedazos con las minas que su equipo de zapadores colocarían debajo de la criatura dormida. Aquel plan se perfilaba como perfecto, y Smigly se estremeció de placer cuando se le ocurrió, incluso llegó a creer, por un instante, que las cosas le habían salido a pedir de boca con solo pensarlas.

Nada más lejos de la realidad, tendría que acopiar recursos y optimizar esfuerzos para alcanzar esa meta soñada en medio de la tranquilidad que imperaba en su puesto de mando, ahí en el vagón principal de su reino sobre rieles.

Por todo eso, ambas tareas se presentaban bastante arduas, y se presentaban como verdaderos retos para la logística que normalmente desplegaba la banda paramilitar que tripulaba aquel tren blindado, pero tampoco era cosa imposible de lograr. Todo podría solucionarse con el dinero que le enviarían sus misteriosos patrocinadores transatlánticos, era cuestión de escribir una carta, informar sobre la situación con cierto realismo para parecer coherente, y recibiría en su cuenta  los recursos que se precisaban para ejecutar la operación en contra de aquella quimera maldita. El dinero serviria para contratar más hombres, comprar explosivos en el mercado negro,y fabricar un par de gigantes mecánicos a una fábrica de armas de Bohemia.

Por supuesto, sus amos trasatlánticos nunca sabrían nada sobre el monstruoso animal que había herido el orgullo de esos patriotas, es más Smigly había prohibido celosamente a sus allegados que filtraran información sobre la misma. Nadie creería en su existencia si es que no lo hubiera visto con sus propios ojos, como lo habían hecho aquellos desdichados mercenarios, en cuyas mentes retumbaban los extraños jadeos que emitía la criatura mientras se alimentaba de la sangre que corría por las venas de su víctima, y ésta clamaba a voz en cuello, y se retorcía de dolor sostenida por aquel vigoroso tentáculo inmisericorde que cuando terminaba de alimentarse, arrojaba un cuerpo sin vida al suelo, para ir en pos de otro.

Era difícil huir de esa cosa, por más que el sentido común aconsejara escapar, la quimera parecía disponer de alguna clase de influjo telepático capaz de crear un estado de estupefacción en sus potenciales víctimas, pero lo peor no era precisamente eso (pues los directamente afectados ya estaban muertos) sino aquellos que se habían sobrevivido sólo para caer en un estado de melancolía y depresión que, en cierto modo, los incapacitan para la guerra que se estaba librando en las frontera occidental de Polonia.

 Por tal motivo, se le ocurrió mandar construir gigantes mecánicos para proteger a sus soldados de los poderes desencadenados de aquella aberración teratológica, a la cual se había impuesto la misión de borrar de la faz de la tierra. Aquellos gigantes, los zapadores y las minas subterráneas se bastarían para vaporizar a la quimera, y tal vez al demente que la controlaba. Aquella era la intención y el pleno deseo del gerifalte polaco.

2- Montague Sommers recibe una carta.

El padre Sommers era un ávido investigador del mundo sobrenatural, y tenía agentes repartidos a lo largo y ancho de Europa, los cuales eran  remunerados por el clérigo a cambio de que lo mantuvieran al tanto de cualquier suceso curioso que estuviese dentro de aquel campo de interés. La remuneración iba en función a la calidad del informe remitido, una calidad que obviamente solo el propio Summers estaba en condiciones de juzgar.

Por tal motivo, le resultó interesante el suceso que narraba esa carta enviada desde Gumbinen, allá en la Prusia Oriental; en la misiva se le comunicaba la repentina aparición de una criatura pesada y colosal que tenía hábitos alimenticios bastante parecidos a los de un vampiro. El remitente era Tadeusz Lubienski, un patriota polaco cuya necesidad de dinero le había hecho sentar plaza como soldado en la hueste del gerifalte Stefan Smigly, de forma milagrosa Lubienski había sobrevivido a la carnicería perpetrada por la maldita bestia entre sus compañeros.

Como era de esperar, antes de remitir el pago, el padre Sommers solicitó pruebas fehacientes de lo consignado en la misiva, y Lubienski le envió nada más y nada menos que un rollo de película sustraído de la filmoteca particular de Stefan Smigly, el gerifalte del tren blindado.

Sommers vio la película sumamente emocionado, había escrito tantas cosas sobre los vampiros y demás cosas sobrenaturales, pero siempre basándose en antiguos documentos conservados en archivos, era la primera vez que tenía una prueba fehaciente de la existencia de una criatura sobrenatural con una manifiesta afinidad con el modus operandi de los vampiros, aunque le chirriaba bastante el carácter colosal de la criatura, y la presencia de tentáculos, pero no era cuestión de devanarse los sesos intentando vislumbrar el origen de la criatura. Lo que importaba, era que, en esta ocasión, pues iba a ser partícipe de una aventura que tendría el honor de narrar él mismo para su próximo libro.

Ya vería el modo para conseguir viajar hacia esa zona, ahora estremecida por los movimientos de las tropas rusas y alemanas. El Gran Duque Nicolás, el comandante supremo de las tropas zaristas había prometido a su soberano que el paso del “rodillo ruso” a través de los bosques y lagos de la región sería rápido, pues aquella comarca sería tan solo una escala en el camino hacia Berlín. Ahora su mente estaba abocada en la búsqueda de una estrategia que le permitiera acercarse a esa criatura tan peligrosa como interesante.

Se le ocurrió que sería necesario premunirse de una especie de torre de asedio blindada para poder acercarse a su objetivo. No sabía si la idea resultaría practicable o no, pero estaba dispuesto a probarla él mismo sobre el campo. Claro estaba que tendría que equiparla con alguna clase de arma y capacidad de movimiento, un asunto de diseño del cual se ocuparían los ingenieros que trabajaban en las fábricas de armas de Bohemia, y podía permitirse el dispendio de pagar un prototipo de su propio peculio.

 Las ventas de su anterior libro sobre ocultismo habían ido bastante bien, y su editor había puesto en el mercado una segunda edición; quizá sería una buena idea aprovechar el momento para viajar a Alemania y negociar directamente la traducción de su obra con algún editor alemán, todo eso mientras Inglaterra todavía era neutral, y no metía en problemas a sus propios súbditos en los países del continente, los cuales empezaban a movilizarse para la guerra que ya estaba en curso. O mejor aún ofrecer sus servicios como corresponsal de guerra a alguna gaceta alemana, de ese modo podría tener acceso directo al campo, y por ende a la terrible bestia gigante.

3- Wilhelm Stiglitz secuestra al general Samsonov.

Herr Stiglitz no estaba a favor de ningún bando, ni los prusianos ni los rusos despertaban simpatía alguna en su corazón mercenario, pero no podía pasar el tiempo sin hacer nada. Era el amo de una bestia formidable, y se le ocurrió que si demostraba un poco más todo el daño que podía hacer bien podría llamar la atención de algún potentado que pudiese financiarle la construcción de un nuevo airship que sería completamente suyo, sin que tener que sufrir la autoridad del tiránico George Summerscale, a quien le deseaba una prolongada estancia en el peor de los infiernos.

Pese a encontrarse relativamente aislado en un bosque masuriano, Stiglitz permanecía al tanto de las noticias bélicas, y sabía que los rusos habían lanzado una potente ofensiva que los había hecho ocupar la ciudad prusiana de Allenstein, pero los ejércitos del Kaiser habían emprendido la contraofensiva, y estaban movilizando a sus ejércitos empleando los ferrocarriles para compensar su inferioridad numérica con la rapidez de su despliegue. Más hacia el sur, el Segundo Ejército Ruso al mando del general Samsonov se interna en Masuria con el propósito de apoyar el avance de las tropas que han tomado Allenstein, sin embargo, el general zarista se desplaza prácticamente a viva voz, sin tener al menos la precaución de encriptar adecuadamente sus comunicaciones, por ende, los alemanes se enteran de sus planes inmediatos, y Stiglitz también; pues el aprendiz de gerifalte tenía interceptada la red alemana.

Stiglitz no pensaba hacer un favor a nadie, su plan era ponerse en medio y lograr un beneficio por su inesperada interferencia. Y para ponerse en medio, se le ocurrió que lo mejor sería secuestrar al generalísimos ruso y alemán, de ese modo conseguiría desconcertar a ambos bandos dejando a miles de soldados sin dirección alguna, lo cual podría significar someter a la región a un caos más terrible que el derivado de una simple batalla campal. 

Ahora bien, considerando las cosas desde el punto de vista geográfico era mucho más sencillo, para Stiglitz, echarle mano al mandamás ruso que al alemán. La bestia que seguía sus órdenes era demasiado grande para ejecutar esta misión, así que lo mejor sería enviar un fragmento de aquella cosa   al cuartel general de Samsonov. Por tal motivo, Stiglitz toco con fuerza un pequeño tambor haitiano que siempre traía consigo, desde sus tiempos pasados en el Caribe. El objeto fabricado en el trópico tenía la propiedad de conseguir la separación parcial de aquella masa colosal por un lapso de tiempo determinado por el propietario del mismo.

La porción enviada cumplió su cometido a la perfección: asustó a los caballos, mató a los cosacos que osaron enfrentarla, y no cedió a la tentación de chuparles la sangre porque la misión no admitía retrasos, ni exceso alguno, solo tenía que capturar al general y llevarlo sano y salvo hasta el refugio boscoso donde Stiglitz pensaba como apoderarse de la persona de Paul von Hindenburg, el general que el Kaiser había enviado a Prusia Oriental con el propósito de frenar la invasión de las hordas eslavas.

Stiglitz acogió con cierta alegría la llegada del general ruso a su improvisado refugio, pues el eslavo significaría una compañía un poco más interesante que sus propias elucubraciones.

4- La torre de asedio de Sommers se encamina a enfrentar a la Cosa Tentacular.

Sin quererlo realmente, Sommers terminó convirtiéndose en un gerifalte más como aquellos que hacían la guerra al mejor postor. Era el amo de aquella torre alta y portentosa, dividida en cuatro pisos que albergaban potentes piezas de artillería de grueso calibre, hechas en Bohemia, y múltiples ametralladoras Maxim que completaban aquel majestuoso complejo artillero que no se veía desde los tiempos de los imponentes navíos de línea que habían luchado en Trafalgar y Navarino. La torre se movía mediante una maquina de vapor, y prueba de ello era la delgada chimenea tubular que coronaba la estructura semoviente.

Era una sensación diferente, estaba al mando de la vida y de los destinos de los hombres que tripulaban la torre, no era lo mismo que investigar textos escritos por otros, para recopilarlos con el fin de que apoyaran las ideas que en ese momento tenía en la mente. No, lo que estaba haciendo era una aventura, algo que podría contar en su libro no como un hecho más, sino como el tema principal del mismo.

Ahora estaba en busca de la cosa, los informes indicaban que se ocultaba en alguna parte del frondoso bosque masuriano. Los aldeanos denunciaban la perdida de sus animales, y de sus perros guardianes, y se sentían desprotegidos ante la amenaza que representaba para sus bienes la presencia de aquella cosa rara suelta por ahí.

La torre de asedio se desplazaba lentamente a través de la llanura masuriana, con los cañones listos para descargar sus proyectiles sobre la Cosa Maldita, pues a estas alturas a Sommers le interesaba más convertirse en un héroe para el pueblo polaco, que en conseguir material para sus libros. Sin duda, el espíritu de Marte, el dios de la guerra se había apoderado de su persona.

 5- Los gigantes mecánicos de Smigly no encuentran a su objetivo.

Antes de lanzar a sus grandes y costosos golems contra la Cosa Tentacular, Smigly había previsto que un equipo de zapadores sembrara minas debajo de la monstruosidad que tantas bajas le había causado a la tripulación de su tren blindado. Se trataba de apostar sobre seguro, y no perder hombres en el intento. El gerifalte era consciente de que si perdía demasiados hombres no podría reclutar suficientes reemplazos para completar su tripulación diezmada porque en cualquier caso la vida era más valiosa que todo el dinero que su pudiera acopiar mientras durase la existencia. El túnel se cavo recurriendo a personal reclutado entre los mineros que trabajaban en la extracción de la ozoquerita allá en las minas de Galitzia, el plan preveía que cuando la mina hiciera explosión, unos grandes cañones, situados convenientemente cerca del objetivo, abrieran un potente fuego de cobertura mientras los golems iniciasen su maniobra de aproximación para rematar a la bestia herida.

Una vez concluida la galería, esta se llenó de explosivos, y aunque muchas medidas para atenuar el ruido que hacían los zapadores mientras trabajaban, no se podía asegurar a ciencia cierta que el objetivo a destruir no hubiese advertido que se estaban concertando esfuerzos para destruirla. En su fuero interno, Smigly rogaba que la mina despedazara no solo a la criatura, sino también al malhadado Stiglitz, maldita fuera su estampa.

Las cosas marcharon a pedir de boca, desde el punto de vista de Smigly, hasta que la explosión se produjo, y la tierra tembló durante un rato. Cientos de árboles fueron arrancados de cuajo del suelo al cual estaban aferrados, y un espeso hongo de humo cubrió la escena durante un momento, sembrando la esperanza en el corazón del gerifalte polaco de que la ciencia hubiera triunfado sobre la superstición.

Sin embargo, por causas desconocidas la artillería no abrió fuego, y los golems entraron en acción, librados a sus propias fuerzas como los jinetes que ejecutaban las antiguas cargas de caballería, solo que esta vez Smigly no enviaba húsares con la espada desenvainada, sino una especie de “caballeros mecánicos” armados con ametralladoras y grandes estoques dispuestos en ambos brazos para cuando fuese necesarios un contacto más cercano con la carne de la bestia.

El avance se hizo a través del humo generado por la explosión, lo cual dificultaba a los pilotos el campo de visión necesario para comenzar a disparar, pero cuando la visibilidad se hizo posible no vieron nada en medio del tremendo cráter que se había formado ahí donde había estallado la mina. Por un momento, los tripulantes de los golems creyeron que la potencia de la explosión había bastado para vaporizar a la bestia.

Sin embargo, cuando bajaron a inspeccionar el terreno no hallaron el menor vestigio orgánico ahí donde había ocurrido la explosión., más bien se dieron cuenta de que no estaban solos, y que una torre semoviente parecía vigilarlos desde la otra orilla del cráter, con cuatro hileras de bocas de fuego apuntando contra ellos como la artillería de un viejo navío de vela.

¿Acaso tendrían que enfrentarse contra un nuevo gerifalte contratado por quien sabe que amo?

Los pilotos volvieron a sus máquinas dispuestos a enfrentar el combate que se avecinaba.

Bristol en la Batalla de Chulmleigh.

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