jueves, 13 de febrero de 2020

PRELUDIO DEL ASESINO

1. El sorteo
Rustam ibn Ashar ingresó como todos sus compañeros al templo de la Kaaba, una vaga presunción dominaba sus movimientos deliberadamente torpes, era como si esa tenaz reluctancia enquistada en cada uno de ellos ensayara diferir el rito del azar. Shahabuddin, el Gran Mentor de los Asesinos, comprendía la pesadumbre que embargaba a sus secuaces mientras ingresaban al sagrado recinto donde la Piedra recitaría su oráculo de luz; cada vez que esto sucedía los asesinos caían de hinojos ante la reliquia, musitando una extraña letanía, cuya monotonía gustaba al Gran Mentor, repleta en aquellos instantes de una fuerza que ponía trascender eones de tiempo y conciencia.
Afuera el pueblo de La Meca nutría su curiosidad contemplando esa columna humana avanzar hacia su destino. Los Asesinos eran hombres curtidos en bravas correrías en el desierto, en las montañas occidentales del golfo, o en el Yemen, y en general no eran bien vistos por el pueblo de La Meca, estos hombres eran despreciados aun por los beduinos de Hidjaz por hacer lo que hacían. Matar era su oficio, y asumir esa tarea públicamente era una afrenta para ellos mismos, por eso los miembros de la secta se veían forzados a velar sus rostros para preservar su incógnito.
Sin embargo, pese a que los Asesinos habían conseguido librarse del lastre moral que implicaba el matar a alguien, todavía no podían controlar el temor que muchos sentían cuando eran convocados por la voz de la Piedra.
Como siempre el Gran Mentor sería quien coreaba el nombre del Asesino que cumpliría la misión, pero ese hombre no siempre retornaba. Las postreras palabras de Shahabuddin eran terminantes y rehusaban toda posibilidad de réplica del elegido, aunque al fin y al cabo la fe que embargaba a sus cuerpos seguía luchando con aquel débil hilo que une la conciencia con la vida física. Siendo así ¿ qué podría estar pasando por la mente del atribulado Rustam?. En su memoria todavía estaban vigentes los recuerdos del sorteo anterior.
Shahabuddin clamaba con su voz de predicador sobre los peligros que se cernían sobre La Meca si Mohamed no era sacrificado pronto. Medina debía ser entregado al anatema por haber torcido los sagrados designios de la Kaaba. Aquella vez, la luz se posó sobre la frente de Tariq ibn Tabari, el montó sobre su camello y partió a cumplir el designio, pero su cuerpo fue devuelto desnudo y corrupto entre los medanos del desierto del Hidjaz, en su vientre se notaba la huella de una daga manejada con suma destreza.
El Mentor reunió a la secta, pero no explico nada, simplemente se limitó a atribuir al mismo Tariq la culpa de su fracaso, pero hizo hincapié en que el agente puede fallar, pero no significaba que la voluntad suprema no tenga que cumplirse.
—El océano de las posibilidades jamás se agota, y en una de ellas se halla encerrada la realización de un destino cuyas consecuencias serán más trascendentes que los trabajos que se llevaron a cabo para darles sustancia y finalidad— dijo Shahabuddin dirigiendo una retorcida sonrisa a todos los que ahí se encontraban.
Oír esto le hizo recobrar la fe en su causa, su cuerpo obedecería aunque no comprendiera la plena utilidad de lo que haría, pero eso no importaba tanto ahora que estaba participando en una danza circular que se regía por el lento código de un reloj de arena a cuyo fluir se acompasaba el cántico y la resignación de los Asesinos.
Rustam también cantaba, repitiendo sin entusiasmo y con precisión la letanía que el Gran Mentor diseminaba sobre sus mentes.
—No temeré las espadas que Mohammed alce contra mí. No temeré el derramamiento de mi sangre porque soy santo, porque soy puro.
Y lo mismo repetían aquellos hombres, que ahora revelaban sus rostros atezados por la resolana del desierto, completamente embargados por lo que estaban diciendo.
Luego de sus bocas emergió una ferviente plegaria dirigida hacia  los  dioses protectores de sus tribus de origen.
—Djinn, danos fuerza para resignarnos a nuestro destino, y permite que nuestra soberbia se vuelva humildad.
— Y úsanos para tus designios si esa es tu voluntad.
Rustam había repetido estas palabras muchas veces, tantas como sorteos se habían dado, aunque cada reiteración del suceso implicaba que su posibilidad de ser elegido para una misión era la misma. Su afortunada veterania no sería un talismán contra esta lotería sagrada que otra vez volvía a ocurrir.
En ese momento, el Gran Mentor ordenó a sus acólitos que descorrieran las celosías de las ventanas que impedían el paso de los rayos del sol naciente, los acólitos obedecieron la orden y  todos los Asesinos vieron como un monstruoso globo de fuego empezaba a elevarse desde su escondite situado en las antípodas del mundo.
El sol surgía como una apoteosis de fuego capaz de aniquilar la noche y la vigilia.
Los asesinos se hincaron y agacharon la cabeza, el momento de la elección estaba cerca. Sendos rayos de luz empezaron atravesar el espacio oscuro. como lentos tentaculos
Shahabbudin se levantó para colocar la Piedra Negra sobre la Rueda—que—gira—por —siempre, y esta comenzó a dar vueltas y más vueltas, cada vez con mayor ímpetu y fuerza. Y cuando los rayos del sol naciente se posaran sobre  las facetas de la Piedra, la suerte de Mohammed estaría en manos del asesino que fuera elegido para darle muerte.
 Rustam advirtió como las caras de sus hermanos reflejaban el unánime acatamiento a la voluntad que surgiría de aquella azarosa rotación, ahora que la Piedra estaba montada sobre aquella máquina de movimiento perpetuo.
En ese instante, cerró los ojos y pegó su mentón contra el pecho, sumiso ante el designio del azar, aunque una parte de él todavía rogaba porque el calor de aquella luz no tocara ninguno de sus cabellos, pero cuando sintió una tonsura de fuego aposentada en su mollera se dio cuenta que su suerte se había acabado y que no cabía más que improvisar un discurso para saludar la decisión del azar.
Y lo hizo tan bien que, por un instante, sus palabras fueron un bálsamo para su miedo, el mismo Mentor lo escuchaba extasiado por su convicción, y estaba seguro de que por fin había encontrado al instrumento ideal para hacer que Mohamed descendiera a los infiernos definitivamente.
Cuando Rustam terminó de hablar se sintió aliviado pues ya no sentía tanto miedo de aquel porvenir que todavía desconocía, ahora le preocupaba el presente, sin duda se había fortalecido y se decía que debía odiar a Mohamed con todas sus fuerzas, tanto como los dioses de La Meca que lo habían sentenciado a muerte.
Dejó de pensar, y se echó el velo a la cara sin decir una palabra más. Salió de la Kaaba completamente enfervorizado, dispuesto a cumplir con su destino más allá del profundo foso que protegía Medina del asedio de los mequíes.
2. La misión de Rustam.
A Sadam le gustaba combatir a campo abierto y repartir mandobles por doquier, por eso le aburría sobremanera la clase de lucha que se daba en la Guerra del Foso: él y sus camaradas tenían que esperar que el enemigo atacase, repelerlo y obligarlo a retroceder, pero jamás perseguirlo hacía sus propias líneas. Al día siguiente la batalla volvería a comenzar y se combatiría bajo las mismas directrices, los resultados de semejante estrategia estaban dando la razón al Profeta aunque a un plazo demasiado largo para el gusto del humilde soldado que era Sadam.
Durante los descansos que se sucedían a los combates en la tierra de nadie, Sadam apoyaba su cabeza sobre el talud de la trinchera, y se imaginaba victorioso y saqueando los ricos bazares de La Meca, eso le hacía despertarse gozoso y con ganas de ejercer esa misma violencia en medio de entorno actual, la recurrente aparición de esa fantasía había llevado el asunto a oídos del Profeta. Mohamed pidió ver a Sadam, y éste salió transformado de la entrevista. Bastò que el Profeta fijase su mirada en él  para que Rustam doblegase su natural indisciplina aunque hacerlo le costara padecer un   largo instante de mortificaciòn y dolor que le sirvió para comprender lo importante que era ser un soldado de la Yihad.
Ahora se encontraba asignado a la vigilancia nocturna de las trincheras que rodeaban Medina, debía aguzar todos sus sentidos, y estar atento a cualquier ruido, a cualquier cosa que se saliese de la calma, el caso era que las infiltraciones de los fedayines mequíes no eran para nada raras, y solían cobrarse su tributo en vidas humanas, al día siguiente de la aparición de aquellos cadáveres se solía azotar  a quienes no supieron cumplir su deber en la guardia nocturna. Sadam recordaba muy bien la visión de esas espaldas cárdenas, cubiertas de sangre expuestas al escarnio de los demás soldados del Profeta.
Aquella noche Sadam  hacia esfuerzos sobrehumanos para no dejarse vencer por el sueño, y mantenerse atento a todo lo que pudiera ocurrir en aquel cercano horizonte que definían  las líneas enemigas, organizadas más allá de la tierra de nadie. Tenía el arco de su ballesta bien tensado y dispuesto a disparar un dardo  contra cualquier silueta que pudiera aparecer en medio de la oscuridad, y eso bastaba para mantenerlo despierto, además de que le divertía la idea de ser el primer centinela que hubiera sido capaz de abatir a un fedayín en plena noche. Claro que le resultaba imposible predecir que las cosas sucedieran así, pero era una posibilidad agradable que resultaba útil  para mantener una optima moral de combate, lo cual tenía tanta importancia como estar bien armado, con la cota de malla y la cimitarra que también lo equipaban para si acaso tuviese que luchar cuerpo a cuerpo con el enemigo.
  Sadam continuó estudiando las sombras, procurando que los rescoldos de miedo que tenia adentro no interfirieran con su vigilia, entonces advirtió la presencia de sendos remolinos de humo que parecían estar naciendo de la arena. El humo creció, y se expandió como una gran inflorescencia a través del espacio oscuro y vacìo antes de dividirse  en finas espirales grises cuyo olor principio a cautivar su olfato.
Y entonces la luna irrumpió en el cielo  proyectando su argentada luz sobre aquella siniestra tierra de nadie cubierta por los cuerpos de los muertos, convirtiendo ese infierno  en un lugar  donde se podía dar rienda suelta a las ensoñaciones más delirantes. Y le pareció que la arena era la fábrica  que daba forma a las mujeres que exhibían sus cuerpos sobre aquel vasto lecho frío, y aunque la vaga conciencia de su deber militar quiso recortar los límites de ese delirio, le resultó difícil obedecer su mandato y arrojo lejos de sí la ballesta, quería estar libre de cargas terrenales  para disfrutar de los placeres que le prometían aquellas mujeres que asomaban sus rostros detrás de las dunas.
Sadam abandonó su puesto y empezó a caminar sobre la Tierra de Nadie, pero mientras lo hacía las dunas principiaron a danzar al ritmo del siroco, y la fuerza del viento hizo polvo todo lo creado, como efecto de esa minuciosa destrucción un millón de partículas de arena se abatieron sobre el azorado centinela, el cual se cubrió el rostro con los brazos para protegerse de aquella súbita agresión de los elementos. La densidad de aquella tormenta le impedía ver adonde podía dirigirse, ahora Sadam era un fardo abultado por el cáncer del miedo, un ser recogido dentro de su capullo sopesando posibilidades inmediatas ¿ qué debería hacer? ¿ Volver a su posición o huir?.
Atisbó brevemente el entorno y se dio cuenta de que no contaba con puntos de referencia para hacer ni lo uno ni lo otro, si seguía avanzando era factible que llegara a toparse con soldados mequíes, y si volvía su espalda conocería el rigor de los azotes, fruto de la voluntad inapelable de sus superiores. Estaba desesperado, pero paradójicamente no podía hacer nada concreto para salvar su vida, excepto desenvainar su cimitarra y ponerse en guardia ante quien pudiera atacarlo.
 Rustam esperó  que su víctima llegara a ese grado de desamparo para actuar, había calculado que ese momento llegaría, así que decidió atacar ahora que podía leer el miedo en los ojos del centinela, tenía que demostrarse a sí mismo que su marcha no había sido infructuosa, que era digno de aquella ciega fe que le habían inculcado, y que debía echar por tierra todo lo que rezumase a la doctrina de aquel falso mahdi que estaba trastornando las sabia instituciones tribales que habían regido a la sociedad de Arabia, aquellas mezquitas erigidas por los seguidores de Mohamed  eran una peligrosa fuente de fanatismo que amenazaba seriamente la supremacía religiosa del Templo de la Kaaba. La Piedra era la reunión ecuménica de todos los dioses tutelares de Arabia, los pilares de una fe que guiaba el periplo de las caravanas  que vinculaban las ciudades de Hidjaz con el distante  Yemen, inclusive el mismo nombre de Alá estaba siendo usurpado por Mohammed para su predicar su falso credo y presentarse ante aquellos ignorantes como un mensajero divino.
Digresiones aparte, la hora de matar había llegado.
El brazo de Rustam rasgó la cortina de polvo y se asió fuertemente en torno del cuello del centinela buscando inmovilizar aquel cuerpo que se debatía  bajo su abrazo como lo hace un ave de corral con su verdugo, y su daga surcó de un extremo a otro el cuello del sujeto que tenía asido, haciendo que la sangre fluyera con abundancia sobre su ropaje y la arena.
Sadam perdió equilibrio y se desplomó como una pesada mole de carne sobre la arena que había cobijado sus sueños.
El primer obstáculo estaba vencido, más allá de las trincheras se divisaba el cinturón amurallado que rodeaba Medina, Rustam clavó su mirada sobre una  de las entradas ojivales que daban acceso al interior del urbe que Mohammed había seducido con su prédica. Su siguiente paso sería cruzar aquella puerta para cumplir con su misión. Raudamente Rustam diluyó su fisonomía debajo de un velo que solo dejaba ver sus ojos, desde lejos podía pasar por un centinela más de los tantos que vigilaban la Tierra de Nadie, a continuación recogió la ballesta que Sadam había arrojado sobre la arena, y premunido con ella principió a encaminarse hacia las trincheras.
Los restantes centinelas vieron como la silueta de un hombre parecido a Sadam retornaba victorioso de la Tierra de Nadie, por ello no le hicieron pregunta alguna, ni siquiera los guardias que custodiaban las puertas de aquella entrada no le pidieron ninguna contraseña para ingresar a Medina.
Apenas piso las calles de la ciudad maldita, sus ojos divisaron a una muchedumbre de musulmanes que coreaba el nombre de Mohammed y se dirigía con gran entusiasmo hacia la Gran Mezquita para cumplir con sus obligaciones rituales, el instinto le dijo que sería conveniente confundirse entre los creyentes, sería el mejor modo de servir a la causa de  los dioses del templo de la Kaaba.
3. Los ojos del Profeta.
Era extraña la sensación de andar por las calles de la ciudad infiel, y se tomado por quien no era realmente, en un momento así Rustam hubiera querido desdoblarse y vociferar su nombre a los cuatros vientos, de ese modo tendría que volver la cabeza y saludar a ese peculiar amigo que lo estaba llamando. Era una idea estúpida, y más aún cuando tenía que conservar el incógnito, pero el caso era que sentirse en medio de aquella procesión de infieles le molestaba mucho., era como haber perdido su individualidad para ser partícipe de aquella muchedumbre que repetía una y otra vez las letanías que el cismático Mohammed les había enseñado a considerar como  mensajes divinos.
Aquellas palabras producían en Rustam, un efecto semejante a las que Shahabuddin pronunciaba allá, en el Templo de la Kaaba, sentíase turbado, escindido, intensamente sometido a presiones éticas que le hacía cuestionar su misma existencia como asesino al servicio del Gran Mentor de la Orden de los Asesinos, era un intermediario de la muerte que había segado cientos de vidas sirviendo intereses que apenas era capaz de comprender. Rustam se miró las manos y las considero deleznables instrumentos de un odio mercenario que pretendía anular  la prédica de un hombre privilegiado con el don de la elocuencia y la profecía.
Hoy tendría la oportunidad de escuchar el poder de la voz de Mohammed, hoy conocería si el falso mahdi era tan diestro como decían en el empleo de los tonos de su voz para sojuzgar conciencias.
La mezquita de Quba ya se perfilaba ante sus ojos, el edificio tenía una planta rectangular coronada por grandes cúpulas arracimadas, en cuyos extremos se alzaban cuatro minaretes cuya altura contrastaba con el resto de edificaciones de la zona. La muchedumbre se detuvo ante el arco ojival que daba acceso a la fachada principal de la mezquita para descalzarse. En el acto las letanías cesaron, y todos, incluyendo al advenedizo Rustam, ingresaron al área de oración.
Muy al fondo, situado detrás de una especie de  púlpito, se perfilaba la sombra de un hombre alto, cuyos rasgos aquilinos llamaban poderosamente la atención de aquellos que lo consideraban en mensajero de Alá sobre esta tierra, un hombre radicalmente distinto a los demás porque era capaz de comunicarse directamente con Alá.
 En ese momento,  Rustam sintió que su corazón aceleraban bruscamente su marcha, ahí estaba la victima que debía sacrificar para borrar que estaba trastornando Arabia, su mano buscó la daga que tenía envainada al cinto, y logró asirla por la empuñadura cuando sintió que una fuerza ajena a él mismo le impedía desenfundarla por entero, entonces advirtió que Mohammed había fijado su atención en él, que se consideraba seguro dentro del gentío de creyentes.
 El brillo de los ojos de Mohammed comunicó a Rustam un torrente de sabiduría que removió por completo el sistema de creencias del Asesino que habían enviado a matarlo, ahora su mente era como un crepúsculo exaltado que ansiaba desterrar el sol, y la vieja luz que lo había guiado le parecía tan falsa como uno de los espejismos que suele producir el desierto.
No debía dar muerte a alguien en quien realmente creía, aunque su recién descubierta fe yaciera debajo de una capa de inhibiciones seculares. Era perfectamente posible que Alá hubiera compartido su fe en aquella que los creyentes habían mencionado en sus plegarias, aunque esto fuera indemostrable el hecho de saberse creyente le hizo tener la certeza de que era participe de la doctrina de Mohammed, lo cual era extraordinario en alguien que jamás había tenido en cuenta su propia trascendencia, más allá de la noción de un ente sujeto a la variación de sus circunstancias.
El conocimiento de aquel nuevo ser encerrado dentro de si mismo lo abrumó tanto como la ola de pensamientos que estaban poseyendo su mente, de pronto un cauce de palabras pugnó por salir de su garganta, y todos los asistentes de la mezquita pudieron escuchar, gracias a su acústica, la postrera conclusión de Rustam Ibn Ashar
El eco de una estruendosa carcajada  acompaño la modulación de estas palabras que Rustam repitió una y otra vez como si se tratase de una letanía que hubiese aprendido de memoria.
Mohammed retiró su mirada de fuego del rostro del Asesino, liberándolo de su poderoso influjo, ahora Rustam era nuevamente dueño de su voluntad, aunque estuviera a punto de tomar una decisión contra sí mismo.
Todos los fieles vieron como su ropa comenzó a mancharse de sangre, mientras aquel cuerpo tocado  por la muerte  caía de hinojos para recibir  la agresión de la daga  con macabro estoicismo.  Su vida empezaba a detenerse, y con parsimonia Rustam se inclinó sobre sus entrañas enrojecidas para arrancarse la daga que permanecía incrustada en su vientre. La hoja detuvo su trayecto destructor, pero la agonía que dejo resultaría portentosa, y hasta magnifica para un esteta de la crueldad.
Antes de caer sobre su frente, una catarata de alegría lo invadió , había dejado de pensar, todos los rumores se habían acallado, la vida había aplacado su curso, mientras su sangre afloraba sobres las baldosas como un dibujo dispuesto a insinuarse entre la nada.
FIN


2 comentarios:

  1. ¡Impactante relato! Una prosa muy bella, un final inesperado. Amante como soy de las historias del Oriente Medio, he encontrado mi nuevo favorito entre tus cuentos.

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  2. Muchas gracias por tus palabras y tu tiempo Natalia.

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