viernes, 7 de febrero de 2020

CONVERSION


A corta distancia del escenario del combate, el sargento contemplaba los cadáveres de los guerreros que habían perecido por efecto de la toxina enemiga, se sentía impotente para contrarrestar el poder de aquella arma sobre sus hombres; por ello empezó a odiar, con todas sus fuerzas, a quienes habían fraguado el ardid que condujo a sus camaradas hacia esa emboscada, y deseo acabar con ellos.
Para concretar su propósito, el sargento conectó su radar, y se internó en el desierto. El sol  presidía sus pasos arrojando la abultada sombra de la escafandra sobre el ardiente mar de arena que lo rodeaba, mientras caminaba apelaba a su memoria para darle más  vigor a su odio…




…El radarista  de su patrulla había ubicado un lanzacohetes enemigo detenido sobre un promontorio que dominaba ampliamente aquel sector del desierto. Era posible que utilizaran esa posición como una atalaya para seguir el desplazamiento de las patrullas de la Diáspora Humana a través del desierto. Si esa posición permanecía en poder del enemigo se hacía posible que éste se encontrara en condiciones de interceptar las fuerzas de intrusión que les precedían, por tal motivo el sargento decidió tomar la iniciativa y dar el primer golpe; mediante su intercom ordenó a su vanguardia que se adelantara con la intención de establecer contacto visual con el enemigo. Una vez que avanzaron pudieron contemplar el fúlgido brillo de la barrera protectora que cubría a los subterráneos. La calcinante fuerza del sol caía a plomo sobre ella, convirtiéndola en un blanco tentador para hombres ansiosos de gloria.
A una orden suya, la patrulla formó una especie de anillo en torno a la posición enemiga, y todos procedieron a apuntar, al unísono, los visores de sus lanzarrayos contra aquel objetivo. Un instante después, sendos haces de luz coherente cruzaron el cielo para estrellarse una y otra vez contra el escudo levantado por los subterráneos. El sargento sabía que las frecuentes andanadas debilitarían la cohesión molecular del dispositivo protector hasta sobrecargarlo y dejarlo sin posibilidades de seguir absorbiendo más energía. Cuando eso ocurriera, una terrible implosión aniquilaría todo lo que  tuviera vida y se encontrara por debajo del escudo.
Y eso fue exactamente lo que aconteció.
Una fulgurante radiación cegó la visión de los guerreros de la Diáspora obligándolos a arrojarse contra la arena, solo se atrevieron a levantar la vista cuando sus contadores de radiación les indicaron  que el peligro había pasado. El radarista fue el primero en incorporarse para dirigirse, a todo correr, hacia la elevación que había estado ocupada por el enemigo, poseídos por el mismo entusiasmo, sus compañeros le siguieron y todos pudieron comprobar el efecto de la destrucción que habían provocado. La colina había sido completamente calcinada, y en el sitio donde estuvo el lanzacohetes enemigo era una profunda sima que guardaba una horrible semejanza con una cuenca vacía; con semejantes indicios a la mano, la victoria parecía completa, y fue ruidosamente celebrada. Durante un buen rato, se dispararon algunos rayos al aire, y los soldados celebraron con mucha alegría, con la mente puesta en la recompensa que premiaría su hazaña, allá en el campamento.

Pese a todo, el sargento no parecía enteramente convencido de su buena estrella, y no participó del jolgorio manteniéndose alejado de sus hombres como si temiera la próxima aparición del enemigo. Su intuición de veterano le sugería que debían prepararse para contrarrestar un posible contragolpe que podría producirse de inmediato.
De un grito, el sargento deshizo el júbilo que embargaba a sus hombres para ordenarles que formaran una posición defensiva en las inmediaciones de la vasta fosa que había engendrado la implosión; por desgracia, la precaución no llegó a tiempo, y los subterráneos atacaron antes de que ellos estuvieran en condiciones de repelerlos.
Un horror innombrable demudó los rostros de sus hombres cuando vieron emerger del subsuelo a los guerreros subterráneos, sin duda su aspecto contrahecho, y su aparición repentina sirvieron para neutralizar el accionar de los atacados, después de todo parecía increíble que aquellas horribles criaturas empezaran a  atacarlos con sus dispensadores de toxina. De inmediato, una nube de vapor cubrió a los soldados de la Diáspora, por entero antes de que la toxina empezara a ejecutar su labor siniestra.
Uno tras otro los soldados empezaron a caer de bruces sobre la arena, emitiendo elocuentes quejidos de dolor ante la macabra acción de aquella sustancia que carcomía el tejido de la escafandra antes de quemar la carne de sus víctimas, si el sargento consiguió sobrevivir fue porque vestía un traje provisto de un dispositivo de filtración que le impidió a la toxina ingresar a su cuerpo; esto le dio tiempo para  ponerse a salvo de los subterráneos que desenfundaron sus dagas para dedicarse  a ultimar a sus  agonizantes  antagonistas…
A media tarde, después de una fatigosa marcha a través del desierto, el sargento emitió una estentórea ovación cuando la micropantalla de su radar empezó a parpadear anunciando la presencia de una fuerza hostil. Se trataba de un nutrido convoy de deslizadores de transporte que se desplazaban suavemente por encima de la arena. La visión de aquellas máquinas capturadas avivó su deseo de acabar con ellas, y con sus tripulantes: por ello uniendo la acción con el pensamiento, el sargento blandió el cañón de su lanzarrayos contra el vehículo que iba a la vanguardia de los demás, adquirió las coordenadas, y centró las retículas de su visor sobre el blanco en movimiento.
Era el preludio del disparo, ahora solo tenía que apretar el gatillo para sentir que había ganado la gloria, satisfaciendo, a la vez, su deseo de venganza.
Pero no alcanzó a hacer fuego, pues alguien disparó antes.
Ante él, los deslizadores capturados por los subterráneos se convirtieron en moles llameantes que caían cercenadas sobre la arena. En unos segundos aquel paraje adquirió el aspecto de un cementerio de chatarra ardiendo.
De esta manera, absolutamente impensada, el sargento vio que la venganza que había planificado había sido ejecutada por una mano ajena a la suya. Y la furia hizo fácil presa de él pues se consideró burlado. Rápidamente le ordenó a su radar que encontrara la ubicación del arma cuyas andanadas habían dado cuenta del convoy enemigo. La presencia intermitente de una fuente de energía, tal vez emitida por un lanzarrayos, le facilitó encontrar lo que deseaba.
Conforme se fue acercando, a la pequeña cadena de cerros dónde provenía la señal que estaba siguiendo el sargento advirtió que la parpadeante lucecilla era el canal de transmisión de un lenguaje completamente desconocido para él. Cuando estuvo al pie de una de las laderas de la montaña detectó, gracias a su radar, que la señal provenía de una caverna que la acción de la naturaleza había excavada en la roca viva. Todo eso le hizo suponer que el arma que había destruido a los subterráneos la manejaba una forma de vida a la que no estaba autorizada a dañar, sus sospechas quedaron confirmadas cuando su mirada se encontró con un anciano de aspecto meditabundo que emergió de las sombras portando un lanzarrayos de factura antigua. En general, el aspecto de aquel ermitaño impresionaba por la incongruencia que emanaba de su imagen, por un lado estaba aquel gabán abierto, que dejaban entrever la reluciente placa de titanio que protegía su torso de los impactos de las pistolas de baja densidad, y  cuyos faldones revoloteaban detrás suyo como las alas de un enorme murciélago, y como para rematar aquella imagen de autosuficiencia, el anciano contaba con aquel lanzarrayos que le confería el aire de un veterano acostumbrado a la lid que ahora estremecía al mundo, por otro lado la fisonomía cavilante del anciano contradecía la impronta de guerrero que sugería esa contemplación.
Todos estas contradicciones reunidas en la persona de alguien que no parecía pertenecer a ninguno de los bandos en conflicto, intrigaría a una mente más analítica que la suya; pero, por el momento, esto no le importaban mucho, le bastaba saber que tenía enfrente al hombre que le había impedido cumplir con su deber.
Estaba decidido a eliminarlo, cuando el anciano le dirigió una mirada ígnea que paralizó su cuerpo; en ese instante dejó de lado sus intenciones agresivas, y el lanzarrayos que lo había acompañado desde que tenía memoria cayó sobre la arena, despojándolo de la única fuerza que le hacía sentir seguro.
Ahora una voz meliflua erraba dentro de su mente, ordenándole ascender la pendiente rocosa. No tenía elección, debía obedecer aquella voz que ahora imperaba dentro de su consciencia, y sin importarle las dificultades que debía superar para lograrlo, se abocó a la tarea de encontrar cualquier asidero que le fuera útil para emprender el ascenso, y mientras lo hacía la voz que parecía brotar del cueva, no cesaba de llamarlo, alentándole a seguir adelante.
Solo cuando pisó el suelo de la cueva, aquella voz dejó de hablarle.
Se hallaba dentro de una caverna profunda, y débilmente iluminada por una sucesión de antorchas cuyas llamas se retorcían, como frondosas cabelleras, en medio de una atmósfera ciertamente soporífera. Sobre el suelo, se apiñaba una extensa hilera de cápsulas de forma oblonga que parecían pertenecer a la parafernalia de alguna cripta. En eso, la voz que había dirigido su ascenso, le ordenó desnudarse, y el sargento obedeció despojándose de la escafandra  que tanto tiempo había llevado encima de su cuerpo; de pronto, se vio envuelto en una oscuridad lóbrega, maciza, imposible de penetrar con la visión, sin embargo, el sargento no demostraba experimentar alguna emoción particular en ese momento.
Entonces se encontró  con que alrededor de sus sienes orbitaba un enmarañado amasijo de cables conectados a una unidad robótica cuya morfología le recordaba el aspecto de una medusa extinta.
La voz volvió a hablarle para ordenarle que se tendiera sobre una de las tantas cápsulas abiertas, a la manera de ataúdes, que ahí estaban. El sargento obedeció, y aquella cosa descendió sobre su cuerpo quieto con la intención de operar sobre su cabeza hacía tiempo rapada.
No lejos de ahí, el anciano que lo había capturado monitoreaba la condición del cerebro del espécimen, antes de continuar con el experimento. El encefalograma comprobó que el estado letárgico del individuo en cuestión facilitaría la tarea que tenía entre manos, pero era necesario tomar precauciones, y por eso el anciano le ordenó al robot que sedara al paciente.
A continuación, un par de haces coherentes brotaron de la sección frontal del cuerpo de la “medusa” para ejecutar unos cortes transversales sobre la piel que recubría la cabeza del sargento. La habilidad quirúrgica del robot puso al descubierto la placa de hueso que era el cráneo, y se aplicó a la tarea de horadarlo. En unos instantes, se encontró con la palpitante masa encefálica en la que residía el neurochip que estaba dirigiendo la conciencia del sargento; entonces las diestras manos metálicas del robot, retiraron cuidadosamente aquel artefacto de control para remplazarlo por un dispositivo semejante, pero construido según la ciencia del anciano, el cual condicionaría la conducta de aquel hombre , aunque por derroteros completamente distintos a los que el sargento había recorrido.
Una vez hecho esto, el robot soldó la placa del cráneo, suturó las heridas de la carne, y dio la operación por terminada. Ahora, solo bastaba esperar que el sargento despertara para que asumiera su nueva condición
Muy lejos de ahí, la mente del sargento permanecía varada en una noche distante, ancestral, aunque ya empezaba a percibir el cambio que se estaba produciendo en la estructura de su mente, sentía como algo empezaba a disociarse de él hasta extraviarse dentro de un universo oscuro, inexplorado, al mismo tiempo percibió como ese extravío era pasajero, pues la fuerza de un espíritu remozado lo estaba invadiendo por entero; y esa fuerza estaba modelando la estructura de su mente para transformarlo en alguien ajeno a lo que había sido antes. Ahora estaba igualmente ávido de experiencias, aunque éstas fueran menos heroicas.
El resultado de la implantación dejó satisfecho al anciano, el encefalograma reveló que la mente del espécimen había asumido, sin mayor resistencia, el nuevo  patrón de personalidad, sin evidenciar alteraciones traumáticas. Bastaba mirar aquel rostro sosegado para comprender que su mente se hallaba totalmente alejada de la compulsión de matar formas de vida inhumanas
Y el anciano comenzó a sonreír porque había conseguido incorporar un nuevo converso a esa tercera fuerza que silenciosamente se preparaba a irrumpir en medio de la guerra que libraban los humanos de la Diáspora contra los recién llegados subterráneos para lograr la victoria final, pues la facción de los Conversos estaba ahí para tomar la manija de un mundo devastado por la barbarie bélica, tal era su credo  y toda su finalidad.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Bristol en la Batalla de Chulmleigh.

    1-Anhelo de muerte.   George Rogers quería matar soldados ingleses.   Era un deseo primitivo y bestial, era como si hubiera nacido odi...